Replicantes.

Replicantes.
España, 2009.

Sunset Boulevard

Sunset Boulevard
España, 2009.

El que Busca Encuentra

lunes, 23 de noviembre de 2015

Pacto Criminal

REDONDO.

Black Mass
Pacto Criminal (Scott Cooper, 2015)

Queda más que clara la apuesta cinematográfica del otrora actor Scott Cooper en esta su tercera y tal vez más afianzada película como director. Y es que al igual que en su ópera prima, “Crazy Heart” (2009), el peso del entramado se centra en la vena actoral de personajes ensimismados, de bondad y moralidad dudosa pero que sobre todo son conocedores de su rol y su talento, lo que para bien o para mal crea una empatía con el espectador, una amalgama que desea sombría y afanosamente detallar el transcurso de sus descendientes espirales así como de sus lógicas consecuencias. Un terreno diegético que abraza el error pero desea su condena, una atmósfera ambivalente que en momentos logra cautivar pero que siempre se ha quedado a unos cuantos pasos de una solidez plena. 
Con “Black Mass”, su más reciente entramado, las cosas no cambian en demasía; es más, se abocan al mundo criminal, lo que hace explotar un grado de madurez en la mano de Cooper como realizador pero sin llegar, claro, a la altura de las grandes realizadores de este estilo. Inspirada en diversos momentos claves de la extensa vida criminal de James “Withey" Bulger; más que nada en la relación –alianza– que sostuvo con el FBI y que le dio camino de total alevosía, el encadenamiento de sucesos es anacrónico pero elemental para un guión secamente bien escrito por  parte de Mark Mallouk y Jez Lutterworth (basados ellos en los archivos novelizados por Dick Lehr y Gerard O’ Neill) que nos inyecta desde un principio la visión de nuestro personaje principal: “Whitey". Su visión, sí, para entender y captar sus manías y sus poder después. La lógica de este film se basa, pues, en un retorcido razonamiento cuya lógica se resquebraja cada que el camino es más abierto y descarado por parte de las autoridades. Una especie de juego de caza que no tiene inferencia en la presa hasta que las cosas explotan en el campo del sentido común.
A medio camino de cintas que van desde “Goodfellas” (Scorsese, 1990) y hasta “American Gangster” (Scott, 2007), el filme se sostiene gracias a la diligente fotografía de “Masanobu Takayanagi”, que recrea las épocas expuestas con sutileza y efectividad, así como el montaje de “David Rosenbloom” y el diseño de “Stefania Cella” que apoyan a la perfección el tratado estético-visual de la obra. El trabajo actoral, a bien, pesa aparte como ya hemos mencionado con antelación: sobre un diverso grupo de caracteres cuyo fin está el soporte de la actividad de nuestro protagonista, rol central que sorprende medianamente debido a la más que asequible actuación del más que mediático Johnny Depp. Uno de esos iconos hollywoodenses que se había dejado seducir por representaciones de características tan similares y “coloridas” en la industria que su rango actoral se había tornado irónicamente gris. 
Por sobre la ilegalidad, la permisividad y una cara que globaliza la siempre aparente inmaculable justicia estadounidense, “Black Mass” no asombra, es cierto, pero se mantiene en ritmo y forma: se presenta y se protege bajo un estilo; uno que es ciertamente difícil de roer pero que es abrazado con valor. No está al nivel de lo exigido en el género pero entretiene y no se sobaja ni decae en ritmo de manera mayúscula. No cabe duda que Copper logra, con esta su más reciente entrega, nutrir su cine de a poco. No es brillante pero es capaz y apto, cosa que es difícil hallar cada vez más en una industria enlosada en las facturas de las salas de cine que esperan masivas entradas. Su cine es y trata de ser honesto, realizado con ganas y  soltura. Con cierto deseo y un encanto que esperemos termine algún día por despertar. 

Pacto Criminal  de Scott Coper
Calificación: 3 de 5. (Buena a secas). 


miércoles, 18 de noviembre de 2015

Spectre

REDONDO.

Spectre 007
007 Spectre (Sam Mendes, 2015)

Lo que Sam Mendes y su equipo obtuvo con “Skyfall”: inducir madurez y sapiencia a uno de los iconos más populares y queridos de la cinematografía occidental, queda por completo descartado en esta su más reciente cinta. No es que haya dejado un listón lo bastante alto como para volverlo a encontrar, no. El tratamiento de la más reciente trama de James Bond retorna a un punto cero que carece de dichas atributos y cualidades que tanto habían hecho meditar las profundidades de un personajes tan conocido y reconocido por más de medio siglo.
Con “Spectre”, pues, nos encontramos ante un personaje caricaturesco que nuevamente hace un uso apremiado de diversos gadgets y trucos pseudo-tecnológicos para poder salvar la vida en el último de los instantes, pero que a diferencia de las otras tantas miles de veces que lo ha hecho, carece casi por completo de carisma, de volumen y de ese sentido de emoción y aventura que hicieron del personaje uno de los más recordados y estereotipados en el cine. Su peso como carácter se sobaja simplemente a ser colocado en medio de parajes naturales y citadinos de portento meramente decorativo, esperando que el espectador lo digiera sin ningún sentido más que el estético. La narrativa queda relegada a un simple brochazo sobre un lienzo irregular que no termina siquiera por cuajar y/o permearse de algo homogéneo. No hay redondez alguna a la cual asirse. 
Claro, no podemos negarnos al hecho de una organizada y opulenta producción, el acaudalado presupuesto se muestra de una manera desmeñada a cada instante, en cada escena y cada secuencia. Durante su metraje llega un momento en que en realidad se puede llegar a cuestionar si la hechura de la filmación en realidad fue un pretexto de turismo desmedido o de engreimiento sobre la potestad de llevar a cabo el rodaje sobre algunas de las avenidas y sitios más relevantes de las ciudades elegidas. Los elementos técnicos, mayormente bien logrados (aunque no por completo sin sus pormenores), quedan relegados a un encadenamiento de sucesos que en realidad tienen poco que ofrecer… Y es que la historia y sus elementos son de lo más predecibles, el espectador puede y se adelanta con harta facilidad a todos los recovecos a los que nos lleva la cinta sin la mayor complicación; los hechos se arman primeramente en la mente del público para después confirmarse en la cinta de una manera plenamente elemental, pero sobre todo bajo la apuesta de un sentido del humor por demás ordinario, ramplón y con momentos sin ninguna justificación, o bien bajo pretextos que se van diseñando sobre la marcha de una trama cuya naturaleza parece cuasi espontánea. 
Lamentablemente el trabajo de “Sam Mendes”, uno de los directores más respetados de su generación, da fuertes pasos en reversa. La elección de un guión sin sustento y una dirección actoral menor (no saca partido alguno de sus personajes; tanto los ya fabricados como los recién integrados) deja sin brillo la buena labor –a secas realmente– de su fotógrafo “Hoyte Van Hoytema” y su montador “Lee Smith”. Caso aparte la partitura de “Thomas Newman” (excesiva mayormente) y la música elegida para algunas de las secuencias de acción; mismas que se acercan más peligrosamente a un manejo de videoclip que al de una articulación más formalmente cinematográfica. 
No queda duda, entonces, que la franquicia retorna a este juego de aventuras (o desventuras más bien dicho) bajo el toque adolescente y juvenil que traspasa lo inverosímil como en sus momentos más gustados por los seguidores. La saga resquebraja lo hecho en su anterior factura y se relega a lo que más le ha servido, se niega a la evolución y la crítica de los tiempos actuales. Se vende como lo hizo bajo el gobierno mexicano para la re-elaboración del guión y se deja vencer por casi todas las aristas. Resulta una cinta menor que no logra siquiera el cariño de sus antecesoras… Al menos esperemos que Mendes de un paso a la izquierda y vuelva a los sitios brillantes que anteriormente había mostrado.

