Replicantes.

Replicantes.
España, 2009.

Sunset Boulevard

Sunset Boulevard
España, 2009.

El que Busca Encuentra

viernes, 30 de diciembre de 2011

Rutas Nuevas

Rutas Nuevas.

A. Güiris V.

Después de haber sacado la basura al contenedor y volado en Zeppelin sobre una ciudad incierta mediante un sueño musicalizado por canciones folk de Andersen, Brewer & Shipley y Neil Young, marqué dentro de un circulo rojo el último día diciembre. Me quedaba aún la sensación de poder tocar la punta de ese rascacielos en forma de cubo (y caminar sobre las nubes) cuando taché el interior de ese mismo círculo con tinta oscura. En cierto modo, el duelo de los días estaba narcotizando la claridad del horizonte; el día apenas comenzaba a suspirar. Las luces, aún artificiales, enarbolaban el sendero de los desamparados; guías y mentoras de los vigilantes de la nocturna esencia de Virgilio. Pensé seriamente en tomar el teléfono, marcarle a mi madre –a los mios– despertar del letargo impuesto por la última y proscrita mañana, pero recordé que las palabras suelen no arribar al mismo tiempo que el sentido.

Sentado en el sillón que alguna vez pensé en obsequiar, cerré los ojos, acomodando mis manos en la nuca y recargando mi espalda en uno de sus brazos. Wagner hacía bajar del monte Venus a su caballero poeta mientras los primeros rayos de sol entraban por la parte baja de mi puerta sin siquiera haber sido invitados. Las ventanas traseras del hogar, o lo que solemos nombrar los mortales como refugio, originaban las siluetas de ese bosque que ha acompañado por siempre los misterios y las soledades de los hombres; las mías como tal. No abrí los ojos sino hasta el tercer movimiento, estereotipado y orientado por el coro de los peregrinos. Detuve la grabación, obtenida años atrás en un viejo VHS y encendí la chimenea, cerré la llaves del gas; el baño estaba listo. Mi cuerpo acrecentó el tibio humo que empañaba los reflejos. Pensé en lo cómodo que es no poder reconocerse de vez en cuando como vida, sino como bocanadas de polvo en el aire.

Al caer la noche, al encender las velas, abrí de nueva cuenta los brazos para sentir el aire. Di tres pasos y me detuve bruscamente en la ventana intentando asimilar el contorno de las plantas, de los árboles (de sus frutos) y la noche. La luna se escondió escrupulosamente detrás de un banco de nubes. Mi rostro, en el maquinal espejo en que se había convertido el ventanal de la casa, desapareció. No había más que durará en el día que un simple tachón en el cartón de los meses dejados atrás. Cerré las cortinas, tomé mi plumón rojo –también el oscuro– y subí hacía mi cuarto con una vela que apagué automáticamente al ver mi desatendida cama. Intenté, entonces, cerrar los ojos pero el sueño llegó primero. Como el destino a los años, como la guerra a la paz, como lo incierto a lo hecho. Como las metas al tiempo y la muerte al silencio... Soñé. "Mañana será otro día", me dije. "Para alguien siempre será otro día."

viernes, 23 de diciembre de 2011

Raices

RAICES.

A. Güiris V.

Bajo mi árbol de navidad hay un ligero blues de estilo campirano que reza que no hay beso más débil que la soledad, una pieza de rock que en realidad no dice mucho –como tantas– y una botella de ron. Los recuerdos cual ceniza de una familia que plenamente se ha ido separando con los ciclos, y una fotografía de aquel momento en que aprendí a decir adiós. Un retrato sin retoque del amor, o una máscara descocida del milenio. También un poco de ese pasto que hizo siempre falta en nuestros campos de baseball; sus gritos, las risas y los llantos. Hay deseos, tormentos y saltos; ciertas carcajadas aún se escuchan cerca de las teclas de ese piano –en forma de guitarra– que compré asiduamente con las ilusiones de tocar de cerca el velo de la fama. Aún se encuentran las llaves del infierno, las esposas de la calma y aquella espera marchita de la fe. El temor a la locura, el olor de algún ocaso destinado a repetirse y todas las llamadas que no hiciese al amor en espera de ser fiel.

