Ceguera Permanente.
Me despedí de Ricardez en la estación del ferrocarril la tercera semana de agosto, un martes. No fue un escena repleta de nostalgia, ni siquiera algo bello como lo que intentaba en ocasiones Jean Pierre-Jeunet en algunas de sus cintas más melosas; no fue para nada un acto enfundado en la aflicción o la añoranza. Si acaso el crepúsculo permeaba en ese momento todo el sitio con cierto toque anaranjado, cuasi sepia, lo único oxidado en ese sitio eran en si nuestras miradas: Ricardez era clínicamente ciego desde hacía unos tres años atrás mientras que yo había olvidado las gafas sobre el escritorio de mi estudio por las prisas. Se me había hecho tarde y a pesar de que nuestra amistad ya se había estancado en los rumores de un pasado amargo, quise ir a asegurarme que quizá nunca habríamos de volver a vernos. Lo último que recuerdo de él supongo será algo similar a ese resquicio que miraré antes de dejar la vida en un suspiro: una mancha, un borrón, un supuesto.
Le conocí en uno de esos bares en que algunos pensantes amateurs se hacen pasar por poetas y se atreven a compartir sus insulsas prosas y versos a forma de expiación. Me senté a su lado y me entretuve con sus burlas, sus quejas, sus críticas y carcajadas que a todo mundo sacudían y explotaban pero que terminaban por incomodar y hacer mucho menos a los presentes. Su humor, sardónico, rompía el eje de la comicidad y lo galante: orgullo que ejercía de la misma manera de que a pesar de haber estudiado letras en diversos rincones del mundo (de tener todas las credenciales para sobresalir), jamás había optado por ser un escritor, de romper la tan temida hoja en blanco y dejar un par de frases por allí, en el mundo. “No conozco a ningún abogado al que le haya salido eso de hacerle el bien al prójimo por el simple hecho de solventar las buenas intenciones”, contestó un día entre el cáncer de su sempiterno cigarro y el vaho de una noche decembrina.
Nos hicimos cercanos casi 6 meses después de que compartimos la primera copa sobre las tablas de nogal donde a tantos decapitaba, alarmantemente sonriente, más como una actividad atlética que como una ayuda al mundo literario; aquel día en que pude comprobarle que lo mío con las letras no eran ni un anhelo ni cierta disciplina, que la poesía en mi no existía y que si asistía a ese tipo de reuniones era más bien por una especie de terapia personal: si bien podía caminar descalzo entre rubros literarios tan vagamente oscuros y carentes de calidad, empezaría a sentir que en realidad era un tipo con altos grados de bondad. “Del arte”, me dijo en alguna ocasión, “se entiende uno de esos oficios con más valor personal que universal. No deja de ser un laberinto perdido en la agonía del ego en vez de la pasión por compartir la oscuridad del precipicio interno. Que no es lo mismo.”
Vivía en una pequeña casa de madera tipo cabaña que se fue perdiendo entre el paisaje y el tiempo mientras sus vecinos construían segundos y terceros pisos o cocheras y salones de estar más grandes en donde alguna vez estuvo el patio o la casa del perro. El color natural de su hogar quedó enjuiciado a través del tono de una ciudad carente de límites y esperanzas. Le gustaba el cine, sobre todo el de Greenaway, Cronenberg, Gilliam, Angelopoulos, Tarr y Kusturica. Sus bandas favoritas disertaban entre el Progresivo de Yezda Urfa, Bacamarte o Solaris, la época Free de Chick Corea o la Big Band de Francy Boland. Odiaba el Blues (el cual siempre redactaba con minúscula: blues) y bandas que habían sacado de ahí sus estatutos de “supuesto” Rock. Aunque leía todo lo que se encontraba en las librerías de viejos y puestos de revistas usadas, no se consideraba un habido lector. Gustaba del vino tinto y las pastas, sobre todo las marineras. Solía caminar por las tardes con el sol de frente; en la playa solía recostarse delante a éste sin ninguna protección más que su ropa interior y un cigarro. A pesar de lo que varios creímos por años y años, el cáncer de piel nunca arribó a su cuerpo pero a bien tuvo la amabilidad de cesarle la mirada. De agotarle su visión hasta la penumbra, en la cual vivió hasta sus últimos días de manera cruenta y vil. Cuando le fue detectada la perdida gradual e irremisible de su vista, del sentido de su vista, no se sintió mal: no soltó lagrima alguna o carcajada arrepentida. Tan sólo pidió que le llevásemos a su casa de manera lenta y por el camino más largo que pudiésemos encontrar; entre más circundante mejor. Entonces recuerdo vivamente que llegamos todos a su casa, que le abrí la puerta y presencié, junto al resto de los presentes: Marquicio, Nestor, Patricio y dos mujeres cuyo nombre no logró acordarme, lo que a bien nunca quisimos creer que sucedería pero que sucedió: Ricardez; ya en sus aposentos: en la comodidad habitual de sus descuidos y caos colocó en el estéreo a todo volumen (no hacía falta) el Amanké Dionti de Ablaye Cissoko & Volker Goetze y cogió su máquina de escribir tecleando de forma autómata: “La religión se inventó el día en que alguien decidió contarle a otro alguien sus pecados con el objetivo de sobrellevar el climáx del karma.” Nos pasó la hoja a todos los presentes y antes de que siquiera alguno comenzará a abrir la boca nos corrió del sitio. De su sitio, de su hogar.
