Replicantes.

Replicantes.
España, 2009.

Sunset Boulevard

Sunset Boulevard
España, 2009.

El que Busca Encuentra

martes, 26 de mayo de 2015

Mad Max: Fury Road

REDONDO.
Mad Max: Fury Road
Mad Max: Furia en el Camino (Miller, 2015)

El Hollywood actual ha encontrado, como suele y le ha funcionado durante varias de sus etapas menos cautivas, la formula para mantenerse industrialmente activo. Un gran porcentaje de sus más recientes éxitos en taquilla se basan en dos pilares fundamentales (sin que estos signifiquen el 100 por ciento de ellos). El primero es el Cómic, que salvo pequeñas excepciones –autorales todas estas– se mantiene como un género más apegado a lo clasificado como “familiar” para la más que obvia atracción de un público mayormente cuantioso. Alejado está tristemente el rubro de madurez que se tiene ya en la nombrada novela gráfica. El otro es el mercado de relanzamientos, nostalgia y renacimientos de obras de culto –o no– de décadas pasadas; incluso con tan sólo unos cuantos años a la distancia. Sin duda la crisis sobre material creado para los años presentes se ve sumamente opacado por la sintaxis de actualizar cintas del pasado. Mad Max: Fury Road se inscribe plenamente en esto último, su llegada al cine aviva a ciertas generaciones que experimentaron tanto en cine como en televisión una visión post-apocalíptica que si bien no resultaba del todo buena, si marcó un parámetro que recuerda con cariño un segmento de la población que vivió y revive a constancia los años 80, o bien los indicios de un cine “violento” que marcaría a los 90.
Mad Max: Fury Road, de la mano del original director de la saga, se mantiene bajo  el cobijo de los parámetros estéticos y narrativos ya conocidos en las primeras obras, salvo como ya se mencionó con antelación, se renueva en cuanto a factores tecnológicos. Aviva la violencia y juega con el diseño de producción de una manera más ágil, sí, pero pierde el camino estructural, base fundamento de toda obra fílmica. Si a bien el pretexto inicial no debe de ser complejo para una envoltura que lo único que requiere de su audiencia es dejarse llevar por actos de pirotecnia, sí olvida los factores primordiales puntuales de un guión que caracteriza este tipo de obras que no van más allá del mero entretenimiento: Motivos-Objetivos-Acciones. Pasado el pretexto de origen que desata la infernal carrera, se olvida de ir plantando dichos elementos gradual y emotivamente (ya no digamos inteligibles) para que haya valores, aunque sean banales, que entren en juego cada que los bandos irrumpen en batalla. Puesto de la manera en que se presenta la cinta, la obra se torna plana, no hay nada más en juego que un conflicto que se desgasta a las primeras de cambio dejando, para la pantalla y el espectador, un capricho de violencia sin sentido cinematográfico pero sí mercadológico y quizá, dependiendo el ojo del espectador, estético. El campo emotivo no se basa, pues, en dichas plantaciones sino en actos de choques, fuego, sacrificios y balazos que se mantienen en ritmo gracias a un melodramático uso de la banda sonora. 
Basada en criterios clichés: los gritos en medio del desierto por la desesperanza, el coqueteo entre enemigos que se se pasan de un bando al otro sin mayores problemas o planteamientos, pero sobre todo un uso del diálogo que en no más de una ocasión se torna caricaturesco, la cinta no muere porque simplemente no de le deja espacio a la narración: no le da la capacidad de profundizar aunque sea ligeramente sobre el mundo plantado en el filme: la diégesis no tiene otro volumen más que el presente activo del entramado: vamos conociendo y entendiendo todo a la par que las acciones sin que podamos jugar y adentrarnos a la historia por un eficaz planteamiento previo. El campo emotivo, reiteramos, se basa plenamente en las secuencias de colorida violencia y sobre ellas, el realizador juega como un niño encontrando, no valores, pero sí emplazamientos que si bien no son originales sí resultan novedosos gracias a los adelantos tecnológicos del momento. 
Mad Max: Fury Road atañe a la nostalgia y a la vivencia de aquellos años, los 80. Nos muestra en pantalla la renovación de un pasado, asunto que ya comienza a cansar en la industria por parte de un sector de la audiencia, para no ir más lejos de lo que presenta. Hace resurgir y moderniza, resulta una producción grandilocuente sin corazón fílmico. Se asienta como una película de paso, claro, para pasar el rato y no exigirle otra cosa que simples y llanos fuegos artificiales.

