Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

Sunset Boulevard
España, 2009.

El que Busca Encuentra

sábado, 9 de mayo de 2020

Fanzine 38

Fanzine 38.

De joven  jamás soñé con esto.  
Soñé con colores y que me caía, entre otras cosas. 
- Neil Young. 

Había, en un de los rincones más oscuros del bar 2666 –aquel viejo cascarón situado en un callejón relegado a cualquier tiempo o era–, una desvencijada puerta que no conducía a ninguna parte, o nadie lo pudo alguna vez saber pues jamás ninguno de sus asiduos clientes, o quizá sería mejor nombrarles refugiados, la vió alguna vez abierta. Se solía decir que en una de sus esquina superiores se encontraba tallada a base de la punta de una navaja oxidada una indescifrable frase. Era uno de esos temas que debía de aparecer obligatoriamente en algún momento de la noche, todas las noches –más álgido acaso cuando el ambiente detrás de la puerta era templado. El consenso general de todos aquellos que pernoctaban a cada jornal en el sitio era que las cuasi runas rezaban algo parecido a esto: "Siempre hay espacio para algo más después de la última vez que se le pide”. Como era de esperarse, todos traspapelaban la frase con humor a las copas que portaban en sus mano y así zanjar el tema… así no dar el merecido descanso a sus cansinos y derrotados cuerpos.  

Yo jamás vi dicha puerta, ni traté de acercarme a dicho espacio. En los pocos meses que asistí regularmente al sitio jamás conocí a alguien que me pudiera decir de viva voz que la había observado a detalle, que con la punta de sus dedos había rozado el talle de aquella madera o haber sentido el paso de aquella punta afilada que alguien había usado con fines igualmente desconocidos. Lo que me viene a la mente cada que recuerdo esos años es a Abelardo, uno de los asiduos del bar que solía sentarse siempre en la esquina más solitaria de la barra. Un tipo peculiar, solitario pero acomedido. No fumaba pero de sus labios siempre salía una especie de humo directo el cielo raso… parecía no encajar allí pero si somos sinceros, no creo que hubiera encajado realmente en algún sitio; no usaba sombrero pero el juego de las sombras que presentaban los siempre viejos focos del 2666 le formaba un alero pronunciado de la frente hasta la nuca. Si te acercabas lo suficiente como para poder distinguirle algún rasgo fijo del rostro lo encontrarías leyendo un libro, alguna nota del diario, o bien recargado en la pared con los ojos cerrados moviendo los labios; como hablándole a un pasado profundo, a una loza pesada sobre su espalda, cuando lo que realmente hacía era mirar hacía la esperanza futura y su interior; contándose todas esas cosas que querría escribir pero cuya meta jamás terminaría por realizar.

Varias fueron las ocasiones en que me senté a su lado, pocas fueron en verdad en las que me regresó el saludo. Su falta de tacto social en todo caso no se resentía, no era una falta de educación sino más bien un ensimismamiento tan suyo que uno tomaba como un halago cuando desviaba su atención para mirarte por un momento, para dirigirte una palabra. Ni se diga cuando intentaba establecer una plática contigo… Podría acaso, quizá injustamente, describirle así, como un hombre cuya presencia siempre fue un intento de algo; un ensayo por archivar a sus anchas un logro que nunca terminaría por resultar. Conversé con él un número invisible de veces, lo mencionó así porque uno no podía ceñirse a cantidades exactas estando a su lado. Podías platicar con él todos los días de una semana y en cada uno de ellos escuchar exactamente lo mismo, con las mismas palabras y los mismos acentos, casi con las mismas miradas; como si sus ojos se hubieran postrado en una fecha exacta para siempre. En otras ocasiones, por el contrario, podías conversar con él por horas, a veces hasta minutos y sentir que habían pasado días, jornadas enteras sin descanso; era como ir caminando y dar la vuelta en una calle al azar para descubrir sus recovecos más ocultos, sus infamias más secretas y sus pozos más oscuros hasta llegar a otra esquina y comenzar de nuevo, girar y empezar a empaparse de nuevo y de nuevo. Virar hacía otra calle y otra y otra y otra más hasta que te cansases de andar y simplemente, en algún momento, te detuvieses… Cuando eso pasaba era cansada su presencia, agotadora su palabra. Eran esas las noches en las que llegaba a casa y no podía dormir, me quedaba viendo la noche, como si su manto oscuro en realidad fuera la luz de todo aquello que se nos oculta: un enorme misterio ya resuelto frente a nosotros pero que nunca hemos sido capaces de descifrar. En aquellas ocasiones en realidad no me percataba cuando me quedaba dormido pero siempre despertaba tarde y con una fuerte resaca en la boca y en la fe. 