007 Spectre de Sam Mendes

Calificación: 2.5. de 5. (Bastante Regular).

jueves, 12 de noviembre de 2015

Candados

Candados.


Abigail cruzó el umbral con la cara de aquel que ha ido al baño a desahogarse y a mitad del recorrido le han colocado la canción que más le revienta la nostalgia… Si bien su pelo enmarañado había sucumbido al polvo resarcido por los meses del invierno, su vestido mantuvo a bien la figura de una mujer que gustaba de asumirse carmesí. La sonrisa con que saludó era una imitación, su saludo vil costumbre. La belleza de sus palabras, y la suya: silencio. Jimmy solía decir que nunca debíamos fiarnos de unos dientes plenamente blancos, que “una pulcra encía asomaba la costumbre de un caníbal por limpiarse a detalle los pecados”, que más bastaba aferrarnos al abrazo sudoroso, retorcido y vengativo de un púgil alejado de su cuadrilatero. “La sangre se confundirá en los ríos de la guerra bajo un extraño acto de justicia, hermanos… Suena extraño, lo sé, pero es cierto… La batalla, a pesar del perdedor, hermana a fin de cuentas en un cansino abrazo.”

Nadie siquiera intentó deslindarse las miradas con el resto, todo el hecho resultaba tan significativo como indiscutible el maltrato que Martín le daba al piano bajo pretexto de John Lewis. El semblante de sus pasos cruzando el siempre irregular arco que formaba el humo del tabaco no le había sentado para nada bien. No hacía falta preguntarle su procedencia y actividades del día, el brillo desgastado de sus labios, sus manos cenizas y apagadas así como el asomo de ginebra entre la sombra de sus ojos cumplían la excepción a la regla de siempre mostrarse cautivos y asombrados ante la belleza y elegancia de una dama que recién se ha maquillado. No es que no quisiéramos hacerla sentirse un tanto mejor y compartir la desdicha, no, pero al verla entrar así, con tacones silentes ante las maderas crujientes del lugar y bajo candados colgando de sus sentimientos nos hizo a todos morir un poco y lentamente. Había tirado las ganas en el callejón contiguo, las ansias en el bar de enfrente –la competencia– y se le había esfumado su talento de inquebrantable como ennegrecido su talento a un trompetista con los primeros síntomas del Parkinson. Una nube le perseguía como a Jimmy las malas noticias y la pólvora de las balas cada que viraba en alguna de las esquinas del barrio oeste. Su detonante de mujer se había ahogado en un ligero charco de flores mojadas con notas de Baker y Jarrett, de Tatum y de Webster. Nuestra beldad sucumbía a emociones humanas, nuestra mujer fatal dejaba de serlo; se bajaba del ring sin guantes y con la cartera perdida vaciada de efectivo y repleta de pañuelos usados. Morimos un poco, sí… morimos. Algo dentro de nosotros nos dejaba para siempre.

El asunto resultaba en sí en algo trivial, una nota más del corazón. Una gota más al vaso perdido de las propinas no otorgadas por nosotros los asiduos. En realidad no era algo para asombrarse; se había enamorado de David Arguenta, un tipo con un rostro tan bien parecido que sus ropas siempre olían a las paginas de publicaciones de moda y etiqueta. Era un buen tipo, no puedo negarlo, pero era uno de esos tantos que llevaba a leguas el destino pactado en cada día de pago. No es que no tuviera en realidad algún talento oculto, no, pero al igual que a un James Dean (por ejemplo), sabíamos a ciencia cierta que la fortuna se le acabaría tan pronto le quitaran esa sonrisa del rostro. Conversé con él un par de veces, y si mal no recuerdo trabajaba como asistente de una figura importante en uno de esos sindicatos cuya relevancia es la misma que la de sus incompresibles siglas; quizá era más bien un Jimmy Stewart. Joaquin era quien solía decir que en la política todo resultaba ser lo mismo “todos trabajan siendo el perro de un perro aún más grande”. Con Abigail nunca toqué el tema, acaso apenas cruzábamos palabra, pero supe con el tiempo que le conoció en una de esas reuniones quincenales en casa de David, nuestro laureado cronista, donde se solían apostar hasta los enunciados, los retablos y las primeras planas de los diarios.

No puedo decir que fuera amor a primera vista, nadie nunca en el bar creyó en algo parecido a ello, pero podemos afirmar que fue más bien un amor a primeras de cambio. De esas pasiones promesa que llegan contrariadas; cuando uno mayormente las desea pero no las necesita para nada. De las que se sabe, claro, que duran lo que un sueño a una noche de juerga. Lo que un abrazo al recuerdo, lo que una ceniza al polvo. Lo que una canción al álbum, lo que una sonrisa a una mueca  y un eslabón a los brios de libertad. 

Nadie hubiera imaginado verla así, escondiendo su tristeza y depresión detrás de unos labios partidos, unas chapas retocadas, unas zapatillas altas y un nuevo corte de pelo. Bajo la falsa apuesta a un grupo de hombres que se toman un par de horas cada fin de semana para verse agotar y acabar de a poco, la escena no resultaba muy digna que digamos. Cada que entraba por esa puerta –que cruzaba aquel umbral– todo momento se volvía especial: blanco y negro, elegante, suspicaz y con un poco de suspense en la belleza. Quizá lo más cercano que habremos de vivir a ese primer plano de Grace Kelly en Rear Window de Hitchcock… Aquel frío día de febrero no fue la excepción, quizá y hasta fue el más grande de todos sus momentos. Suele pasar que las desdichas son la tinta de la pluma que ha de escribir el epitafio de los apesumbrados. Y en esta ocasión, sobre estas hojas donde suelo escribir acerca de mis amigos muertos, puedo decir que las cosas no terminan así. Si bien Abigail desapareció por años sin que nadie supiera de ella, a la larga resurgió como una mediana escritora que ha sabido vender, a la fecha, su obra a lo largo del continente que osa decir entender a Cervantes. ¡Qué puedo decir!, la justicia no es para todos, así como el sazón no se encuentra en cada sartén que uno compra en la confitería. 

No hace mucho fue que durante un viaje me topé con unos de sus libros. Me hice de él y lo leí en el trayecto. No puedo asegurar que lo que puso ahí se trate de una referencia clara a esos momentos que hoy conmemoro, pero a bien puedo decir que yo lo tomé de esa manera debido a que me hubiera gustado pensarlo así cuando estuve en momentos parecidos, y vaya que los hubo… El texto es el inicio de unos de los capítulos centrales y reza lo siguiente: “Lo que en realidad pasó, cariño, es que siempre hubo un desierto entre ambos. Y aunque podríamos haber intentado cruzarlo y buscarnos a mitad de sus arenas, créeme que de haberlo logrado, a pesar del sudor en la lucha, todo esfuerzo habría servido únicamente para compartirnos esa sed, esa inevitable sed, de vernos cada día.”

lunes, 2 de noviembre de 2015

Sicario

REDONDO.