Mad Max: Fury Road de George Miller

Calificación: 2.5 de 5 (Regular)

lunes, 25 de mayo de 2015

La Sal De La Tierra

REDONDO.
The Salth Of The Earth
La Sal de la Tierra (Wenders & Ribeiro Salgado, 2014)

Más que una documental en forma que presenta la obra, influencia y pormenores del contexto personal, familiar y profesional del fotógrafo Sebastião Salgado, que se cuenta desde esas aristas, este nuevo trabajo de Wim Wenders recae más en una película tributo; un vistazo personal más no intimista del creador para con su obra misma: una suerte de espejo (más visual que en contenido) que nos mantiene, eso sí, maravillados con una serie de impresionantes placas en blanco y negro que dan muestra y fe de unos de los talentos fotográficos más relevantes en las últimas décadas. 
Narrada mayormente de manera cronológica, pasada la presentación de nuestro personaje central, la obra de Salgado se nos introduce con sus propias vivencias a través de las propias colecciones que él ha ido realizando: sus pretextos para introducirse en este mundo de la escritura de la luz y los objetivos y sacrificios realizados para con cada compilación. Su voz, calma y hasta cierto punto reflexiva, nos coloca en un bello pero difícil camino que sesga hasta cierto punto el límite central del acto de Documentar: el autor nos comparte sus construcciones pero es él mismo, al igual que el conflicto, la única voz cantante dentro de este universo fílmico: acto y testigo, hecho y consecuencia. El artista hablando de su propio arte a través de los caminos ya fundados y cimentados. No está de más decir que los resultados terminan siendo convenientes y hasta lógicos para con el propio realizador. El espacio de la crítica o el halago ganado y merecido se deja a un lado; está claro que esa es la apuesta pero de la misma manera este camino torna con una línea homogénea todo el filme que, sí, se logra sostener gracias al material propio del fotógrafo y un par de capítulos que nos alejan de la formula. 
Con una mano que se lee a las primeras de cambio: Wenders reverencia el trabajo de Salgado, el camino es claro y directo desde las primeras líneas de la cinta: Salgado ha visto a través de los años el lado más oscuro del humano, las junglas sociales y la aridez moral de nuestra raza. El mundo es un campo de guerra que al parecer no tiene salvación y hasta cierto punto es merecido. Su lente, siempre cautivo, se ha prestado con un estilo peculiar y constantemente entre halos de luz y polvo levantado para sorprendernos, muy bellamente, del lado antes mencionado: el lúgubre, el incoherente, el indescifrable, el incomodo. 
Bajo un final que se intenta esperanzador, este documento nos relata también un lado, quizá el más desconocido, del homenajeado: la lucha por la reforestación de la sierra donde habita su abuelo y que le marcó su visión desde pequeño. Esta disputa, que sí bien se presenta como perdida en cierta parte media del filme, deja el resquicio, obvio también, para que en el desenlace se nos de una especie de ejemplo y creencia de poder hacer de este mundo –este ombligo social que apenas sale bien librado a través de la obra de Salgado– un lugar mejor. 
¿El mundo puede cambiar?, parece preguntarnos hasta cierto momento la nueva cinta de Wenders y el mismo hijo del fotógrafo. “Ha cambiado”, parece respondernos la obra de Salgado, para mal, casi siempre para mal. Pero con un poco de esfuerzo y sacrificio las cosas podrían girar hacía el otro lado. Claro esta que dichas insinuaciones son una interpretación libre que se dejan entrever en el discurso-monólogo del propio artista. Queda claro, también, que en esta cinta-homenaje, más que la narrativa uno debe ir preparado para dejarse llevar por la belleza y portento de la obra fotográfica de Salgado, pues al parecer estamos ante una galería meditativamente viviente. Pero eso tampoco es una novedad.