Hacía el sur, aún encuentro mi cansancio junto al alma de un regalo no obsequiado y una carta de despido escrita sin el llanto. Hay una hoja casi en blanco; algún par de textos en ideas, así como tintas sin su pluma y puntas sin madera ni papel. Existe un pequeño rincón sin luz y una sombra sin efecto. El color de la sangre derramada sobre vidrio y la vida de un buen tinto. El jugo de la carne y los sinsabores de la hiel. Hay una lista de las cosas no encontradas y una falta de sentido en las perdidas; está el fragmento de una cinta en blanco y negro y la lista de diálogos de una comedia negra… Al igual, cerca de un aliento hecho jirones y suspiros, se encuentra un breve diccionario de notas musicales junto a toda la oscuridad habida por debajo del colchón de mis anhelos: mis sueños perdidos de trompetista, los primeros trazos de relatos –poemas y cuentos– y uno que otro negativo revelado. Existe un saludo, un abrazo, un tal vez. La estrecha forma del amor amado sólo una y una sola vez.

Bajo mi árbol de navidad, pues, se encuentra el polo norte y cierta esquina de la razón. La cadencia fina de mi argumento y el asiento en que los míos han de aguardar las noticias de mi deceso. Se halla la madera de mis restos y los adornos lapidarios de un hombre que intentó… En realidad, aún me resulta curioso como a cada invierno, a cada abrazo de frío, le oculto su verdor con esferas y brillantes luces. Como le adorno sus brios, como le seco a tiempo de creencias y apuestas con los meses... Me es extraño, sí, saberme como invado la tierra a cada año en búsqueda de lo que voy sembrando. No lo sé, supongo que es parte de la humanidad, y de sus míticos comienzos.

viernes, 16 de diciembre de 2011

SUBMARINO. Las Series, Vol. 5

SUBMARINO. Las Series, Vol. 5

Entonces llega ese fatídico momento en que te percatas que la muerte y el destino nos son factores que alteren seriamente el semblante de un infarto.

A. Güiris V.

No me atrevería jamás a suponer como fue que la vida de Jonathan Ortega Peñalver se fue forjando con los años. Al fin de cuentas no era más que una de esas personas a las que fácilmente se les puede llegar a imaginar tanto en la cima de la riqueza como en la base de la indigencia. De ese tipo de gente a la que la buena fortuna le sienta tan bien como los harapos de cualquier asunto callejero. Esa clase de individuo, pues, que nace recurrentemente a mediados de año para madurar y sobajar la distinción de la abundancia; junto a la total prepotencia que todo ello conlleva, o bien dotar con un poco de elegancia el breve viso de la pobreza. Era extraño, “casi insólito”, como solía describirle Frankie; no anhelaba dinero, joyas, mujeres o días seculares de descanso. Simple y llanamente gustaba de sentarse en la barra a ver como el tiempo desgastaba el frió de su cerveza mientras los años le pasaban brizando por la espalda.

Recuerdo mansamente los dos únicos días que laboró en las inmediaciones del Submarino, gustaba de servirte con ambas manos los mojitos y limpiar los bordes de los vasos con empeño. Era un tipo sumamente peculiar, con tal inocente objetivo de vida que para la absoluta mayoría era en realidad un indiscutible ridículo. En aquellas jornadas, lo evocó tan humanamente como me ha dejado en los últimos años este cáncer de recuerdos, tantas cosas se fueron suscitando que la memoria no tuvo más remedio que anegarse sobradamente de momentos para rellenar las descomunales noches de habitual hastío. Y no es por menospreciar en cierta parte la “realidad”, o los bellos convivios con los colegas adictos, no. Tan sólo digamos que los instantes que se forjaron en aquellas horas de cotidiano quehacer, fueron tan profundos que cómodamente se inscribieron en nuestras escuelas de hurto nacional sin pagar la colegiatura. Es decir, en muy contadas ocasiones habríamos de encontrar las claves para abrir la bóveda sin golpear el candado del ahorro. Es más, se podría llegar a decir que el anecdotario mismo contaba ya con su propio código postal. Basurto, el bendito hombre que conducía nuestros destinos detrás del volante del camión de las cervezas, lo aseguraba. Y si bien nos sinceramos un poco. Si bien no ponemos cautelosamente serios. No había autoridad mayor con respecto a la orientación y el destino de los hombres pasado el medio día.