Sicario
Tierra De Nadie: Sicario (Dennis Villeneuve, 2015)

En la ultima escena de Sicario, Dennis Villeneuve resume el discurso de su más reciente trama de una manera por demás sencilla y directa: la familiaridad de una sociedad con el disparo y bajo el vestido de la violencia; la bienvenida de estos factores a la usanza diaria y cotidiana… y es que al fin y al cabo, la vida debe continuar –aunque no se sepa hasta cuando– ¿qué no?
Bajo el guión del primerizo (en dicho rubro) Taylor Sheridan, el drama se inspira abiertamente en los secretos a voces del mundo del narco mexicano bajo los limites de la legalidad por parte de las autoridades de los Estados Unidos por detenerle el paso en su territorio: un mundo lleno de tratos ocultos e interrogantes cuya respuesta no llega bajo palabras sino en acciones que se alejan de lo que podría parecer el modo más justo. El entramado aunque bien presuponga en su camino un número importante de incógnitas resulta fácil de seguir, el objetivo es claro y aunque no se nos mantenga al tanto de los pormenores (nuestro personaje principal, novata en estos enceres, no entiende del todo el quehacer de sus nuevos mandos así como el suyo propio dentro del cometido), vamos captando el descenso a un mundo amoral donde la supervivencia y la resistencia son los fantasmas invisibles en el camino. 
La dirección actoral de Villeneuve es de choque, contrasta las personalidades de los personajes en núcleos; disimiles parejas cuyos componentes dispares mantienen propósitos comunes con intenciones discretamente diferentes. El laberinto temático de las opciones, pues, las elecciones por continuar, seguir o mantenerse al frente de batalla sea cual sea la causa y la meta se abren paso de esta manera, con la tesitura de abrir y dejar paso a la fuerza actoral más que a una puesta en cámara que resulta sencilla pero sumamente eficiente. La apuesta por mantenerse cerca del crudo ámbito del mundo retratado se manifiesta en la llana manera de los elementos restantes, asunto que suma a la belleza de una trama áspera y severa. 
La minimalista música de Jóhann Jóhansson hábilmente genera una atmósfera de incomodidad y presagio de una espesura que se carga sobre los hombros incluso saliendo de la sala. Igualmente el trabajo –siempre sobresaliente– de Roger Deakins tras la cámara ayuda a mantenernos dentro de las acciones de un pequeño grupo cuya cerrazón se va volviendo el nudo de cierta incertidumbre que habrá de resolverse de alguna u otra manera. La cámara se mantiene al filo del limite entre el diegético espacio de nuestros personajes y el universo del crimen que se retrata. Nótese la escena en que se presentan los cuerpos colgados; la escencia se queda dentro de la acción de las figuras centrales de la trama (y su plan) más que detallar dicho escenario. Nos mantenemos cercados en la visión de los protagonistas (algo que el mismo director ya había resulto de buena manera en su anterior cinta Prisioners). 

Los decorados de Patrice Vermette igualmente recaen en la naturalidad, en el mero aspecto de los espacios que se recrudecen con el contenido de la violencia expuesta: descubierta, abnegada; sacada a la luz con un falso asombro y una cotidiana pesadilla. El cuadro, de aspecto vació por la gama de colores usada, se recarga con el contenido. No estamos pues ante una cinta que explore la violencia de una manera atroz sino una que la revela de una manera cuasi documental aunque para el desenlace se caiga (en cierta escena clave) un poco en toques melodramáticos.
Sicario, que malamente en México tuvo que renombrarse, resulta un cuadro vivo de la situación actual que se vive a menor o mayor medida en algunas de las regiones  más empobrecidas del país. Dennis Villeneuve retrata la situación con el toque que ya lo caracteriza: ecuánime y desde la distancia con soltura y elegancia. Con crudeza, gusto y garbo. Bajo la plástica de nuestros días y de los que habrán de venir, deriva en no más que un fresco. No más que eso. 

Tierra De Nadie: Sicario de Dennis Villeneuve
Calificación: 3 de 5. (Buena). 


domingo, 13 de septiembre de 2015

Una Carta De Amor


Una Carta de Amor. 

Basurto era uno de esos individuos al cual todos le adivinaban de manera secreta la suerte y el destino. Incluso antes de la presentación formal todos soltaban al aire la frase: “ese hombre se equivocó de profesión” con tan sólo mirarle la comisura de la dentadura cuando osaba sonreír. Fueras o no un amante de las actividades deportivas sabías, por más extraño que parezca, que su dirección en vida debía de ser el boxeo. La silueta de sus pómulos atraía hasta el más pacifico hacía su sombra con el puño hecho nudillos. Era en realidad la trompeta de un sexteto de Jazz local cuyo talento se encontraba más en las intenciones que en la partitura. El pianista, que era el mejor de todos, intentaba siempre imitar ese puente entre el Blues y el Jazz que hizo leyenda a Red Garland pero en realidad terminaba siempre por acercarse al Free de Pharoah Sanders, bajo el entendido –claro– que nunca había escuchado siquiera el A Love Supreme de Coltrane. Eran apasionados, sí, pero más les podía el amor que la disciplina. Recuerdo entre destellos de polvos y humaredas sacadas de uno de los personajes de John Kennedy Toole que estaba enamorado de una dama cuyo nombre nunca se repetía en las conversaciones, ni siquiera en las del mismo día. Era de una de esas personalidades que para escoger el nombre de su hijo hubiera preferido un anagrama que el tributo a uno de sus héroes de adolescencia. 

Compartí el licor con él en no más de tres ocasiones, aunque quizá la memoria me falle un breve de octava. En una de esas veces me platicó de una carta que redactó con la intención de entregársela a aquella mujer que se la ganase. Habló de ella por escasos minutos pero yo pensé en ella por horas. Me cuestioné si alguien bien podría realizar la máxima carta de amor: no encontré respuesta. Preferí seguir hablando en el circulo de amistades sobre la banalidad mayormente entretenida del mundo, la música. El hablaba de bajistas: Clarke, Wooten, Wikenfeld, Dixon, Brown… Yo de su voz: la trompeta: Farmer, Terry, Baker, Morgan, Beiderbecke y Gillespie. A los pocos días me llegó a mi buzón, petición expresa personal, la carta en la que había trabajado con tal esmero. La leí un par de veces sin encontrar algo que pudiese funcionar. No obstante, debo admitir que aquellas letras escritas a mano con una pluma standard de papelería podrían representar, en mis memorias, su mejor nota ejecutada. Su mejor solo. Quizá más adecuadamente deba decir su mejor golpe: el tiro al hígado más halagador y potente en cualquier cuadrilátero. De esto ya hace mucho, pero hoy le recordé porque en sueños escuché al buen Miles en su época del Star People y vi a todos los luchadores que he conocido en vida. De aquella carta, sí, esto es lo único que se me viene a la mente.

“Aquel día recogimos el carbón del pasto, el ultimo pedazo de carne se había rodado en las cenizas y terminamos por dejarlo desaparecer dentro el fuego. Fue el mismo día que hiciste aquella mala broma sobre parecer recolectores de algodón a punto de inventar el Blues. El mismo día que pudimos despegar los pies de la tierra y ser los primeros astronautas del mundo en un sueño que nos hubiera terminado amando. ¿Y sabes por qué? Pues porque hubiéramos creado algo nuevo que el mundo en realidad no hubiera necesitado y, por ende, habernos dejado vivirlo solos. Y es que creo que el amor debe de vivirse así, sin influencias y eternizando el momento de la explosión inicial: el fuego que emana y mata a la mayoría; que no deja rezagos ni efectos secundarios. Lo que une en la otra vida y sobre un jardín en el que siempre ha de sonar la escala perdida del mundo. ¿Si es así, te gustaría bailar conmigo y sobre la lluvia, a tiempo relantizado, y haciendo explotar nuestros oídos? No lo tomes a mal, pero quizá así encontremos nuestra música y no necesitemos, por fin, nada del mundo. Y nada del amor que se profana de ese lado y sí del nuestro. Que habremos de inventar.“


miércoles, 9 de septiembre de 2015

Mis 100 Discos Predilectos

MIS 100 DISCOS PREDILECTOS. 