Le dejé de seguir la pista por uno año u año y medio, el resto un tanto igual. Durante ese tiempo me enamoré tres veces de dos mujeres distintas. Si la primera a bien me dejó con los ánimos un poco más abajo del subsuelo, la otra me hundió un tanto más, sí, pero fue ella y su pesadilla la que me obligó a escribir mi primera novela:“Mirori”, publicada meses después en una editorial independiente con un tremendo éxito gracias a las reseñas de algunos críticos importantes. Fue entonces que retorné a mi primer amor de aquel ciclo para terminar enemistándome con el mundo: primero con ella, luego conmigo, luego con Ricardez y luego con mi pluma. Los dimes y diretes comenzaron recién salida la segunda edición de la novela, ya en una editorial importante. No logró ahora acordarme de cual de todas se trataba. Según los rumores, Ricardez no podía sino verme como un vendido, un malagradecido creador que sólo buscaba en las hojas lo que no encontraba en su vida personal. Nunca supe a ciencia cierta si esos comentarios salieron en realidad de su boca pero me los creí a base de celos y a manera de venganza comencé a publicar en donde se me diera espacio, en donde se me diera la regalada gana. Publiqué cuentos, crónicas, textos ensayísticos y hasta el lujo de colocar relatos inconclusos. Dos novelas más. También críticas literarias, musicales y cinematográficas. Publique poesía, prosa y verso, en varias revistas nacionales e internaciones. Incluso terminé por redactar algunos artículos de opinión en diversos periódicos de la localidad; asunto de lo cual siempre me sentiré arrepentido. Al igual que con la mayoría de todo ese material.
Desperté un viernes de julio sobre mi escritorio, afinando y firmando un texto inclasificable que cerraba con una frase insulsa que no redactare aquí. En mi mano un vino tinto de más de 1,500 pesos la botella y en el ambiente las notas de Curtis Fuller, quizá el único eco de mi pasado –lo único bueno que me quedaba de mis años libres, los años de paz. Me sentí por segundos devastados: no porque mi mujer me hubiera abandonado unas cuantas semanas atrás o porque mis amigos me vieran ya desde la distancia. Me sentía agachado porque en realidad estaba en cuclillas, escondido, en una de las esquinas internas del escritorio del creador, quien sea que se atreva o nos atrevamos a llamar así. Me levanté de mi asiento y hojee el periódico. Para sorpresa encontré un texto de Ricardez, una carta de despedida al pueblo que le vio crecer. Su pluma había crecido como la espuma en un litoral del ecuador: firme, madura, hermosa. Disfruté cada una de sus palabras conjugadas con las abandonadas y las futuras, y las próximas y las posteriores. Cerraba con una frase que jamás sabré si era una referencia a mi pero debo decir que me caló en lo más profundo de mi sistema óseo; en mi coxis, en mi fémur, en mi craneo: “Los aportes de los artistas deberían ser más sed y menos hambre. Hasta luego y para siempre.” Salté de golpe de mi asiento y comencé a bailar en la sala sobre el trombón de Fuller. Después de tres canciones y dos llamadas sabía el día y lugar exacto en que Ricardez dejaría la ciudad. Me aseguraría de estar ahí.