La Sal de la Tierra de Wim Wenders & Juliano Ribeiro Salgado

Calificación: 3 de 5 (Buena a secas)

martes, 12 de mayo de 2015

Letras Perdidas

Letras Perdidas. 

Que más me gustaría decirte, cariño, que es cierto ese dicho popular de que a la gente buena le suceden siempre cosas buenas. Que si bien sigues andando por el mundo con esas manías tan tuyas de ser el hombre más afable con el que uno pueda cruzarse en medio del camino, habrás de encontrarte al final del recorrido –tu recorrido– la contraparte del molde con que fuiste hecho: ese amor de película europea del que siempre me hablabas pasados nuestros enojos sobre la cama destendida. Aquel que me describías con un cariño que a bien tuviste la cortesía de no darme nunca cuando sollozabas con alguna pieza de Chet Baker; ese al que “al menos podrías llegar a tiempo como para acariciarle las arrugas con el afecto de una lagrima doncella.” El que sería tú última imagen en vida: la esperanza y la luz antes del final del túnel… Pero a bien sabes que eso no es ni podrá ser de alguna manera cierto. Que invariablemente, hagas lo que hagas, te comportes como te comportes, acabarás hecho ceniza por el fuego (o por el tiempo), como yo, o un abogado, o un político, o un asesino serial. Que un día la música se apagará, la cinta llegará a sus créditos finales y no quedará otra cosa que el fondo del olvido: la agridulce mezcla de todo lo que no pudiste ser y hacer en este tiempo.

Si bien te comentó todo esto es a razón de que no hace mucho me he enterado, en una visita relámpago que hice a la ciudad por cuestiones de trabajo, que has tenido otra de tus tantas crisis. Que un día fuiste al restaurante, te sentaste en la barra y preguntaste por mí antes de contar nuestra historia fusionándola con la de tantas otras mujeres que también te han roto el corazón, y el sentimiento, mientras te bebías una cerveza de barril oscura lo suficientemente fría como para congelar el interés y la atención de todos los presentes. Si te soy sincera, no habría esperado otra cosa más de ti, eres uno de esos hombres al que no se le puede reprochar que no sepan cambiar una llanta; cuentas tan bien las historias y los chismes, que bien se puede esperar a que amanezca para poder ir al mecánico y no pagarle la tarifa nocturna. Siendo franca, es todo un halago que aún me recuerdes de cierta manera –la manera que a bien tengas por rememorar a tu gente– aunque a bien sé que sólo logras ver tu pasado como una amalgama gigantesca sin fronteras ni ardides de ninguna clase. No obstante, lo digo claramente, formar parte de ese imaginario tan tuyo no puede sino declinarse con el mismo orgullo y agradecimiento de un epígrafe en la edición menos vendida de un autor echado a menos. 