De Abelardo recuerdo que gustaba hablar de cine, le encantaba sacar de su chistera títulos de películas viejas y de todas partes del mundo, le gustaba hablar de libros, de arte, de cosas folclóricas, de baseball y de música, sobre todo de música. Creía fervientemente que el mundo no podía existir sin referencias, que si te apasionaba algo y no contabas con las referencias necesarias sería como ir tras un piso falso en un espacio oscuro y vacío. No llegarías, pues, a ningún lado; claramente sentirías un movimiento, argumentaba, pero en realidad estarías anclado al mismo centímetro de terreno. Tu ego se movería pero en realidad no habrías de avanzar nada. Con las referencias, aseguraba, pasaría algo similar pero estando consciente de la falsedad latente, de la ignorancia reinante de y tu espacio en el mundo. “El conocimiento no es para vanagloriarse…”, sentenció alguna vez con los ojos entrecerrados en una de esas tantas noches, “…no es un podium al cual querer subirse para ver el mundo desde lo alto. El conocimiento no debe de servir como trofeo sino como un ancla para reconocer las diferencias que existen entre nosotros”, concluyó tajante y guardó silencio; no volvió a decir una sola palabra hasta el amanecer.

En una ocasión me lo topé de frente en una de las calles principales de la ciudad, venía de comprar unos volúmenes en una librería de viejos. Para mi sorpresa se detuvo a saludarme. Se dirigió por mi nombre (nunca supe si en realidad alguna vez le dije como me llamaba pero ese lo día lo hizo así), con una especie de sonrisa formándosele en los labios y el rostro entero. Al querer despedirme le pregunté por sus planes, me dijo que no pensaba hacer nada esa tarde, que acaso compraría un bocadillo en el stand de enfrente y se dirigiría a su casa a leer, oír música y quizá tomar un trago. Abelardo siempre mostró una actitud de veracidad en la gran mayoría de las cosas que realizaba, en ocasiones era tan previsible que terminaba por ser el hombre más gris y aburrido del mundo. Aquella vez, por ejemplo, nos despedimos y lo vi cruzar la calle, acercarse al stand de enfrente para pedir y esperar su bocadillo. Una vez que se lo dieron se marchó sin volver la mirada atrás; donde minutos antes nos habíamos encontrado –¿por qué habría de hacerlo? A razones que aún no entiendo me quedé detenido por más de 15 minutos en el sitio y lo vi alejarse hasta que la mirada no me dio, hasta que lo perdí en el horizonte… Entonces me lo imaginé dando la vuelta en una esquina, entrar a esa pequeña callejuela donde decían que vivía y dirigirse a la tienda, comprar una cerveza y salir de ella, ingresar a su edificio haciendo rechinar la puerta, subir a su piso arrastrando los pies, ingresar la llave en la despostillada chapa de la puerta de su su departamento e ingresar en el. Le vi preparar la mesa, colocar un plato de plástico para el bocadillo, un vaso de vidrio para la cerveza y después coger algún vinilo de su colección, quizá algo de Jazz, y ponerlo a volumen moderado. Lo vi sentarse dándole la espalda a la tornamesa y comer y beber mientras hojeaba algunos de los libros que recién había adquirido. Sé a bien que todo pasó por mi mente pero no puedo dejar de pensar que en realidad así fue como sucedió, incluso podría jurar que no fue solo una especie de delirio sino una ilusión óptica… El resto del día, si soy sincero, me perdí por la ciudad y varios de sus rincones, no asistí al bar ni me acerqué a su ubicación, no quería encontrarme con nadie y mucho menos con Abelardo, me daba un poco o mucho de vergüenza; era para mí como haberlo visto desnudo en sus momentos más íntimos. No podría haberle mirado directamente a los ojos, no ese día. Llegue entonces bien entrada la madrugada a mi casa y dormí en plena paz y sosiego. Fue a los pocos días entonces que recibí la carta que cambiaría para siempre mi vida. 