Un nuevo corte de caja aparece este año; hace ya vario tiempo realicé una lista de mis canciones favoritas. Ahora, pagando la petición de un buen amigo, me he hecho a la tarea de elegir los 100 discos, que hasta ahora –hasta esta jornada– más me han afectado, tocado y transformado. Presentados sin ningún orden especifico (los diez primeros sí son los más importantes aunque tampoco están en un orden jerárquico) los señalo aquí. En unos años habrá que hacer la renovación. 


Discipline (1981) - King Crimson
Sonny Side Up (1957) - Dizzy Gillespie
On The Beach (1974) - Neil Young
Octopus (1972) - Gentle Giant
Wish You Were Here (1975) - Pink Floyd
The Freewhelin' (1963) - Bob Dylan
Close To The Edge (1972) - Yes
Texas Flood (1983) - Stevie Ray Vaughan & Double Trouble
Hemispheres (1978) - Rush
Trilogy (1972) - Emerson, Lake & Palmer
Birds Of Fire (1973) - The Mahavishnu Orchestra
Kind Of Blue (1959) - Miles Davis
Aqualung (1971) - Jethro Tull
The Derek Trucks Band (1997) - The Derek Trucks Band
War (1971) - War
Coverdale Page (1993) - David Coverdale & Jimmy Page
Madman Across The Water (1971) - Elton John
Vulgar Display Of Power (1992) - Pantera
Ode To 52nd Street (1963) - Kenny Burrell 
No Me Hallo (1988) - El Personal
Led Zeppelin II (1969) - Led Zeppelin
Change Of Scenes (1971) - The Kenny Clarke-Francy Boland Big Band
Us (1992) - Peter Gabriel
Huono Parturi (1997) - Höyry-Köne
Disraeli Gears (1967) - Cream
Idle Wilde South (1970) - The Allman Brothers Band
Amused To Death (1992) - Roger Waters
Guess Who (1972) - B.B. King
You're Not Alone (1978) - Roy Buchanan
Argus (1972) - Wishbone Ash
Wired (1976) - Jeff Beck
Yield (1998) - Pearl Jam
Días De Blues (1973) - Días De Blues
Roy Haynes Trio (2000) - Roy Haynes, John Pattitucci & Danilo Pérez
The Ragpickers Dream (2002) - Mark Knopfler
Quadrophenia (1973) - The Who 
In My Own Time (1971) - Karen Dalton
Crash (1996) - Dave Matthews Band
In Rock (1970) - Deep Purple
Here And Now (1962) - Art Farmer & Benny Golson Jazztet
La Hora Feliz (2002) - Ángel Parra Trio
Hecho En Casa (1975) - Nuevo México
Paranoid (1970) - Black Sabbath
Electricladyland (1968) - The Jimi Hendrix Experience
Resonator (2006) - Tony Levin
Inner Revolution (1992) - Adrian Belew
Voces Interiores (1992) - Real De Catorce
Canción Animal (1990) - Soda Stereo
Plays The Blues (1972)  - Buddy Guy & Junior Wells
The Melody At Night With You (1999) - Keith Jarrett
Islands (1971) - King Crimson
The Songs Of Leonard Cohen (1967) - Leonard Cohen
Oh Brother Where Art Thou (2000) - V.A. O.S.T.
And The Glass Handed Kites (2005) - Mew
Apostrophe' (1974) - Frank Zappa
Pelo De Rata (1975) - Matías Pizarro
Sticky Fingers (1971) - Rolling Stones
Shhh (1969) - Ten Years After
Blow By Blow ( 1975) - Jeff Beck
Who's Next (1971) - The Who
Harvest Moon (1992) - Neil Young
Ovo (2000) - Peter Gabriel
Badmotorfinger (1991) - Soundgarden
Blonde By Blonde (1966) - Bob Dylan
Ten (1991) - Pearl Jam
Thick As A Brick (1972) - Jethro Tull
Tarkus (1971) - Emerson, Lake & Palmer
Dizzy's Big 4 (1974) - Dizzy Gillespie
A Love Supreme (1964) - John Coltrane
The Last Waltz (1978) - The Band
Jar Of Flies (1994) - Alice In Chains
Central Avenue (1998) - Danilo Pérez
My Song (1993) - Joe Pass
Out Of The Madness (1998) - The Derek Trucks Band
I Am The Blues (1970) - Willie Dixon
Led Zeppelin I (1969) - Led Zeppelin
Sounds Of Silence (1966) - Simon & Garfunkel
Chunga's Revenge (1970) - Frank Zappa
Clockwork Angels (2012) - Rush
Lady Lake (1972) - Gnidrolog
Sisters And Brothers (2004) - Eric Bibb, Rory Block & Maria Muldaur
Blues Singer (2003) - Buddy Guy
In The Court Of The Crimson King (1969) - King Crimson
Acquiring The Taste (1971) - Gentle Giant
Exposure (1979) - Robert Fripp
At Fillmore East (1971) - The Allman Brothers Band
Soul Eyes (1991) - Art Farmer
Los Mares De China (2008) - Toni Zenet
Easter Suite For Jazz Trio (1984) - Oscar Peterson
Quadrant (1977) - Joe Pass, Milt Jackson, Ray Brown & Mickey Rocker
Ambient 1: Music For Airports (1990) - Brian Eno
Time And A Word (1973) - Yes
Pronounced 'Leh-Nerd' Skin'-Nerd (1970) - Lynyrd Skynyrd
La Pura Realidad (2001) - La Pura Realidad 
Before These Crowded Streets (1998) - Dave Matthews Band
Right On Brother (1970) - Boogaloo Joe Jones
Déjà Vu (1970) - Crosby, Stills, Nash & Young
In Step (1989) - Stevie Ray Vaughan
Night Of The Living Dregs (1979) - Dixie Dregs
Four Corner's Sky (2003) - KBB

viernes, 28 de agosto de 2015

Eco De La Montaña

REDONDO.

Eco De La Montaña
Eco De La Montaña (Nicolás Echevarría, 2014)

El trabajo de Nicolás Echevarría siempre ha ido más allá del simple retrato narrativo. Su obra documental, misma que recorre una buena extensión de su filmografía, se aleja del ser un simple espejo social y sirve –y ha servido siempre–para atestiguar de viva voz (como en este caso), o bien de manera mucho más presencial y directa (como en “Niño Fidencio”, 1980), lo que pasa allí: afuera de nuestras cavilaciones y “normalidad”. El clisé de sus temas siempre ha mantenido con fuerza y valentía una profundidad estética, social y hasta antropológica que le ha hecho ser merecedor de un estilo propio en un cine –el nacional– que carece de dichas sellos. 
Con “Eco de la Montaña” quedan claros sus argumentos y manejos. La franqueza que logra de su personaje es tal, que el camino –la guía espiritual y artístico/creativa a la que nos enfrentamos– se nos abre con una pasmosa belleza y cercanía; ágilmente nos coge de la mano para hacernos testigos del trayecto que ha de atribuir a su historia: Santos de la Torre es un artista Huichol que realiza murales a base de chaquiras; uno de ellos expuesto en la estación de metro de Paris que arriba al museo de Louvre. Santo de la Torre es un Huichol que vive en su pueblo, bajo sus tradiciones y el olvido mayúsculo por parte de la nación. Santos de la Torre está en el proceso de realizar un nuevo mural; por ello decide ejercer la ruta hacía Wirikuta para pedirle permiso e inspiración a los dioses. 
El camino, si bien resulta anacrónico, nunca nos deja de mostrar la certeza de un artista y la belleza por la que se ha decidido hacer lo que hace. Bajo la honesta cámara del propio Echevarría y la de Sebastián Hofman (Halley, 2012), los temas se convierten en paisajes que hilan las artes de la pintura, la música y la tradición; sobre todo las ganas por compartirlo y contar y luchar por algo a través de el. Resulta, sí, un poco sorpresivo el enfoque, un tanto menos contemplativo que en otras obras del director; incluso una casta gracia se presenta y en diversas partes de la trama se le puede dibujar una sonrisa al espectador… Llena de imágenes poderosas que rozan la muerte y la vida, como es una constante en el realizador, esta cinta no deja de pertenecer a aquellas cintas que nos explotan en la cara con un mensaje de apasionamiento hacía el arte y las situaciones, justificaciones y efectos que le anteceden y marcan a posterior.
“Eco de la Montaña” es la experiencia viva de un proceso creativo bajo una pureza que en ocasiones no tenemos la oportunidad de presenciar. No estamos, pues, ante un artista que se maneja bajo los cánones de la industria, estamos ante una persona que ha decidido exponer y liberar sus emociones ante un conflicto que no sólo le atañe a él sino a todo su pueblo, que trata de aportar algo a la lucha a través de su oficio y el apoyo que recibe de su familia sanguínea y social. Es el camino y la idea, el trayecto y la consecuente belleza. 
Ganadora del premio a la mejor película en el pasado festival de Guadalajara, así como al mejor documental en el Festival de Toronto, Echevarría logra convertirnos en fieles testigos de lo que vive, piensa, siente y circunda a Santos de la Torre, un arista que explica de manera tan clara los conceptos de su obra, que no queda de otra que respirar ante la disposición y talle de su obra, que cabe resaltar, no hace más que sorprender cada que aparece en pantalla. Y eso, queda más que claro, siempre es de agradecer. De agradecer por un muy largo tiempo. 