No hice por preguntar los detalles, no quise ahondar en los pormenores de esos aprietos que muy en el fondo disfrutas como las anotaciones nostálgicas en las servilletas de los bares. Tan sólo me gustaría recordarte que de tus dilemas, la respuesta está siempre más cerca de tu espalda que de tus bajas pasiones. Si mal no recuerdo, fuiste tú quien me dijo en una de nuestras primeras citas, una bella velada caminando por los alrededores de la Plaza 2 de Mayo con cierta pena y temblores en las manos, la mirada baja: “¿Sabes?, me desbordas más la caries en las sonrisas que el orgullo que todo hombre tiende a presumir debajo de los pantalones.” Lo dijiste de una manera tan honrada que me hiciste sonreír. Aunque a mi tú sentido del humor nunca me pareció tan atrayente, esa noche me hiciste nacer una sonrisa, una que hasta ese entonces no me conocía: una silueta en la boca que cuando la encuentro, por ejemplo en la ventanilla de mi automóvil al bajarme para llegar a la oficina, me refiero a ti y los años que pasamos juntos. En realidad no es que te haya dejado de querer, es sólo que un día me percate que no iba a aceptar más las lagrimas virginales de un hombre cansino, y prefería los vicios de tu carcajada a pesar de todo. Perdonarás lo ocasionado, sin saber lo provocado, pero si en alguna ocasión has pensado que alejada de ti la vida me sonrió un poco más, déjame decirte que a nadie en realidad le sonríe esa dama. Piénsalo así, si a todos nos fuera bien en el transcurso de los días, si a todos nos cumpliera los caprichos la experiencia, habría menos ganas de salir adelante. No habría punto de comparación para saber que tan alejados estamos de los demás y pues entre uniformes, tu lo sabrás mejor que yo, no seríamos sino esclavos de la misma miseria pero sin darnos cuenta. Lo que sucedió conmigo, te lo digo abiertamente, fue lo mismo que cuando te diste cuenta que preferías más a Bennett que a Sinatra. No más que eso. 

Deberás, entonces, reconocer que nuestro destino quedo pactado el mismo día en que nos conocimos, aquella calurosa tarde de mayo durante la firma del divorcio entre Mariana y Abelardo. Fue siendo testigos de una defunción que nos enamoramos sin más. Yo aún recuerdo las primeras palabras que oí de tu boca: “A esos dos se les murió el amor no tanto por las cosas que se hicieron sino por las que se dijeron.” ¿Tu recuerdas las primeras palabras que oíste a mi decirme? Me supongo que no, y es que en verdad las malas experiencias forman tanto parte de la vida como la mugre de las uñas. No te ofusques, siempre te me has hecho una persona lo suficientemente interesante como para no olvidarla, sólo que al igual que un buen libro, un buen álbum o una buena cinta, hay momentos que nos debemos a la obligación de dejarle descansar por años para reencarnarla un día y hacernos ver que en realidad no era para tanto. Misael Lozano me lo dijo un par de veces, ya borracho, durante la boda de su tercer hija: “Del amor no se tiene cura ni escapatoria. No hace falta huirle ni aterrarse de él. Basta con tan sólo esperar a que te agarre tan cansado para que o bien lo aceptes o bien lo engañes.”

Las certezas, cariño, no vienen etiquetadas en los frascos de consejos, son un bestiario colectivo que no lleva a nada y que sólo espanta, por instantes, a las malas conciencias. Eres un buen hombre, si es lo que buscas que alguien te diga, te lo digo aquí y ahora. Lo eres, pero eso no lleva a nada, tan sólo a perderte de frente sobre las calles nocturnas donde laboran los monstruos. No encontrarás mejores pericias por obligarte a no pecar. Si por mi fuera, preferiría saberte en la cárcel. Quizá ahí en realidad te habrías convertido en el gran artista que siempre buscaste ser. En el gran recuerdo, en el gran momento que a todos nos hubiera dolido al perderte. Sé que a bien dices que aún te duelo, pero sabes muy bien en el fondo que eso es una mentira. Lo único en que te afecto es el orgullo, y con eso, sí, he aprendido a vivir sin ninguna especie de dolo.