Enfundado en un saco marrón, un pantalón de vestir azul desgastado y unos zapatos que hacían juego con el color de su camisa subió lentamente a su vagón. Le alcancé a mirar a la distancia. No puedo asegurar que él me haya visto; quizá se negó a mirarme o quizá esa sonrisa que logré vislumbrarle al pisar el primer escalón fue su despedida hacía mi, hacía él, el nosotros o hacía todos y todo lo que dejaba detrás. Nunca volteó, ni siquiera para mirar a aquellos que lo acompañaron oficialmente a su despido. La nube de humo imaginaria y la tormenta del estruendo de la locomotora me mantuvo varios meses en duermevela. Cuando desperté, unos 3 meses después, sus primeros textos comenzaron a circular en distintas publicaciones de importancia en el país y otros tantos. Se había casado con una secretaria la cual, más que una relación pasional, se supo era la herramienta más eficiente para que sus palabras llegarán por fin a las paginas y las imprentas que le necesitaban. Su ceguera era ya total y se dice que durante el dictado de “Quebranto”, la que críticos y especialistas llamas unánimemente su mejor novela, jamás salió de la cama. Que comió sólo lo necesario y durmió sólo cuando la luna era cubierta por algún ciclón de nubes. Jamás leí algo de él.
Falleció hace un par de años, y a pesar de que nunca hicimos las paces su nombre siempre me será algo familiar. Un cierto cariño y seguridad. Su amistad fue como la llave de un departamento nuevo: se mantiene extraña en tu bolsillo por un tiempo hasta que te percatas que puedes distinguirla entre todas las demás, que las yemas de tus dedos saben perfectamente –antes que tú– que es la clave para poder entrar al hogar; donde se escribe con la mente desnuda y el cuerpo carnoso. Martinez Parra, un editor con cierta fama en la ciudad, me informó del suceso a los días del entierro. El vacío que me causaron sus noticias no vaciló en absoluto, ese dejo de suspenso en mi pecho y la boca del estomago no era por su partida sino porque en realidad no había sentido nada grave dentro de mi al saberlo ido. Fue 10 días después entonces que recibí el paquete.
Aunque me había cambiado de casa unas 7 u 8 ocasiones en los últimos años, el paquete escribía perfectamente la dirección y mi nombre real, no el del “artista”. El remitente vació quedo al descubierto al abrir el papel kraft con que estaba envuelto el encargo. Se trataba de tercer libro de Ricardez. Un libro que pasó sin pena ni gloria por el círculo literario. Los críticos lo menospreciaron y las ventas fueron escasas; nunca llegó a una segunda edición. Se trataba de una especie de novela que compilaba mini cuentos, poemas y ciertas críticas con una especie de humor que si bien se podría suponer negro, yo le llamaría ofusco. Lo abrí a las primeras de cambio buscando alguna nota pero no encontré nada. Arribé entonces al prólogo; breve, escaso y escrito por el propio Ricardez: “De entre los más valientes soy el más cobarde, de entre los más cobardes soy el más valiente; es una frontera sincopada muy vulgar pero la cual me mantiene como un sobreviviente entre tantos huesos de héroes perdidos y quebrantadores de vida.” Lo cerré y arrumbé en mi biblioteca personal. Dejé de escribir por más de un año, casi dos: ni una sola palabra: ni un sólo esbozo de imagen textual. Entonces lo leí.
Aunque su lectura era vertiginosa y ágil, sólo daba pié a dos o tres páginas por noche. Cuando me dejaba enganchar, poco más de diez. Quizá hasta catorce. El libro, pues, se mantuvo en mi buró por meses. El rencor me dejaba avanzar lo que un camión cargado de herramientas pesadas andando sobre un camino de lodo, o era quizá que no quería terminarlo. Nunca en realidad lo he sabido ni he querido preguntármelo. Mucho menos contestármelo. Pero luego lo terminé, sí, de par en par, de lado a lado y me quedé ciego. No como lo dicta la palabra, a esas siempre les hace falta más riqueza de forma y fondo. Lo digo con total seguridad: ciego, ciego y ciego. Cada que me asomó a la ventana de mi oficina para ver la calle no es que no pueda distinguir el ocaso, los pasos, el rastro de gasolina de los autobuses o los perros, o las gentes, o las neblinas. O la lluvia, no. No es que no pueda ver algo o nada, es simplemente que ya no logró entenderlo. Y así comienzo a escribir ahora, como una mancha, un borrón o un supuesto. Ya veremos en que termina todo esto.