Eco De La Montaña de Nicolás Echevarría
Calificación: 3.5 de 5 (Muy Buena)

miércoles, 19 de agosto de 2015

Ecos de Fortín: Metlac

La serie documental “Ecos De Fortín”, donde se relata la historia de este joven municipio de Veracruz sale por fin a la luz. Aquí el Primer Capítulo. 


La barranca del Metlac no sólo es una de las más bellas del país, sino que es una de las más importantes históricamente hablando. Por ahí cruzaban algunos de los primeros caminos de México; los primeros trazados de la nación que mismo sirvieron de guía como de defensa en algún momento. No obstante, para Fortín ha sido de igual manera un pretexto de unión, de jolgorio. La gran mayoría de sus habitantes tienen historias allí que le son de suma importancia. En este sitio nació Fortín y con él todos los Fortinenses. Aquí su historia. 

Ecos de Fortín: Personajes

La serie documental “Ecos De Fortín”, donde se relata la historia de este joven municipio de Veracruz sale por fin a la luz. Aquí el Segundo Capítulo. 


Todo pueblo toma importancia, volumen y relevancia social a través de su gente. Es ésta la que le da color y calor a todo lo que circunda el territorio; son los personajes que resaltan los que nos dirigen al pasado y detallan la dirección del presente y el futuro. Son la historia de Fortín muchos de estos personajes, son su sentimiento y su camino; su Salud, su Fe y su Vida Social. Aquí su historia.

Ecos de Fortín: Floricultura

La serie documental “Ecos De Fortín”, donde se relata la historia de este joven municipio de Veracruz sale por fin a la luz. Aquí el Tercer Capítulo. 


La Floricultura y Fortín van de la mano. Parte de la fama de uno radica en el otro; la belleza y el color del municipio tienen años de ir de la mano; han trazado ya una tradición que en ocasiones se ha visto algo perdida. En tiempos presentes la gente recuerda ese colorido paisaje que eran todas las calles de Fortín y algunos de ellos nos las relatan y nos las hacen ver a través de la gente que lo hizo posible. El Fortín de las Flores renace a través de sus voces. Aquí su historia. 


Ecos de Fortín: La Monte Blanco

La serie documental “Ecos De Fortín”, donde se relata la historia de este joven municipio de Veracruz sale por fin a la luz. Aquí el Cuarto Capítulo. 


Podría decirse que son sólo ruinas, pero los muchos o pocos vestigios que quedan de la Hacienda de La Monte Blanco nos hablan de siglos de historia, no sólo para la región sino para toda México. Tanto ex-presidentes de la nación como revolucionarios han utilizado el terreno para diversas operaciones y objetivos. El trasfondo de la Hacienda es rico en anécdotas y es de suma importancia para la comprensión de algunos momentos clave de nuestro país. Aquí su historia.


Ecos de Fortín: Rafael Guerrero Morales

La serie documental “Ecos De Fortín”, donde se relata la historia de este joven municipio de Veracruz sale por fin a la luz. Aquí el Quinto Capítulo. 


Rafael Guerrero Morales fue uno de los más grandes artistas plásticos mexicanos; sus esculturas son expuestas en diversos sitios del mundo –Japón, Yugoslavia, Estados Unidos– bajo un trasfondo cultural y artístico de suma importancia. Su historia, queda claro, es universal; al termino de sus días era ya un ciudadano global. No obstante, sus primeros, medianos y finales pasos circundan Fortín; fue aquí donde aprendió los primeros trazos para lo que sería toda su carrera. Aquí su historia. 

martes, 7 de julio de 2015

Gustos

Gustos.

Tendré que decirlo así: Me gusta el cine que se da tiempo. El cine que se da el tiempo de ser observado y observarse. El que se narra y es narrado. Aquel que se deja a los suspiros para analizarse, palparse y sentirse. El que enamora porque se desnuda abiertamente a cada plano. Me gusta el cine calmo, el que se da el mismo respiro que un espectador necesita para que le cuente. Para que le sienta y viva. Me gusta el cine sin costuras, el que se presenta como una sola placa: una simple esfera que refleja y pesa en las manos y en la espalda. Me gusta ese cine, sí, el que se piensa y fue pensado, pero sobretodo el que se dejó a los brazos del preciso tiempo para ser extrañado y revivido en recuerdos cuales cicatrices que nos encaminarán, día a día, al mismo y oculto y secreto y misterioso destino.  

Me gusta la música que no se queda quieta, la que se alza entre las sombras como una amenaza ante las costumbres y los ciclos comunes. Me gusta la música que obliga a desapegarse de la holgura, la que obliga a los sentidos –cual amo– a ponerle atención. La que abruma, remuerde y mastica la historia para escupir historia. Me gusta su forma y onda que importuna el momento habitual y ensordece el mundo para reconocer el propio y sufrirlo, amarlo, sonreírle o bien negarle con los oídos  bien abiertos. Me gusta la música que mantiene a su lado, cual yugo, sin poder alejarse ni un sentido ni un instante. La que mal-enamora; la que da golpes por la espalda y por la frente pero no traiciona. Me gusta la música que madura pero no deja su sentido que adolece; el que rompe sus propias reglas y se entrega sonriente al libertinaje. Me gusta la música que calla cuando sabe que se oye más fuerte; que ensordece cuando sabe que nos duele. Me gustan sus gestos: los rostros que nos presenta y en los que encontramos siempre nuestro eco dentro de la caverna sin fuego donde sólo podremos ubicarnos abriéndonos de par en par el alma. 

Me gustan la palabras, más incluso que una herida: me gusta su fracaso ante las emociones más intensas, frescas y sinceras. Me gustan las lineas que trazan, esas que embarazan de miseria, concordia y sonrisas las puntas cocidas del recelo. Me gustan las caries que han obtenido con los años y los tapices con los que se limpian los labios para hacerse pasar por elegantes. Me gusta usarlas y ser usado por ellas. Me gustan sus sentencias, sus presagios y sus detalles alargados. Me gusta que nadie pueda vivir sin ellas y –no obstante– se pueda decir más sin usárseles. Me gustan las palabras, incluso como se siente entre los labios aquella que les define. Me gustan sus colores y los nombres que les han puesto a éstos. Me gusta que digan más en su silencio y tras sus espaldas que su mismísimo significado. Me gusta leerlas, decirlas, plasmarlas y gritarlas como la libertad: en un alarido apagado. Me gustan sus matices; son capaces de sonar distintas en cada persona y en cada momento. Me encanta como mutan y te observan a los ojos sin que se les pueda devolver la mirada. Me agrada su vació y su relleno, su mal uso y su extensión. Me gustan las palabras, sí, pues son ellas las que nos despiden, recuerdan y olvidan. Porque son nuestros más cariñosos y bellos cómplices en la existencia y posible y soñada inmortalidad. 