Ahora me despido, no sin un cierto dejo de cariño dejándote esta carta encima del retrete de unos de esos bares a los que sueles frecuentar. Sé a bien que no has cambiado de gustos pues tus crisis siguen teniendo el mismo aliento de ceniza. Confió que quien la encuentre sepa que eres tú el destinatario. ¿De quién más se podría tratar? No creo conozcan a otra persona a la que le sea tan fácil entrar en un conflicto como hacerse de una larga risotada. Y si bien puedo pedir un deseo, con todas mis ansías espero entiendas también quien de todas esas cicatrices que llevas en las canas es el remitente. 

viernes, 8 de mayo de 2015

Cruz 33

Cruz 33.

De mis últimas ordenes en el bar recuerdo lo que un ladrón de los rostros y el pudor, lo que una moneda del azar y la suerte de mis hombros. Mi última aventura en el sitio fue tan fugaz como la veladora rota en el novenario de Esau, aquella que derramó su calor en el mantel ante el último rezo y gritos de desesperación por parte de sus familiares. Si bien no podría haber sabido a ciencia cierta que jamás regresaría a ese lugar, que ese día habría de ser la última vez que pisaba esos azulejos, confieso que aquella última asistencia fue entre una niebla veraniega y melodías de los Stones: “Under My Thumb”, “Honky Tonk Women” y una especie de versión engrandecida de “Buddy Guy” sobre “Miss You”. De las últimas gotas bebidas allí me quedan los labios resecos y ese pequeño dolor punzante en la parte baja de la espalda. Algunos, creo, le llaman a ese efecto: nostalgia. 

Me retiré como solía hacerlo siempre, con el despido que saluda a todos de nueva cuenta al otro día. Como si el calendario no existiese, como si el orden de los soles no se sucediera y por fin fuéramos conscientes de que el tiempo no se puede definir ni capturar en una pequeña caja musical. Como si un pirata ciego pudiera navegar rozando las olas saladas desde su cama –sin dejar de soñar– subí la cuesta hacía mi casa tres cuartos de hora después sin saber que jamás habría de volver a ese rincón del mundo, sin saber que jamás habría de sentir y escuchar a los colegas nuevamente. A bien vestí mi camisola de gamuza favorita en aquella ocasión, la que nunca me abotonaba y todos me halagaban aunque me quedara un par de tallas más grande. En aquellos días, sí, la expiación de julio siempre me daba un poco de sudor sobre el talento, así que ajeno al calor usaba siempre manga larga. Recuerdo a bien que comenzó a llover después de que cerré la puerta de mi hogar; aquel que construí con cierto esfuerzo y que jamás volví a ver de igual manera… Sonreí –aún lo hago– las plantas que ahora son sólo una memoria perdida habrían de regarse solas y mi cansancio habría de salir ganando. Mis anhelos en esos días se centraban más en conquistar a una chica que dominar mis miedos de manejar sobre la carretera. ¿Qué puedo decir?, mi calzado no era más que la marca de un transeúnte perdido que siempre hallaba el camino a casa en medio de un mar de ideas e historias de borrachos. 

Me dicen que después de dos años de fiel espera, de creencia devota, Javier García se decidió a escribir en su columna del periódico lo siguiente con respecto a mi partida: “La gente se va no porque encuentre una aventura nueva en la vida sino porque se ha convertido en un episodio pasado para los amigos y un epilogo marchito para uno de tantos amores no encontrados.” No hace mucho me enteré de ello y se lo agradecí tirando la ceniza de mi Marlboro rojo sobre su tumba en medio de saludos, lagrimas y un cariñoso revoltijo sobre la tierra que lo cubre de orilla a esquina. “He vuelto”, le dije, “he vuelto”, y tocando el crucifijo de la parte alta de su sepulcro cerré los ojos. Al abrirlos me sentí diez o quizá quince años más joven: él a mi lado –junto a su peculiar sonrisa sin los dientes frontales y los molares en lugar de los colmillos. 