Me fui de la ciudad un 19 de febrero, digamos unas tres semanas después de ese encuentro con Abelardo en aquella avenida a la cual le he perdido el rastro a su nombre. Me habían llamado de una agencia de colocación para ofrecerme un puesto administrativo en una empresa dueña de varios medios impresos; revistas especializadas, periódicos y algún que otro fanzine. Habré asistido al menos un par de veces más al 2666 antes de mi partida, comentado a un par de los asiduos sobre mi partida pero en general me fui sin despedirme de nadie. Me di a la oportunidad de reescribir mi vida y así fue día a día hasta que en una fiesta de trabajo alguien me pidió que contase parte de mis años previos en la empresa; yo hablé de la manera más honesta sobre mis fallidas parejas, mis constantes mudanzas y sobre el 2666; acerca de las sombras que ahí habitaban, acerca deAbelardo y acerca de la puerta que no habría de llegar nunca a ninguna parte aunque esta fuera abierta, acerca de esa marca en ella que jamás alguien había visto en realidad… Supongo que aquella noche cautivé a más de un par pues a los pocos días me encargaron dejar mi sitio en la administración para ponerme en el departamento de contenido; querían que escribiese sobre todos esos momentos que aguardaban en mi mente. Fue así como comencé esa columna sobre un bar ficticio y todas sus añoranzas, sobre todas las pesquisa que allí se daban por alcanzar un corto logro en los más básicos aspectos de la vida, que a muchos deleitó por años convirtiéndoles de a poco en verdaderos seguidores de mi pluma, lo que claramente me puso en el mapa de las editoriales gracias a grandes compilaciones en diversos formatos y junto a diversos encargos de distinta naturaleza. Fue así, pues, como sin querer me convertí en escritor. O algo muy parecido a lo que ello significa aún en la industria.

Ahora todo vive en mí como en un cuento, visto hacía atrás, con sus altibajos resumidos y con más humor que con su natural revestimiento de acidules. En realidad poco me doy el tiempo de pensar en el futuro, la frontera con el tiempo se hace más angosta cada vez y el miedo en ocasiones me vence las entrañas. Poco en realidad me observo en el presente, he logrado mucho más de lo que pensé alguna vez hacer… Poco miró entonces hacía el pasado, mucho me temo que no podría asegurar haberlo vivido tal cual lo he maltratado todos estos años en mis textos. Poco me queda en realidad, muy poco, quizá apenas las cenizas últimas para el fuego de mis días finales. He optado por ello desde hace meses vivir en ese pasado, en esa bella captura fría de los momentos. Me he confinado a un espacio fijo en el tiempo y en el terreno físico. Me he quedado en casa y me he convertido en Abelardo, en el Abelardo joven cuando yo también era joven. Me he ensimismado y las preguntas y condicionales me recorren a tope las sienes: ¿Reconocería a todos los asiduos del bar si me enseñaran una foto de ellos en tiempos presentes? ¿Me reconocerían ellos a mí?… ¿Si me enseñaran una foto del bar en los años en que yo asistía sabría de quién se trata cada uno de ellos? ¿Ellos sabrían lo mismo de mí…¿Me reconocería a mí, a mí mismo? ¿Sabría a bien quién es Abelardo si me lo topará en la calle sin que quedase alguna duda?… ¿Me lo habré topado alguna vez en todos estos años? Y de ser así, ¿en algunos de esos encuentros él supo quién era yo y yo no quien era él?… Quizá me buscó para reclamarme enfurecidamente por tomar su lugar en las letras, en las hojas impresas y en los relatos cortos. No lo sé, ¿será acaso que todos tenemos un Abelardo en el camino y todos somos un Abelardo en el paso de otros tantos más?… ¿Será por eso que no me reclamó –de haberse dado ese encuentro– o quizá jamás volvió a saber de mí como yo nunca supe más de él? ¿Qué habrá sido entonces de nosotros?

