Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

Sunset Boulevard
España, 2009.

El que Busca Encuentra

sábado, 17 de diciembre de 2016

Arrival

REDONDO.

Arrival
La Llegada (Dennis Villeneuve, 2016)

Como claro preámbulo a una de las cintas más esperadas por los cinéfilos en el 2017, “Blade Runner 2049”, Dennis Villeneuve se inscribe de lleno en la ciencia ficción con una cinta que si bien tiene sus ligeros detalles, nos hace esperar con ansias una obra justa y merecedora del legado de su antecesora. Y es que con “Arrival" da muestras de una mano cada vez más controlada en la cadencia, una madurez latente en la tesitura de sus temas así como una exploración más fresca de los mismos. De paso, claro, se da el lujo –y la libertad– de sacarse la espinita y por fin manejar a sus anchas ciertos elementos que había bocetado ya en anteriores cintas. Si bien su obra se ha ido abriendo de a poco a un mercado más global, ésta no ha dejado de otorgarse a desafíos más complejos y profundos en las aristas narrativas, estéticas, histriónicas y dramáticas a cada paso. Su filmografía es, pues, su propia escuela; seminario que intenta captar lo sombrío y taciturno de la naturaleza humana. 
El conflicto plenamente narrativo de “La Llegada” es simple y hasta lógico, su primera parte inclusive puede definirse así. No obstante, el trasfondo que se nos irá develando de paulatina manera abre un envase que doblega la incógnita propia de nuestros personajes en pantalla. Es un miramiento a lo desconocido, a los temores de ello: las posibilidades, la pertinencia, el beneficio y la convivencia. “Arrival" no es una elemental cinta de encuentros extraterrestres, es un filme anacrónico ilustrado a través del lenguaje; lo que conlleva éste no sólo como proceso comunicológico sino como exploración en el campo emotivo y temporal. Villeneuve se nota suelto y escrupuloso dentro de un género que en muchas ocasiones ha sido maltratado; arrinconado en recovecos cercanos a la fábula, lo exacerbado y lo no formal.
Bajo una batuta de estética puntual, y agraciadamente sin hacer alarde de espacios y figuraciones recargadas en su estética, el entramado se desarrolla en espacios comunes, en un circulo de hechos que a la par que se presentan de manera más concreta, se van profundizando en el subtexto. Estamos, pues, ante un filme que se puede dar el corte de “inteligible” aunque tampoco se inscriba por completo en ese campo. “La Llegada” resulta al final en una película bien hecha, seria y formada al detalle. Aunque parezca que no pasan muchas situaciones diferentes a lo largo del camino, en el fondo se revela la materia de aquello que nunca ha sido puesto a prueba.
Como ejercicio guionistico la cinta carece de una redondez total. El entramado diseñado de Eric Heisserer peca en ocasiones de falta de desenvolvimiento. Si bien la voz en off que divide parte de la estructura fílmica hacía la mitad de la cinta se justifica para un metraje más acomodado, podría haber sido tratada con un poco más de calma. Igual pasa con las elipsis temporales a la “Nolan” que se suscitan hacía la parte final de la cinta, donde dicho sea de paso, el estilo cíclico presentado se torna un tanto más intrincado. Parte de ello bien podría haber funcionado mejor si se obviaban las posturas críticas a los actuales enemigos económicos e ideológicos de los Estados Unidos. Pero claro, hay que dejar la marca de la casa. 
En los demás elementos técnico/creativos hay poco que escarbar. Es una constante de Villeneuve el hecho de amalgamar de manera precisa la homogeneidad de los elementos de sus cintas. Tanto la fotografía realizada por Bradford Young, como la música de Johánn Jóhannssonn (basada realmente en muchos de los temas de sus anteriores trabajos) y el montaje de su editor de cabecera, Joe Walker, van de la mano. No sobrepasan el todo del filme, participan en el entramado desde su rincón de manera efectiva y sin protagonizar. Igualmente, como ya es costumbre en los filmes de este realizador, la dirección actoral es de un muy buen corte. Sus talentos se muestran eficaces en el set, con personajes que han construidos sus niveles de atención dentro del entramado final. 
Si bien el paso de Dennis Villeneuve ha sido un tanto zigzagueante –no todos esos retos fílmicos de los que hablamos al inicio han dado un resultado cien por ciento óptimo– continúa siendo uno de los directores a seguir. Su mano va imponiendo un sello particular, uno que se adentra a las líneas no visibles de un filme. Es un cineasta que gusta de detallar sus contenidos de tenaz manera antes que al vestido decorativo (aunque también hay algo de ello). Y con “Arrival”, claro, nos da además una prueba en su manejo de géneros, de que su discurso puede incursionar en distintas fronteras de manera clara y capaz dejándonos a espera de más. No sólo la secuela antes citada, sino más desafíos cinematográficos que seguro estaremos disfrutando. 

La Llegada de Dennis Villeneuve

Calificación: 3.5 de 5 (Buena). 

jueves, 8 de diciembre de 2016

Sully: Hazaña en el Hudson

REDONDO.