No es que me enorgullezca la cobardía, no (nunca), pero cuando hombres como yo deciden alejarse de la contienda no es porque el ring les haya quedado demasiado grande, sino a razón de que las cuerdas no se nos hicieron lo suficientemente fuertes como para sujetar el corazón de un hombre decidido. Jimmy, el más gangster de la familia, lo dijo alguna vez con su peculiar y empolvado estilo: “De los disparos quedan los casquillos señores, de las pasiones se conservan los recuerdos de una muerte adelantada.” Tenía razón, tanta que por ejemplo yo aún guardo en mi memoria el estado en que llegó a mi casa esa noche de verano con las balas que le mataron en la mano antes de escupir la vida en el retrete. 

Los rumores son ciertos, sí, durante el exilio al que tuve que acostumbrarme a ver como un coloquio –en alguna ocasión– Pedro me envió una postal muy sentida desde el otro lado del mundo ilustrando su sentir con una foto de su azotea en una clásica tarde otoñal: “Querido amigo, debemos hacernos a la idea de nuestras afrentas. Nos acecha y acechará siempre la mala suerte. ¿Cuántas veces, mientras hemos subido la montaña para ver de cerca el atardecer, nos hemos cuidado tanto los pasos sobre la orilla que llegamos considerablemente tarde al ocaso y muy temprano para el amanecer? ¿Será acaso ese nuestro destino? ¿Será acaso ese nuestro final?” A lo que respondí, clara y velozmente detrás de la foto de un piano abandonado a la orilla de la playa: “Razones tienes para dejarte caer hermano, pero por favor, que no te pase como aquel que en la resaca soltaba la bilis en el baño y se quedaba con el enojo entre los dientes.”

Bibiano Uscanga, decano de la investigación social y la poesía, me dijo alguna vez en una reunión sindical realizada a razón del fin de año en la universidad: “Realmente pocas son las personas que entran a este mundo sin demasiadas pretensiones, muchacho. Hay incluso algunas que ya llevan el veredicto pactado sobre la urna que cargará sus cenizas. Yo, por ejemplo, cargo con los derechos de un amor vencido, eso me da cierto aire de experiencia e interés; obligación para asesinar las palabras y los sentimientos. Otros simplemente han de cargar con su belleza en el retrato hasta la cripta”. De las travesías en el devenir de aquellos días me quedo con las risas y ese tono del sol cansado sobre las calzadas de las amistades temporales, con sus secretos y edades perdidas en el canal de los anhelos mientras no olvidaba a los colegas de las bebidas locales. Mariano, Isabel, Patricio o Esau, que nunca pudo en realidad saber porque la lavadora escupía sangre cada que lavaba la ropa.

Si a bien me decidí volver no fue por alguna razón en especifico sino por todas en particular. Los ojeras me vencían los despertares y comenzaban a dominar mis aflicciones. Mi reflejo se entonaba mejor con las luces apagadas y como todo mundo bien sabe, las cervezas en otro lado del mundo, al igual que aquel que sólo se la pasa con amantes, terminan más por cansar que por sorprenderte. “Los recuerdos se hartan de ser contados y se deben de vivir de nuevo”, me dijo Raquel en aquella cena de despedida con el sol a cuestas “y tú, amigo, como los buenos vinos, eres de aquellos que te habrán de conservar en la cava por años guardando polvo hasta que se acuerden de ti y te consuman en una noche de celebración. Al menos eso, al menos eso”. 

Sé a bien que habrá gente que nunca vuelva a ver o saber de ella, ese es el cacicazgo del camino: el ocaso del ruedo diario. A algunos olvidare, sí, por años y hasta que una afrenta me los recuerde. Sonreiré. A algunos más los llevaré siempre en la cartera como varios guardan en sus bolsillos las deudas y los créditos hipotecarios. Con algunos compartiré el pan y el vino y a otros habré de despedir bajo el silencio de un legado pactado: “Amigo, tu historia quizá no tuvo un buen final pero es que tuvo el mejor de los inicios.” Algunos de ellos, claro, habrán de despedirme a mi: sentados sobre un árbol y sembrando un manzano sobre los restos; aún recuerdo las palabras que Miguel Uscanaga prometió rezar en mi sepelio llegado el momento: “Fue uno de esos hombres que si bien siempre se mantuvo en forma, no fue por una milagrosa nula actividad física o alguna negligencia medica, no. Se mantuvo en forma a razón de que cuasi matemáticamente le agarraban las depresiones amorosas en el momento exacto. Lo digo en serio, a personas con sobrepeso les deberían implementar su corazón. 