Decir que Abelardo nunca venció la hoja en blanco quizá sea faltar a la verdad. Eso no puede asegurarse. Quizá lo que nunca haya vencido sea ese entramado muro de la popularidad y la certeza de un legado. Quizá él era ese espacio para algo más después de la última vez que se le pide, o quizá ese era yo… Quizá él estaba ahí para abrir caminos y no para transitarlos. Quizá él era aquella puerta que no se abría simplemente porque a él no se le permitía ingresar… Y si esto resultará cierto, ¿qué cosas pude haber logrado yo si no se me ceñía a este camino que me llevó al ruedo que pretendo dominar? Nunca lo podré saber, nunca nadie lo podría… es por ello que ahora me quedo en casa y escucho música dándole la espalda a las bocinas mientras como, mientras bebo un trago de ron o vodka y resuelvo el crucigrama diario hablando en voz alta todas esas cosas que ahora me llegan con la sima de los años. Cosas que no pondré –no podría– tras la tinta sobre un mantel blanco pues a la vida, me queda claro, le debo un misterio y viceversa… Viceversa… Sobre todo porque en las mañanas me encanta abrir las ventanas de mi cuarto y ver como todas esas quimeras –verdades, mentiras y ficciones– se alejan lentamente de mi para llegar a sitios que nunca habré de saber y conocer. No lo sé, quizá lleguen a gente en sus últimos suspiros, o a gente que festeja algo (un año más, un día menos), o quizá le lleguen a Abelardo; esté donde esté, o sea quien sea. 



A. G. V.
Mayo 2020.

martes, 11 de febrero de 2020

Los Miserables


REDONDO 

Les Misérables
Los Miserables(Ladj Ly, 2019)



En 2017, Ladj Ly, presentó su cortometraje Los Miserables, una producción de 16 minutos con un ritmo desenfrenado que nos llevaba a los barrios olvidados de Montfermeilen, zona conurbada de Paris y escenario donde Victor Hugo centrara su obra homónima, siguiéndole la pista a tres policías cuyo sentido de la legalidad –por distintas circunstancias– era por demás borroso. En dicho filme, la mano del realizador originario de Malí daba muestra de un buen manejo del compás de sus acciones, de un balance adecuado entre el sentido de la acción como vestido al cine social; representación evocadora de las voces de aquellos que no cuentan con los reflectores necesarios. Si bien esto no es nada nuevo, si bien no es una propuesta del todo fresca y en realidad se ha llevado acabo muchas veces en la historia del cine, los resultados no siempre suelen ser los adecuados. En este caso, podemos decir que la mesura entre el thriller y el sentido crítico del cine es efectiva y funcional. Lo que Ladj Ly logra, sobre todo, es enfundar su trama en un severo y cruento tono de honestidad.

Dos años después, y apoyado evidentemente en la estructura central de su corta ficción, llega la versión larga de este seguimiento policial al mismo barrio y la gente que le da vida día a día. En esta ocasión, claramente, todo se extiende, todo se desdobla; y en esta nueva evolución de los hechos todo recae de una manera franca y natural, ninguno de los nuevos elementos se incluyen artificiosamente y su paso dentro del encadenado resultan lógicos y convenientes para que el sentido del ritmo, presentado en la obra que le antecede, se mantenga vertiginoso pero aunando a un manejo de la tensión que logra sostenerse de una manera por demás eficiente: no sólo se siente el apremio de lo que sucede en las acciones presentes sino todo aquello que está por suceder o bien podría acontecer… El barrio está vivo y su circulación se siente en cada rincón de la sala. Dispuesta en tres actos y una especie de coda como desenlace, la película se presenta con un impulso que no decae en ningún momento, si bien el conflicto central del corto se mantiene, aquí pasa a un termino cuya relevancia vendrá hacía la segunda mitad sumándose a lo ya acaecido. No hay nada que no progrese para ese estallido final: tanto lo representado en el corto como en el primer movimiento del largo se pone en juego hacía el final de la cinta con un apremio que si bien puede tener una pizca de ponderación, da un un buen cierre. 

Bajo una dirección actoral sumamente bien lograda –sin que ninguno de los personajes sobresalga de una manera irregular– el trabajo de Ladj Ly compagina sus elementos técnico de la misma manera; ninguno destaca pero todos funcionan en pos de lo narrativa. La fotografía de Julien Poupard es de un tono naturalista y nos hace formar parte del barrio, de sus calles, de sus colores y su energía dramática. En mucho ayuda claro, el montaje de Flora Volpelière, que le da ese ímpetú tan atrayente al encadenado, sabiendo cuando ralentizar el juego y cuando volcarlo al descarrío. 