Me gusta el amor, porque el amor está en todas partes. Porque estás tú, y el pasado y el presente: siempre el maldito presente. Me gusta porque nos da una extraña sensación del futuro; nunca conjuga todo con la misma e implacable lógica del cotidiano sentir. Aveces quiere que mañana sea igual y pasado mañana quiere que sea distinto. Me gusta el amor, sí (a mí), porque un día pienso encontrarlo en quien no me haga pensar que habrá un mañana, sino que juntos seamos tal mañana: tal ocaso y tal madrugada. Porque no habrá cambios sino sorpresas y huellas que revivir con palabras, música y cine. Mucho más. Porque se allanará el camino y nos iremos curtidos uno de otro. Porque nos compartiremos. Porque la esperanza, quizá, sea el amor, o quizás, simplemente, como decía José Luis Alvite, todo se resuma como que “el amor es algo complejo que empieza cuando conoces a alguien cuyo cuerpo parece que llevase años preguntando por el tuyo.” Y eso, lo juro –y lo siento–, es cine, música y palabra. Contraste.

miércoles, 1 de julio de 2015

Alivios

ALIVIOS.


El Ernesto Chavez que conocimos era un tipo duro, de facciones hoscas pero sentimientos gratos. Uno de esos individuos que si bien fruncían el ceño frente a una bella dama, en el fondo se imaginaban viajando a solas con ella rumbo al más bello litoral de otro planeta; en el resquicio del universo –sobre una isla donde las flores no crecen sino que no mueren nunca, como sus primeras miradas al cruzarse en el camino. En sus mejores tiempos fue bien parecido y atlético; un maratonista de clase mundial abocado al designio de los astros. Si bien nunca ganó competencia alguna, en el bar sabíamos a simple vista que seguro había intimidado a más de uno durante el recorrido con su mirada, su discurso o bien su porte. Ninguno de nosotros, por ejemplo, le habría hecho competencia aún así el hubiera caminado de cabeza. Ocasionalmente llevaba algunos recortes de periódicos donde aparecía su nombre o alguna fotografía, pero solía jactarse tanto del pasado como de sus tiempos presentes. Un accidente aéreo le había quitado el valor, un choque de autos una pierna y una riña callejera la dentadura. “No es el que el destino nos juegue malas pasadas, hermanos”, nos comentó algún día entre copas y humos de cigarro a poco días de su deceso, “es la lectura de nuestros actos lo que terminará por escribir nuestros secretos.” A lo que Mariano, nuestro literato de casa, reaccionó días después, en los momentos silentes del dolo, asegurando que aquel Ernesto Chavez Contreras que nos tocó conocer, sería siempre “uno de esos tipos que al ingresar a algún relato entre líneas, seguro acabaría destrozando todas las palabras.” 

Nunca fue en realidad un contendiente en el ring de la vida. No peleó jamás por las experiencias bajo sudor o los efectos de algún trago de licor, como muchos de nosotros. A pesar de sus reservadas cicatrices, en el fondo era un tipo amable y sumamente halagador. Tranquilo y enamoradizo; sagaz. En una ocasión, cuando me dejó al cuidado de su auto mientras revisaba el motor en medio de la carretera, le advertí en su guantera únicamente álbumes de voces féminas con diferentes timbres pasionales: “Irene Kral”, “Shemekia Copeland” y “Valerie June”. No puedo decir que fuera un buen amigo, cercano a mi. Nuestra relación en verdad se resignaba a que me diera de vez en cuando al aventón a casa cuando me pasaba de cuenta con los vodkas. No obstante, me gustaba platicar con él. Verle a detenimiento su rostro, en el cual nunca pude observar resquicios de aquel que aparecía en sus tiznados recortes de antaño. Se me figuraba más bien el trasfondo de la mala suerte; si bien la vida le había dado la oportunidad de ser otra persona, ésta había resultado ser una con mucho menos oportunidades y esperanzas. No así, me aseguran que murió contento, con una mueca de felicidad en el rostro, haciendo alguna broma sobre el amor en la cama del hospital tras una terrible neumonía: “A los artistas el amor se les escapa entre los poros del talento, a los deportistas nos rehuye por  el cansancio de nuestro encanto original: la billetera.”

Le recuerdo cuando soy testigo de una persona a la cual no le salen las cosas como las tenía planeadas; en ocasiones con tan sólo verme en el espejo basta. También cuando escucho sobre el accidente de algún transporte público o alguna curiosa desgracia. Sobra decir, entonces, que de igual manera con él me llega siempre el resplandeciente eco de Alice, esa joven mujer de la cual me enamoré hace algunos años y de la cual aún no me puedo borrar ni el pelo suelto ni la sonrisa. El inocente beso de despedida que le di tras un manojo de nervios y un ligero disimulo. Suelo usarlo, a él, sí, para llegar a ella de la mejor manera, de la forma en que más le recuerdo, siento y describo. ¿De qué otra manera podría? Cada que me siento a intentar escribirle algo terminan por hacerme falta todas las palabras. Y así, en realidad, me gusta abrazarla en el vacío. Olvidándolo a él... y sonriéndole a ella. 

martes, 2 de junio de 2015

Ceguera Permanente

Ceguera Permanente. 

Me despedí de Ricardez en la estación del ferrocarril la tercera semana de agosto, un martes. No fue un escena repleta de nostalgia, ni siquiera algo bello como lo que intentaba en ocasiones Jean Pierre-Jeunet en algunas de sus cintas más melosas; no fue para nada un acto enfundado en la aflicción o la añoranza. Si acaso el crepúsculo permeaba en ese momento todo el sitio con cierto toque anaranjado, cuasi sepia, lo único oxidado en ese sitio eran en si nuestras miradas: Ricardez era clínicamente ciego desde hacía unos tres años atrás mientras que yo había olvidado las gafas sobre el escritorio de mi estudio por las prisas. Se me había hecho tarde y a pesar de que nuestra amistad ya se había estancado en los rumores de un pasado amargo, quise ir a asegurarme que quizá nunca habríamos de volver a vernos. Lo último que recuerdo de él supongo será algo similar a ese resquicio que miraré antes de dejar la vida en un suspiro: una mancha, un borrón, un supuesto. 

Le conocí en uno de esos bares en que algunos pensantes amateurs se hacen pasar por poetas y se atreven a compartir sus insulsas prosas y versos a forma de expiación. Me senté a su lado y me entretuve con sus burlas, sus quejas, sus críticas y carcajadas que a todo mundo sacudían y explotaban pero que terminaban por incomodar y hacer mucho menos a los presentes. Su humor, sardónico, rompía el eje de la comicidad y lo galante: orgullo que ejercía de la misma manera de que a pesar de haber estudiado letras en diversos rincones del mundo (de tener todas las credenciales para sobresalir), jamás había optado por ser un escritor, de romper la tan temida hoja en blanco y dejar un par de frases por allí, en el mundo. “No conozco a ningún abogado al que le haya salido eso de hacerle el bien al prójimo por el simple hecho de solventar las buenas intenciones”, contestó un día entre el cáncer de su sempiterno cigarro y el vaho de una noche decembrina.  