Las peleas se afrontan, las batallas se pierden; personas como yo servimos al elixir de los días para demostrar que aún hay sobrevivientes sobre el entablillado. Jimmy solía decir que de la pólvora, al igual que en el amor, lo que más duele no es el impacto sino el disparo. Cuando lo enterramos, por ejemplo, la policía le inscribió en su lápida la cuenta total de sus delitos. “Su cuerpo no es pecado, es su legado” dijo el de mayor rango antes de mandarnos a casa a buscar pruebas sobre sus diversos crímenes. Jacob Salome llego a la comisaría con las uñas de un hombre que supuestamente había nacido manco. Yo no encontré nada en mis reparos. Los recovecos de mis años perdidos y encontrados ya estaban entintados sobre las hojas secas de mis memorias. Me fui, sí –por años– pero volví y me he sentado a perpetuar. A inmortalizar a los inmorales de los colegas imaginarios y reales. Es una afrenta que se debe luchar y realizar sin saber a que pradera nos llevará el camino. Así lo decidí un caluroso día de Mayo, cuando nací ante el sol y la luna. Se lo mencioné en aquella ocasión a Saúl mientras veíamos con tristeza como demolían lo poco que quedaba ya del bar: “Amigo, sé que habré perdido la guerra cuando mis personajes se conviertan en unos viejos alegres en vez de unos tipos amargados que han disfrutado el curso de mi pluma.” A lo que me respondió con la mirada baja y dubitativa: “No creo que eso sea en verdad posible, amigo, no lo creo”… Luego ambos guardamos silencio con la cara en alto ante la destrucción y la despedida.



 Mayo 2015.

martes, 5 de mayo de 2015

Tiempos Ajenos

Tiempos Ajenos.


Ximena me confesó alguna vez que su relación con Gerardo había fracasado no debido a su diferencia de edad o criterio, no. Había fallado y encontrado su final simple y sencillamente porque los dos eran humanos; simples mortales con caminos que seguir en paralelo: “Debes entender, amigo mío, que si dos personas respiran el mismo aire y sentimiento por un largo tiempo –por un dilatado espacio– habrá cierto momento en que ambos se conviertan en el muro que tapa el horizonte del otro. Es la lógica del romance, que al igual que la vida, un día se debe de acabar.” Yo recuerdo aún que cuando todo terminó con Marianne, antes de las lagrimas, ella me abrazó con cierto rencor sobre los hombros diciendo: ”El amor, mi estimado acongojado, es un espejo: cierto día te levantas y mirándote a la cara te encuentras una arruga, grano o imperfección que debes extirpar a pesar de que eso en realidad forma parte de ti y de tu carne… De alguna forma sabes, al observarte en tú reflejo, que eso no debería de estar ahí. Que debe de arraigarse en un olvido cuasi instantáneo.” Si mal no recuerdo, era Jimmy quien decía que el querer enamorar y sentirse enamorado era como un duelo cobarde con balas de salva sobre un prado abandonado: “Te podrán herir hermano, pero jamás matarte. Es preferible, en esos casos, levantarte con las manos contra el pecho que quedarte sufriendo sobre el pasto.”