Abocada a otras películas francesas como la regular “Petits Frères” (Doillon, 1999) y la portentosa “La Haine” (Kassovitz, 1995), Los Miserables de Ladj Ly es un puente entre ese cine de juicio y dictamen que invita al exhorto y los tiempos de la acción. Su esquema no es para nada original, es cierto, sus fundamentos y nociones ya han sido tratadas: las contradicciones entre policías, criminales y el desapego infantil no es nada nuevo. No hay nada dentro de la película que no podamos ya haber experimentado, sin embargo la conjugación que se obtiene es de una buena envergadura y vale la pena observarse pues el realizador desnuda su hogar, su sitio de cada jornal. Desenfunda los rincones y las experiencias de años para denostar que a pesar de toda activación social, es nuestra propia naturaleza de justicia la que no nos hace tener fuerza como organismo colectivo, solo observamos hacía un lado, hacía el de nuestra propia conveniencia. Y ahí estamos muy cómodos como para cambiar.


Los Miserables de Ladj Ly
Calificación: 3 de 5 (Buena a Secas).

martes, 4 de febrero de 2020

Jo Jo Rabbit


REDONDO 

Jo Jo Rabbit
Jo Jo Rabbit (Taika Waititi, 2019)


Recoveco mediático/bienintencionado filme codificado en la comedia que a lo largo de su metraje se anuda de más en un laberinto estilístico –en realidad no tan intrincado– cuya trama no logra resolver para salir avante; se pierde y encuentra tantas veces como decide agregar elementos durante el metraje. Resuelta desde una perspectiva diacrónica, sobre todo por un desmedido uso de la cultura pop, la mano del realizador Neozelandés (apegado en su mayoría a un circulo plenamente comercial) no logra encontrar la cohesión adecuada y se aboca a explotar la candidez de su personaje central para soportar un encadenado de acciones que no se responde a sus actos previos, su desarrollo es irregular y pareciese que varias de sus secuencias se avalan más por la necesidad de hallar obligatoriamente una carcajada o suspiro por parte del espectador que por trazar una lógica que permitiese la entrada de subtextos para su interpretación, de alegorías más enriquecidas en su contenido y así permitir el murmuro crítico y emotivo más interno; la implicación plena de la audiencia. 

Sobre un intermitente guión del propio director, el conflicto central de la obra tarda en arribar y todo ese pretendidamente seductor preludio desparece y jamás encuentra un valor de salida  en el último movimiento. Construida a través de un variopinto abanico de manías y ocurrencias muy coloridas, la cinta es de un ritmo trastabillante, arropada en una falsa ilusión de enternecedor amor que queda corta en la apertura a una madurez de entendimiento y comprensión de la naturaleza humana y su lucha por la búsqueda de la esperanza y guía después de un periodo bélico –sin perder el enfoque virginal con que se retrata al protagonista. En Jo Jo Rabbit, la comprensión de un escenario como lo es la Segunda Guerra Mundial queda relegado a un simple paisaje horizontal, pretexto iconográfico al que no se le da el valor y/o la consideración requerida ante los códigos históricos. Los personajes, por su parte, igualmente no cuentan con los contrapesos adecuados, se desmarcan de sus propia valía y aparecen más como un cierre de la unidad narrativa que como una parte fundamental del proceso del hecho fílmico expuesto. 

Deudora por mucho en su contenido de cintas como Europa Europa (Agnieszka Holland, 1990) y estéticamente de ciertas formas del cine de Wes Anderson, la apuesta de Taika Waititi logra tener momentos que atrapan y sostienen cierto campo emotivo pero al final la redondez y cordura adecuada para la obtención de una firmeza a la cual afianzarse no ve la luz. La fotografía de Mihai Malaimare Jr.  no se destaca en su sobriedad aunque mantiene una homogeneidad en la parte visual, en ello colabora el diseño de producción de Ra Vincent (en conjunto a todo el departamento de Dirección de Arte y Decorado de Sets), así como el vestuario de Nora Sopková. El montaje se entreteje bajo el irregular ritmo y no urde las acciones o actuaciones, no auxilia el cuerpo interno del filme. La partitura de Michael Giacchino es de un corte acorde al comfort tonal de la obra y no se abre a las posibilidades. 

Ataviada en una fábula que hace un uso premeditadamente impetuoso de la ternura que emanan sus personajes sin importar la génesis de esta: edad, locura, deseo, incertidumbre, resulta en una severa descripción de los preceptos morales y de lo políticamente correcto de nuestros tiempos: no se compromete a nada. Ligeramente construye su entorno y no vas más allá de las aristas permitidas en una sociedad que no se abre a opinión alguna sin antes esperar el juicio del resto. Si bien algo nos deja, eso es que el camino del romance no se esquiva sino que se se encuentra en los rincones más oscuros y cercanos. Los más familiares quizá. Que el amor es un secreto camino de indolencia que no tiene respuestas y que si bien puede partir de una fantasía y querer vivirse así, es mejor salir al aire libre para disfrutar el agridulce sabor de su corta vida.