Quizá, y esto lo digo con la total sinceridad que cubre el polvo presente de los relatos pretéritos, el verdadero legado del Jonah', como solíamos nombrarle a nuestro ocasional dictador, delegado y sustituto de borrachos familiares, nuncios, laicos y temporales, haya sido el de pasar desapercibido. Ya decía Carmelo que en el mundo sólo podían existir dos tipos de personas importantes (aunque quizá intentó decir relevantes): los que nacen para ser pendejos y los que crecen para ser fantasmas. Los primeros, según su enfrascada teoría de tradicional cosecha familiar, te asustaban por su falta de cordura, mientras los segundos intimidaban a cualquiera con aquellos momentos que se creían haber dejado atrás. Según él, no podía existir una combinación de ambos. Y es que de ser así –aseguraba– al fantasma rápidamente le empezarías a notar los píes por debajo de las enaguas de la hipoteca. La hipoteca. Si mal no recuerdo, esa fue la palabra más compleja que le oí decir jamás. Pero era exactamente ese el efecto que tenía Jonathan Ortega Peñalver en varios de nosotros, aunque no sepa a bien definirlo o me sea imposible entender como es que aún pueda recitar su nombre enteramente sin dificultad. Supongo que Marcos, casual amante de Eva y músico temporal de la orquesta popular “Reynaldo Mancera”, tuvo razón aquella ocasión en que logró concebir que el amor –finalmente– se le había esfumado de la misma manera en que su puro jamás habría obtenido la certificación para cualquier tipo de filtro: “No es que alguien no sepa lo que tiene hasta que lo ve perdido, apreciados camaradas, es sólo que estando perdido te percatas que no tienes nada a que aferrarte alrededor.”

Jamás, y repito, ¡jamás!, me atrevería a forjar la más minima idea de cómo sus años se fueron cortejando –pausada e intrigantemente– con la vida hasta su deceso; acaecido hace unos cuantos meses. Acaso unos cuantos días. Pero a estas alturas, seamos francos, nadie se sorprenderá de saber que ocasionalmente los rumores se adelantan al cristal con que se envicia el trayecto del disimulo, ¿o sí?... En fin, lo recuerdo vagamente, justo como a aquellas personas que al intentar contarles un chiste, mejor le citas un pasaje de la Biblia… En realidad le traté poco, saludándole un par de ocasiones. Sus manos eran pulcras, tersas, finas, como lijadas con el lomo de algún tomo de cierta enciclopedia descontinuada por los plazos. Y si mal no cruzó aquí las ideas, era Eva la que solía decir que los días eran tan recurrentemente naturales y necesarios como los moscos al aire de verano. Había, pues, que perseguirlos con ira y arrebato hasta enmudecerlos de golpe en medio de un charco de sangre para así poder, cansina e irónicamente, descansar en paz. En realidad, no sé que sentimiento me debería nacer. ¡Pobre del Jonah'!, me gustaría decir, pero quizá haya sido lo mejor para él y los suyos. Era un tipo turbiamente universal. Tan extranjero que casi puedo asegurar que en las aduanas le exigían la credencial para votar.

“¿Qué otra cosa se puede exigir?, ¿qué otra cosa?, compañeros...” recitaba prevenidamente con un brindis Mauro, nuestro improvisado beatnik de cantina nacional, cada que uno de los nuestros alcanzaba la gloriosa oportunidad de emprender ese perenne éxodo mayormente conocido como el descanso eterno, “…si la perplejidad del tiempo no se mide mediante la enrevesada complicación de las almas vivas, sino en razón de evocar las buenas acciones de todos aquellos que siempre nos dejan la comida en la mesa el día de muertos…” Claro está, que ante tan lúgubres y anímicos temas, Kasuo, el flagrante periodista de la casa, no podía permanecer callado. Al respecto, nuestro rebosante y engreído hijo de nipones, siempre expresó que el miedo a morir no era tan efectivo como el temor a saber que algunos de nosotros continuáramos vivos después suyo. Supongo que con el tiempo, y las despedidas de los últimos años, la vida le ha ido cobrando el peaje de sus lagrimas atenuándole el pelo con el preciso tono del material con que fabrican la primera plana.

Es ahora, quizá, que lo conmemoró mejor, que la mente está más clara por los años, que en realidad no recuerdo haberlo visto muchas veces de la mano de una dama. Pero en fin, ya todos sabemos que hay gente que vive como si no hubiera mañana, mientras otros disimulan que el pasado jamás ha sido ejecutado en algún paredón. No podría confirmarlo, no me atrevería, pero el Jonah', también llamado Jonathan Ortega Peñalver, tal vez (quizás) vivó como pocos. A conciencia de que un día había que irse a penar a otro lado, a otra esquina, a otro bar… Que más decir, pues, de un hombre cuyas últimas palabras, se rumora, fueron las siguientes: “El corazón siempre será pequeño comparado con las dunas que han de ir demarcando la ribera de nuestro perfil, amigos míos. Así que a mi, tan sólo dejadme descansar. Es obvio que algunos partiremos sin siquiera poder asumir el rol de un espejismo.”