Era inteligente, bella y tenía una voz que podía maquilar la peor fechoría con un maravilloso tono de ternura. Si bien algún día hubiera llegado al bar para pedirnos matar al último hombre que la había lastimado, juro que más de uno habría hecho lo imposible por viajar en el tiempo y frenar aquel encuentro antes de que el conflicto se suscitará. Su eco, más que sonsacarnos hacía su deriva y objetivos, irónicamente hacía creernos un milagro. Supongo que su timbre de voz, cavernoso y sentimental, fue lo que Gerardo, un músico venido a menos desde hacía más de un lustro, encontró como el mejor instrumento para poder componer la sinfonía de su vida. Lo digo certeramente pues en la última línea de la carta que ella le escribió en su despedida se leía lo siguiente: “La partitura, cariño, se ha acabado. Las notas se han gastado, y si algo he aprendido de las hojas pautadas es que tanto en los principiantes como en los grandes maestros siempre hay un tiempo, durante los ensayos, que alguien más debe de darles la vuelta para continuar con la melodía”.

Por más extraño que parezca, me enamoré de ella dos años después de que falleciera. Sobre su lapida, un día de marzo, me di cuenta que de su muerte, fuera de lo natural que dijeron los doctores: lejos de lo justo que pensé (en su momento) había sido para con el dolor de la enfermedad, la suerte le había truncado en realidad el trazado de los sueños. Salvador Ramirez dijo alguna vez sobre ella: “No hay cosa más vil y maligna que una sonrisa con la dentadura perfecta”. Y lo menciono porque ese día comprendí que de Ximena, lo que había que recordar eran los espacios vacíos y sencillos más que los complejos y redondos: aquellos en que no hablaba y respiraba viendo hacía ese futuro que no tendría. Ese tiempo ajeno que quizá, por cosa del destino, nos tendría juntos ahora, lejos de las tragedias y los pormenores de una vida natural. La quise, claro, en un tiempo imposible. Justo como suele pasarle a los burócratas que miran hacía la oficina superior y no los vagabundos que se distraen con el horizonte. Mi cariño por ella no podría definirse en otra oración más que como lo que alguna vez dijo Misael de su difunta esposa en el cabo de año: “Es ella ahora una verdad que habrá de terminar por mencionarse al concluir esta sentencia, pero bien puede volverse a repetir en otro espacio o tiempo.”

Reconocí como un amor a Ximena en la nostalgia. Como una oportunidad que vi pasada la hora: como una moneda perdida en el airoso azar del volado, como un verbo mal conjugado o la respuesta a un insulto ya pasado el tiempo de respuesta. ¿Qué decir?, personas como yo vivimos entre nubes de alquitrán sin siquiera atrevernos a prender un cigarrillo; tenemos el destino pactado de manera impersonal y sobre la madera del ataúd que habrán de cargar manos desconocidas. Ximena se confesó conmigo un día de verano y yo con ella tres años después entre una extraña lluvia otoñal y hojarasca ya pasada la barrera de lo permeable. “Ha llegado el tiempo, amigo mío, ese maravilloso tiempo en que Gerardo y yo debemos comenzar a querernos cada uno por su lado. Cada uno por su cuenta. No me malinterpretes, no es que el amor se nos haya agotado, es sólo que el odio no ha llegado a tiempo como para vencernos ante un divorcio pactado.” Bien solía decir Manuel Barroso, supuesto abogado y estudioso de esas oscuras artes: “Las verdaderas leyes de la vida no se construyen sobre la conveniencia personal ni sobre el piso de la corrupción: son parte de una lógica que se aleja de toda razón pensada por un hombre errante.” Por casualidad ambos murieron el mismo día a varios kilómetros de distancia. Ella en una cama de hospital público y él en un accidente de auto sobre la autopista 36. En ocasiones los imaginó juntos, sí, enamorados y caminando de la mano sobre hojuelas de color y bajo un cielo repleto de planetas habitados. Otras veces, si soy sincero, sueño que cargan la bala en la pistola que algún día habrá de reunirme con ellos. Pero de eso no puedo estar seguro, pues no sé si en realidad esperan con ansías mi reencuentro o simplemente ya no existen. Como todo... como nada...