Nos hicimos cercanos casi 6 meses después de que compartimos la primera copa sobre las tablas de nogal donde a tantos decapitaba, alarmantemente sonriente, más como una actividad atlética que como una ayuda al mundo literario; aquel día en que pude comprobarle que lo mío con las letras no eran ni un anhelo ni cierta disciplina, que la poesía en mi no existía y que si asistía a ese tipo de reuniones era más bien por una especie de terapia personal: si bien podía caminar descalzo entre rubros literarios tan vagamente oscuros y carentes de calidad, empezaría a sentir que en realidad era un tipo con altos grados de bondad. “Del arte”, me dijo en alguna ocasión, “se entiende uno de esos oficios con más valor personal que universal. No deja de ser un laberinto perdido en la agonía del ego en vez de la pasión por compartir la oscuridad del precipicio interno. Que no es lo mismo.”

Vivía en una pequeña casa de madera tipo cabaña que se fue perdiendo entre el paisaje y el tiempo mientras sus vecinos construían segundos y terceros pisos o cocheras y salones de estar más grandes en donde alguna vez estuvo el patio o la casa del perro. El color natural de su hogar quedó enjuiciado a través del tono de una ciudad carente de límites y esperanzas. Le gustaba el cine, sobre todo el de Greenaway, Cronenberg, Gilliam, Angelopoulos, Tarr y Kusturica. Sus bandas favoritas disertaban entre el Progresivo de Yezda Urfa, Bacamarte o Solaris, la época Free de Chick Corea o la Big Band de Francy Boland. Odiaba el Blues (el cual siempre redactaba con minúscula: blues) y bandas que habían sacado de ahí sus estatutos de “supuesto” Rock. Aunque leía todo lo que se encontraba en las librerías de viejos y puestos de revistas usadas, no se consideraba un habido lector. Gustaba del vino tinto y las pastas, sobre todo las marineras. Solía caminar por las tardes con el sol de frente; en la playa solía recostarse delante a éste sin ninguna protección más que su ropa interior y un cigarro. A pesar de lo que varios creímos por años y años, el cáncer de piel nunca arribó a su cuerpo pero a bien tuvo la amabilidad de cesarle la mirada. De agotarle su visión hasta la penumbra, en la cual vivió hasta sus últimos días de manera cruenta y vil. Cuando le fue detectada la perdida gradual e irremisible de su vista, del sentido de su vista, no se sintió mal: no soltó lagrima alguna o carcajada arrepentida. Tan sólo pidió que le llevásemos a su casa de manera lenta y por el camino más largo que pudiésemos encontrar; entre más circundante mejor. Entonces recuerdo vivamente que llegamos todos a su casa, que le abrí la puerta y presencié, junto al resto de los presentes: Marquicio, Nestor, Patricio y dos mujeres cuyo nombre no logró acordarme, lo que a bien nunca quisimos creer que sucedería pero que sucedió: Ricardez; ya en sus aposentos: en la comodidad habitual de sus descuidos y caos colocó en el estéreo a todo volumen (no hacía falta) el Amanké Dionti de Ablaye Cissoko & Volker Goetze y cogió su máquina de escribir tecleando de forma autómata: “La religión se inventó el día en que alguien decidió contarle a otro alguien sus pecados con el objetivo de sobrellevar el climáx del karma.” Nos pasó la hoja a todos los presentes y antes de que siquiera alguno comenzará a abrir la boca nos corrió del sitio. De su sitio, de su hogar.

Le dejé de seguir la pista por uno año u año y medio, el resto un tanto igual. Durante ese tiempo me enamoré tres veces de dos mujeres distintas. Si la primera a bien me dejó con los ánimos un poco más abajo del subsuelo, la otra me hundió un tanto más, sí, pero fue ella y su pesadilla la que me obligó a escribir mi primera novela:“Mirori”, publicada meses después en una editorial independiente con un tremendo éxito gracias a las reseñas de algunos críticos importantes. Fue entonces que retorné a mi primer amor de aquel ciclo para terminar enemistándome con el mundo: primero con ella, luego conmigo, luego con Ricardez y luego con mi pluma. Los dimes y diretes comenzaron recién salida la segunda edición de la novela, ya en una editorial importante. No logró ahora acordarme de cual de todas se trataba. Según los rumores, Ricardez no podía sino verme como un vendido, un malagradecido creador que sólo buscaba en las hojas lo que no encontraba en su vida personal. Nunca supe a ciencia cierta si esos comentarios salieron en realidad de su boca pero me los creí a base de celos y a manera de venganza comencé a publicar en donde se me diera espacio, en donde se me diera la regalada gana. Publiqué cuentos, crónicas, textos ensayísticos y hasta el lujo de colocar relatos inconclusos. Dos novelas más. También críticas literarias, musicales y cinematográficas. Publique poesía, prosa y verso, en varias revistas nacionales e internaciones. Incluso terminé por redactar algunos artículos de opinión en diversos periódicos de la localidad; asunto de lo cual siempre me sentiré arrepentido. Al igual que con la mayoría de todo ese material.

Desperté un viernes de julio sobre mi escritorio, afinando y firmando un texto inclasificable que cerraba con una frase insulsa que no redactare aquí. En mi mano un vino  tinto de más de 1,500 pesos la botella y en el ambiente las notas de Curtis Fuller, quizá el único eco de mi pasado –lo único bueno que me quedaba de mis años libres, los años de paz. Me sentí por segundos devastados: no porque mi mujer me hubiera abandonado unas cuantas semanas atrás o porque mis amigos me vieran ya desde la distancia. Me sentía agachado porque en realidad estaba en cuclillas, escondido, en una de las esquinas internas del escritorio del creador, quien sea que se atreva o nos atrevamos a llamar así. Me levanté de mi asiento y hojee el periódico. Para sorpresa encontré un texto de Ricardez, una carta de despedida al pueblo que le vio crecer. Su pluma había crecido como la espuma en un litoral del ecuador: firme, madura, hermosa. Disfruté cada una de sus palabras conjugadas con las abandonadas y las futuras, y las próximas y las posteriores. Cerraba con una frase que jamás sabré si era una referencia a mi pero debo decir que me caló en lo más profundo de mi sistema óseo; en mi coxis, en mi fémur, en mi craneo: “Los aportes de los artistas deberían ser más sed y menos hambre. Hasta luego y para siempre.” Salté de golpe de mi asiento y comencé a bailar en la sala sobre el trombón de Fuller. Después de tres canciones y dos llamadas sabía el día y lugar exacto en que Ricardez dejaría la ciudad. Me aseguraría de estar ahí.

Enfundado en un saco marrón, un pantalón de vestir azul desgastado y unos zapatos que hacían juego con el color de su camisa subió lentamente a su vagón. Le alcancé a mirar a la distancia. No puedo asegurar que él me haya visto; quizá se negó a mirarme o quizá esa sonrisa que logré vislumbrarle al pisar el primer escalón fue su despedida hacía mi, hacía él, el nosotros o hacía todos y todo lo que dejaba detrás. Nunca volteó, ni siquiera para mirar a aquellos que lo acompañaron oficialmente a su despido. La nube de humo imaginaria y la tormenta del estruendo de la locomotora me mantuvo varios meses en duermevela. Cuando desperté, unos 3 meses después, sus primeros textos comenzaron a circular en distintas publicaciones de importancia en el país y otros tantos. Se había casado con una secretaria la cual, más que una relación pasional, se supo era la herramienta más eficiente para que sus palabras llegarán por fin a las paginas y las imprentas que le necesitaban. Su ceguera era ya total y se dice que durante el dictado de “Quebranto”, la que críticos y especialistas llamas unánimemente su mejor novela, jamás salió de la cama. Que comió sólo lo necesario y durmió sólo cuando la luna era cubierta por algún ciclón de nubes. Jamás leí algo de él.