Jo Jo Rabbit de Taika Waititi
Calificación: 3.5 de 5 (Buena a Secas).







miércoles, 22 de enero de 2020

1917


REDONDO 

1917
1917 (Sam Mendes, 2019)



Abocada a una puesta centrada en el enfoque del pragmatismo técnico y tecnológico del hecho fílmico, la reciente entrega de Sam Mendes no se rinde ante dichos agentes y factores sino que termina por beneficiarse de todos los elementos que constituyen el espectro cinematográfico. Los contrapesos con que juega el realizador inglés detallan sus años de experiencia y la madurez que ha obtenido en el tránsito genérico y temático de su filmografía. Dentro del marco de su presente obra, la compensación que obtiene se da bajo un grado de sencillez y sutileza manifestado de manera por demás astuta e inteligente; no hace que compitan sus desafíos visuales con los subtextos que se compaginan en el entramado expuesto. 

Sobre un cuasi espontáneo conflicto, la historia que se despliega es elemental en varios sentidos: por su simpleza de objetivo estructural, claro, pero también por todo lo que pone en juego: el tiempo como confín de nuestras metas, la fragilidad nuestra con el valor, con nuestros puntos de interés, con nuestro rincón de seguridad y certeza, con nuestro temor y mesura. Igualmente con la objetividad y el orgullo, con la imposición de la disciplina y la sutilidad de la vida misma. El enfoque de Mendes no se arrincona al choque bélico para soltar discursos antibélicos de lleno, sino que se emplaza en él como eje y paraje; sobre sus trazos nos relata la historia de una búsqueda, un rastreo personal que termina por ser la exploración de un hombre con su lucha y sus fuerzas, con sus fronteras de quebranto y miedo con tal de dar finiquitada aquella tarea que también ha transmutado en promesa. 

Durante su recorrido, 1917 nos llena de momentos enriquecidos tanto ornamentalmente como dentro de diversos campos emotivos. Si bien su manejo se presta al atavío de su método o práctica de construcción –varios planos secuencias armando un gran plano secuencia que constituye todo el metraje– el punto de atención no queda ahí y el manejo de los pasos a vivir junto a nuestros personajes es efectivo y lleno de coyunturas por las que habremos de pasar juntos. El circunstancial manejo de duración temporal, debido a la técnica misma es por demás interesante, sus secuencias si bien van una tras otras sin el aparente uso del montaje externo (cortes), no lleva una lógica con la hechura y la representación del tiempo cinematográfico se renueva a una forma plenamente interpretativa: ¿pasa más tiempo de lo que vemos a pesar de estar siempre frente a la acción?

Para el logro obtenido, Sam Mendes se apoya de un grupo con igual experticia que él. El diseño de Producción de Dennis Gassner es sobresaliente, nos aprisiona tanto como nos libera en espacios cerrados y abiertos: no hay sitio donde nos podamos sentir en realidad resguardados. La conjugación de la labor de Gassner con el departamento de Arte es de una función que resulta aventajado. La partitura de Thomas Newman, con su más que homologado estilo, funciona y abraza los momentos claves de la cinta revistiéndolos de elegante y potente manera. Ahora bien, el trabajo de Roger Deakins en la fotografía es de una fuerza mayor, un portento de pulcritud y desenolvtura que, lejos de su grandilocuente habilidad, se repliega lo necesario para que el pretexto narrativo se mantenga como punto central. En su caso, nos ofrece una cinta a detallar, a ver ver y rever, a dimensionar y redimensionar en más de una ocasión. 

El 1917 que nos relata Sam Mendes es acaso una jornada nada más, unas horas dentro de una misión cuasi imposible; un deber que debe finiquitarse o habrá de solucionarse ante otras fuerzas de choque. Es, pues, un ruedo contra las aspas del segundero, un registro de los pasos en los momentos de incertidumbre que se dan entre la desesperación y la esperanza. La historia en sí es sencilla, claro, pero no hace falta ir más allá para realizar una circunspección de lo que a todos nos atañe día a día. Lo que Mendes nos ofrece es una ventana fugaz ante los hechos que se suscitan dentro de la guerra, los espacios en blanco y los ritmos aglutinados que no nos dejan otra inflexión sino el instinto de supervivencia. ¿Por qué nos implicamos en ella? Pues porque claramente hay ocasiones donde no hay mayor o mejor escape que mantenerse dentro del  combate. Sea este de la naturaleza que sea. 