viernes, 9 de diciembre de 2011

Inconcluso: Invierno (Fragmento)

INVIERNO (Fragmento)

A. Güiris V.

El invierno habrá comenzado a inicios de febrero, hace ya 6 o 7 años… Al inició del camino intenté contar los días, esculpir los soplos de la gente que veía pasar e irse sin rumbo fijo –integrándose a la penumbra y la llovizna– pero el hambre fue más fuerte que el recuerdo y el olvido; las sombras se habrán abatido sobre nuestros rostros un par de meses después de que la gélida tormenta de mayo acabase con los menos fuertes. Los cuerpos de los ancianos y los jóvenes dejaron de ser sepultados al cabo de semanas sirviendo mejor como combustible para las improvisadas fogatas que adornaban el paisaje.

La casi perpetua caída del rojizo polvillo no tardó en hacer acto de presencia. Era turbia, espesa, pegadiza y al cabo de unos días cubría las principales vías como si tuviera conciencia y ubicación. Los días comenzaban a dividirse, ya no por noches, sino mediante la fatiga y retentiva. Algunos, los pocos, comenzaron a dormitar un par de horas antes de emprender de nueva cuenta la vigilia de algún sitio, trotando en círculos por un nuevo mundo. Los otros, no pudieron jamás volver a abrir los ojos. Con el paso de los días fue cada vez más usual encontrarse por los arados –huyendo del eje principal, cansinamente carmesí– entre zapatos de niños y sacos porosamente gastados, botones carbonizados y agujetas hechas jirones por el frío. La comida era un recurrente sueño entre los débiles y un repetido fracaso entre los ambiciosos.

Tiempo atrás, incontable tiempo atrás, la arena había cambiado de sabor; mis manos endurecidas por el clima habían ennegrecido bastante al igual que mi rostro. Los dos últimos acompañantes de ruedo se habían dejado vencer por las inclementes horas sin esperanza. El mar se encontraba cerca, la marchita brisa del océano se acoplaba a ese fétido olor que provenía del norte; penetraba en los sentidos. En ciertas esquinas, o lo que comenzamos a conocer como Las Esquinas, se rumoraba que en aquellas tierras altas la situación era inhabitable. Nadie podría haber decidido quedarse allí, nadie podría haber sobrevivido. Todos los caminos se acoplaban al sur, no existía otra ruta para aletargar el incipiente destino de todos los hombres. Las leyendas comenzaron entonces a tomar forma, y con ellas las rutas de escape, los aguardos, la fe; ciega como en los tiempos de la luz…

Fue pocos días después de que la noche y oscuridad conquistarán la inmensidad cardinal que la música comenzó a sonar repetidamente como si de una voz angelical se tratase. La melodía fue repetida una y otra vez sin el cansancio. Los pocos cuerpos que acicalábamos el camino detuvimos el paso y recordamos el aire, las notas y el tibio sabor de un abrazo; las palabras que emanaban de tan alegórica belleza melódica atenuaba dichas imágenes. En el horizonte las luces comenzaron sus esporádicas apariciones y nuestras sombras terminaron por formarse en el yugo al tiempo que aquellos cuerpos, a contra luz, se nos iban acercando. No había cabida para ninguna emoción certera. Tan sólo esperamos…

viernes, 2 de diciembre de 2011

Peter Gabriel & The New Blood Orchestra. Palacio De Los Deportes. México. 2011.

Peter Gabriel & The New Blood Orchestra. Palacio De Los Deportes. México. 2011.

23/Nov./2011

Ataviado con los años; abrazado de las experiencias y los cansancios que estos dejan a través de los caminos y las rutas que uno va forjando, Peter Gabriel apareció de la manera más sutil y humilde a un escenario que prontamente lo arroparía como las tradiciones lo marcan –y tatúan– ante los artistas que cuentan con una trayectoria tan basta, original y diversa como la suya. Al fin y al cabo, después de introducir brevemente a “Jessica Hoop” y “Rosie Doonan”, las cuales fungirían como sus coristas posterior a interpretar una canción cada una, la más que emotiva velada era tan sólo un enigma revelado brevemente a voces, reseñas y videos de celular en un mundo que, como bien circundaría el mensaje del concierto, ahora tiene la posibilidad de mostrar para observar, ser observado y revelar (denunciar). No obstante, lejos de ese conocimiento previo que pudieron consumir algunos de los asistentes, se puede asegurar que nadie en esa sala estaba realmente preparado para la gama de inquietantes emociones que tenía reservado un show pulcramente diseñado y llevado a cabo ante la cada vez más atónita mirada de los 8,000 espectadores que se dieron cita.