Falleció hace un par de años, y a pesar de que nunca hicimos las paces su nombre siempre me será algo familiar. Un cierto cariño y seguridad. Su amistad fue como la llave de un departamento nuevo: se mantiene extraña en tu bolsillo por un tiempo hasta que te percatas que puedes distinguirla entre todas las demás, que las yemas de tus dedos saben  perfectamente –antes que tú– que es la clave para poder entrar al hogar; donde se escribe con la mente desnuda y el cuerpo carnoso. Martinez Parra, un editor con cierta fama en la ciudad, me informó del suceso a los días del entierro. El vacío que me causaron sus noticias no vaciló en absoluto, ese dejo de suspenso en mi pecho y la boca del estomago no era por su partida sino porque en realidad no había sentido nada grave dentro de mi al saberlo ido. Fue 10 días después entonces que recibí el paquete. 

Aunque me había cambiado de casa unas 7 u 8 ocasiones en los últimos años, el paquete escribía perfectamente la dirección y mi nombre real, no el del “artista”. El remitente vació quedo al descubierto al abrir el papel kraft con que estaba envuelto el encargo. Se trataba de tercer libro de Ricardez. Un libro que pasó sin pena ni gloria por el círculo literario. Los críticos lo menospreciaron y las ventas fueron escasas; nunca llegó a una segunda edición. Se trataba de una especie de novela que compilaba mini cuentos, poemas y ciertas críticas con una especie de humor que si bien se podría suponer negro, yo le llamaría ofusco. Lo abrí a las primeras de cambio buscando alguna nota pero no encontré nada. Arribé entonces al prólogo; breve, escaso y escrito por el propio Ricardez: “De entre los más valientes soy el más cobarde, de entre los más cobardes soy el más valiente; es una frontera sincopada muy vulgar pero la cual me mantiene como un sobreviviente entre tantos huesos de héroes perdidos y quebrantadores de vida.” Lo cerré y arrumbé en mi biblioteca personal. Dejé de escribir por más de un año, casi dos: ni una sola palabra: ni un sólo esbozo de imagen textual. Entonces lo leí. 

Aunque su lectura era vertiginosa y ágil, sólo daba pié a dos o tres páginas por noche. Cuando me dejaba enganchar, poco más de diez. Quizá hasta catorce. El libro, pues, se mantuvo en mi buró por meses. El rencor me dejaba avanzar lo que un camión cargado de herramientas pesadas andando sobre un camino de lodo, o era quizá que no quería terminarlo. Nunca en realidad lo he sabido ni he querido preguntármelo. Mucho menos contestármelo. Pero luego lo terminé, sí, de par en par, de lado a lado y me quedé ciego. No como lo dicta la palabra, a esas siempre les hace falta más riqueza de forma y fondo. Lo digo con total seguridad: ciego, ciego y ciego. Cada que me asomó a la ventana de mi oficina para ver la calle no es que no pueda distinguir el ocaso, los pasos, el rastro de gasolina de los autobuses o los perros, o las gentes, o las neblinas. O la lluvia, no. No es que no pueda ver algo o nada, es simplemente que ya no logró entenderlo. Y así  comienzo a escribir ahora, como una mancha, un borrón o un supuesto. Ya veremos en que termina todo esto.

martes, 26 de mayo de 2015

Mad Max: Fury Road

REDONDO.
Mad Max: Fury Road
Mad Max: Furia en el Camino (Miller, 2015)

El Hollywood actual ha encontrado, como suele y le ha funcionado durante varias de sus etapas menos cautivas, la formula para mantenerse industrialmente activo. Un gran porcentaje de sus más recientes éxitos en taquilla se basan en dos pilares fundamentales (sin que estos signifiquen el 100 por ciento de ellos). El primero es el Cómic, que salvo pequeñas excepciones –autorales todas estas– se mantiene como un género más apegado a lo clasificado como “familiar” para la más que obvia atracción de un público mayormente cuantioso. Alejado está tristemente el rubro de madurez que se tiene ya en la nombrada novela gráfica. El otro es el mercado de relanzamientos, nostalgia y renacimientos de obras de culto –o no– de décadas pasadas; incluso con tan sólo unos cuantos años a la distancia. Sin duda la crisis sobre material creado para los años presentes se ve sumamente opacado por la sintaxis de actualizar cintas del pasado. Mad Max: Fury Road se inscribe plenamente en esto último, su llegada al cine aviva a ciertas generaciones que experimentaron tanto en cine como en televisión una visión post-apocalíptica que si bien no resultaba del todo buena, si marcó un parámetro que recuerda con cariño un segmento de la población que vivió y revive a constancia los años 80, o bien los indicios de un cine “violento” que marcaría a los 90.
Mad Max: Fury Road, de la mano del original director de la saga, se mantiene bajo  el cobijo de los parámetros estéticos y narrativos ya conocidos en las primeras obras, salvo como ya se mencionó con antelación, se renueva en cuanto a factores tecnológicos. Aviva la violencia y juega con el diseño de producción de una manera más ágil, sí, pero pierde el camino estructural, base fundamento de toda obra fílmica. Si a bien el pretexto inicial no debe de ser complejo para una envoltura que lo único que requiere de su audiencia es dejarse llevar por actos de pirotecnia, sí olvida los factores primordiales puntuales de un guión que caracteriza este tipo de obras que no van más allá del mero entretenimiento: Motivos-Objetivos-Acciones. Pasado el pretexto de origen que desata la infernal carrera, se olvida de ir plantando dichos elementos gradual y emotivamente (ya no digamos inteligibles) para que haya valores, aunque sean banales, que entren en juego cada que los bandos irrumpen en batalla. Puesto de la manera en que se presenta la cinta, la obra se torna plana, no hay nada más en juego que un conflicto que se desgasta a las primeras de cambio dejando, para la pantalla y el espectador, un capricho de violencia sin sentido cinematográfico pero sí mercadológico y quizá, dependiendo el ojo del espectador, estético. El campo emotivo no se basa, pues, en dichas plantaciones sino en actos de choques, fuego, sacrificios y balazos que se mantienen en ritmo gracias a un melodramático uso de la banda sonora. 
Basada en criterios clichés: los gritos en medio del desierto por la desesperanza, el coqueteo entre enemigos que se se pasan de un bando al otro sin mayores problemas o planteamientos, pero sobre todo un uso del diálogo que en no más de una ocasión se torna caricaturesco, la cinta no muere porque simplemente no de le deja espacio a la narración: no le da la capacidad de profundizar aunque sea ligeramente sobre el mundo plantado en el filme: la diégesis no tiene otro volumen más que el presente activo del entramado: vamos conociendo y entendiendo todo a la par que las acciones sin que podamos jugar y adentrarnos a la historia por un eficaz planteamiento previo. El campo emotivo, reiteramos, se basa plenamente en las secuencias de colorida violencia y sobre ellas, el realizador juega como un niño encontrando, no valores, pero sí emplazamientos que si bien no son originales sí resultan novedosos gracias a los adelantos tecnológicos del momento. 
Mad Max: Fury Road atañe a la nostalgia y a la vivencia de aquellos años, los 80. Nos muestra en pantalla la renovación de un pasado, asunto que ya comienza a cansar en la industria por parte de un sector de la audiencia, para no ir más lejos de lo que presenta. Hace resurgir y moderniza, resulta una producción grandilocuente sin corazón fílmico. Se asienta como una película de paso, claro, para pasar el rato y no exigirle otra cosa que simples y llanos fuegos artificiales.

Mad Max: Fury Road de George Miller

Calificación: 2.5 de 5 (Regular)