1917 de Sam Mendes, 2019
Calificación: 3.5 de 5 (Buena).

sábado, 11 de enero de 2020

El Faro


REDONDO 

The Lighthouse
El Faro (Robert Eggers, 2019)

Pesadilla surrealista que extralimita el concepto de belleza desde un rincón de oscuridad lírica. Desbordante conjugación del encierro a través de elementos de prosperidad y libertad: la luz y el océano. Lo que Eggers traza en esta su segunda aventura fílmica de larga duración es más un apunte expresionista que una andanza plenamente narrativa, el ataque con que se presenta el filme no es el de un encadenado formal de sucesos sino de sinuosos y laberínticos recovecos que no pertenecen sino al propio ensimismamiento de quienes lo padecen. Lo que la pantalla nos ofrece son viñetas cargadas de pesadez y agotamiento, de espejismos nacidos del deseo, la ambición y la apetencia. 

Bajo un pretexto sumamente simple, la construcción de Eggers ante su obra recae en el contraste de las personalidades a exponer: en la inseguridad y desconfianza entre ambas, en la persuasión y convencimiento del albedrío que maneja cada una de ellas, en la certitud de la locura y el desvanecimiento del juicio y el sentido común. Las interrogantes, pues, nacen y se nutren de la cotidianidad; se hacen más fuertes e implacables sin dejar rastro de lógica. Coexistimos con ellas en una espacio sin garantía alguna, sin piso firme ni resguardo; sin mayor voz que el reclamo, sin mayor canto que el vicio, sin mayor virtud que la soledad.

Deudora de la mitología clásica, de la literatura náutica y de un cine que va –salvando la distancias– de la plástica de Bergman y el imaginario de Lovecraft hasta a guiños a Hitchcock y Kubrick, la obra recae en una apuesta histriónica minimalista que sale más que bien librada. Lo que los dos protagonistas nos obsequian es una lucha de presencias y niveles actorales que le dan un volumen y soltura a la cinta que sin estos, quizá no hubiera tenido el peso manifiesto que posee y nada en sí tendría mucho sentido.

Filmada en un sugestivo blanco y negro, la estética ha sido cuidada al detalle, tratada con cautela y puesta al servicio de los campos oníricos. Para ello todos los colaboradores han logrado conjuntarse de la mejor manera para así sumergirnos en una atmósfera disonante, estridente e irritante que nos sujeta por medio de mentiras. Lo que al parecer es un ligero abrazo de comprensión es en realidad un aprisionamiento abocado a la contracción y la pena: una sentencia de hastío y enfado sin vías de escape. La fotografía de Jarin Blaschke resulta preciosita pero sin llegar a obtener todo el protagonismo del encadenado, si bien resulta vistosa logra compenetrarse con el Diseño de Craig Lathrop y la Dirección Artística de Matt Likely. En conjunto, estos departamentos dan ese sombrío e incomprensible look a la película y esta logra sostenerse. El montaje de Louise Ford resulta en ocasiones un tanto forzado pero dentro de la naturaleza estilística de la trama pasa un tanto inadvertido. Lo mismo sucede con la partitura de Mark Korven que si bien se abalanza para darle un mayor espesor a las secuencias, en ocasiones resulta con un poco mayor de presencia a la necesaria. 

El Faro de Eggers, resulta entones en una delirante fábula sobre la voluntad y el privilegio, sobre el aislamiento y el poder de la mente ante la presión. Es un caparazón que no es para un público mayúsculo, su ruedo está plenamente enfocado en la audiencia que gusta del surrealismo y las capacidades visuales del cine. Es, entonces, una muralla, una muralla a la que se enfrentan nuestros personajes y que no resulta en una simple orilla física o un ideal horizonte, sino en el tiempo, la disciplina, la tradición, las jerarquías, los anhelos y nuestras más inquietantes fantasías. Somos nosotros mismos, pues, nuestros propios limites, nuestra ardua frontera hacía la locura.  


El Faro de Robert Eggers
Calificación: 3 de 5 (Buena a secas).