Ante el silencio dejado por las bellas melodías Folk de las coristas, los “Heroes” de Bowie; pieza fundamental del disco que comenzó esta alegórica y minimalista puesta en escena de las remembranzas musicales, originó el primer ataque a cercar los limites del onírico vértigo en el que nos iríamos sumergiendo entre narraciones previas a las experiencias audiovisuales. Las historias, pues, se fueron sucediendo. Un primer trayecto que encrespó los sentidos del auditorio: torturas con el siempre inerte nostálgico sazón de la libertad; “Wallflower”, temores universales ante la inevitable naturaleza del hombre y la propia naturaleza en si; “Après Moi” (cover de Regina Spektor) y los importunos comunes de una vida social o sensitiva “Intruder”… Fue, pues, que al termino de esta pesadillesca y oscura primera impresión en nuestras mentes y cuerpos, el otrora líder de “Genesis” deleitó a la noche con un viaje tribal y astral: “San Jacinto”, y ante los ojos enormes ojos de un Coyote que asomaba por encima de la orquesta, los presentes sintieron el placer de viajar por un desierto mental ante las pruebas de una tradición milenaria como lo son los de la cultura Indioamericana. Terminado, pues, el éxodo, los tambores resonaron ante las pantallas que por vez primera combinaban colores claros para apaciguar el nervio y dejar a la comodidad asentarse mediante la reflexión y cuestionamiento de dónde hemos escondido al amor; “Secret World”.

Con un breve descanso y giro de ritmo, Peter Gabriel compartió entonces el lazo que lo une y unirá perennemente a su padre. “Father, Son” comenzó y concluyó con imágenes de la convivencia de ambos –pietaje del video oficial de la misma canción–, momento que remangó los corazones y respiros de más de uno, preparando el escenario para asumir el encargó que desde hace años, el también compositor de varias bandas sonoras, ha tomado con ambas manos: evidenciar la injusticia; “Signal To Noise”. Dado el discurso central de su estilo de vida, la libertad se presentó claramente en un bello cielo infinito que iluminó tanto las paredes del recinto como los rostros de los asistentes; “Downside Up”, al igual que el exhorto; “Digging In The Dirt” para dar paso al anecdotario, primero con cierto tenor a la poesía dotada de angustia y fuerza en un bello tributo a la poetisa estadounidense “Ann Sexton” con “Mercy Street”, y luego inspirarnos en la visión de “Carl Jung” sobre una danza nativa de Sudán; ”Rythm Of The Heat”.

Para emprender, entonces, el último tercio del concierto, la naturaleza nos advirtió de su deterioró; “Red Rain”, los recuerdos y sueños de la infancia del interpreté se mezclaron; “Solsbury Hill” y se recordó nuevamente la injusticia –ahora en Sudáfrica– por parte de uno de lo más emblemáticos activistas anti-apartheid asesinados a finales de los 70, “Biko”. El final estaba cerca, la presentación de la orquesta lo anunciaba a la vez que levantaba los aplausos y silbidos. Era cierto, la velada comenzaba a despedirse. Las luces lentamente extinguieron su brillo dejándonos ante la oscuridad por minutos; minutos de penumbra que se vencieron ante los colores más vivaces que se dieron paso al inició de los temas del único encore: Amor, “In Your Eyes”, Esperanza, “Don't Give Up” y el Hogar “The Nest That Sailed The Sky” para culminar el sueño, para ir a cama a dormir –como bien nos despidió el artista– y terminar la noche abrazados de las más emotivas visiones...

Fue lo suficientemente claro, después de aproximadamente dos horas de concierto, que la vieja escuela es la que mejor utiliza los avances tecnológicos para redondear sus conceptos, mezclar sus ideas y elementos de mundo. Igualmente que Peter Gabriel no cede un paso a los tiempos y evoluciona sin caer en los clichés de industria… Fue así, entonces, que después de habitar pesadillas y fantasías, el horizonte onírico se desnudo nocturnamente a la salida de la estancia de un hermoso y, sobre todo, gran concierto de experiencias atemporales. Algunos lo vivimos, sí, y puedo decir, por ellos, que la música que ingresó a nuestro brío y aliento, veloz y poderosamente nos drenó, llenándonos castamente de Sangre Nueva. Y en realidad, sin más, así fue.