Sully
Sully: Hazaña en el Hudson(Clint Eastwood, 2016)

Sabemos de antemano que cuando Tom Hanks se deja ver en la pantalla grande la bandera de los valores estadounidenses más ortodoxos ha de ondearse por todo lo alto dentro del metraje presencial, sobre todo hacía su parte final (y resolutiva). Ahora bien, cuando detrás del encadenado de acciones se haya alguien como Clint Eastwood, es de suponer que dicho aire ondeante habrá de multiplicarse. Y es que estamos ante dos de las figuras más representativas de dichos intereses morales por parte de nuestro vecino del norte. El primero, claro, es una figura en la que ha recaído a lo largo de su carrera la interpretación norteamericana de la bondad, mientras el segundo se rodea de figuraciones de alcance, autoridad, poderío y, aunque suene irónico a sus 86 años, de fuerza y vitalidad. Si bien no podemos negarnos ante esos hechos, tampoco podemos negarnos al factor de que Eastwood quizá sea uno de los directores más formales y pulcros de la última década. Si bien sus trabajos más recientes fluctúan tanto en sus propias acciones como dentro de su propia filmografía, con Sully nos enfrentamos ante la reintegración plena de su cine más efectivo. 

La historia en si parece calzada para ponderar los bonos normativos de la sociedad estadounidense, exaltando –e integrándose– en la siempre inicua batalla entre el interés y la honestidad. Es una trama predispuesta, pues, para ello, y quizá otra mano la habría llevado a rebuscar ciertos elementos que dieran como resultado una obra exacerbada, pero no es el caso aquí. En la balanza de los hechos presentados: la narrativa y el campo emocional, se percibe la madurez del realizador, su soltura dentro del control de la ficción y su buen tacto. Es el propio encadenamiento el que se viste y respira con cierta pericia a favor del espectador, quien más que verse obligado, se dejará llevar más o menos libremente para dar sus valoraciones y experimentar el dramatismo propio del filme. 

Anacrónicamente Eastwood nos coloca de lleno y de manera eficaz en el centro del conflicto; la película no se centra dramáticamente en el afamado contratiempo aéreo que dio la vuelta al mundo, sino en lo que se suscitó después con los protagonistas de los hechos. Para ello se apoya en un doble debate. El principal es aquel donde las fuerzas burocráticas intentarán, como es sabido, lavarse las manos sacrificando la carrera del piloto; nuestro personaje central, él cual sostiene la disputa interna entre los nombramientos populares de héroe, así como los oficiales y mediáticos de posible fraude y peligro. No obstante, con cierta obligación y haciendo uso del tiempo como representación fílmica –sobre cavilaciones e inflexiones de nuestro eje humano central– el realizador nos hará parte de ese vuelo bajo un comando elegante y hábil desde distintos puntos de vista. Se revisita el acontecimiento bajo unidades separadas para poder lograr un climax en conjunto: accidente y resolución del caso. 

La fotografía de Tom Stern y el montaje de Blu Murray sobresalen en el valor adecuado; están a disposición del filme y a pesar de desplegarse de manera sobresaliente son invisibles durante la proyección. La partitura de la Tierney Sutton Band y Christian Jacoby encaja y se mimetiza con el estilo del propio Clint Eastwood acentuando los momentos claves. Sobresale igualmente el control y la colaboración de Hanks y el director. La actuación del histrión es calma, estoica (bajo las parámetros que le conocemos) y permite que el flujo de la cinta provea y le provea. Hacía tiempo que no veíamos a un Tom Hanks tan efectivo en un filme que no busca otra cosa más que narrar un fragmento y una versión de las cicatrices que van construyendo al Nueva York post 9/11.Por la parte técnica no hay más que agradecer. 

Sully es, entonces, una película particularmente sencilla. Una cinta sin aspavientos que no busca dobles fondos o profundidades en el sistema, se aboca a sus personajes y humaniza el hecho sin criticar de más, sin ataques frontales. Al verla no queda más que identificarse bajo su ritmo y pasar un tiempo placentero de un cine sobrio, claro, sin pretensiones y disfrutable. Un cine que no busca más que mostrarse y, sobre todo, escribirse y realizarse bien. Y vaya que en estos tiempos, y en esa área del mundo–honestamente- es más que suficiente.

Sully: Hazaña en el Hudson de Clint Eastwood

Calificación: 3.5 de 5 (Buena a secas). 


martes, 29 de noviembre de 2016

Bellas de Noche.

REDONDO.

Bellas de Noche
Bellas de Noche (Maria José Cuevas, 2016)

El tema y universo elegido por la documentalista debutante Maria José Cuevas se apetece literalmente hacía las grandes luces; las aristas que trastoca dentro del imaginario colectivo es amplio y harto interesante. Lamentablemente su mano se deja conquistar por sus personajes para que la obra se torne a leguas condescendiente; correcta en lo político y medianamente en lo social, alejándonos por completo de temas discutibles que harían enfrentarnos al escaparate del espectáculo y su doble moral dentro de la industria nacional. 
Si bien el seguimiento que hace de 5 vedettes nos trae a la mente –ya sea como recuerdo o virginalmente– aquella época de entretenimiento nocturno centralizado en luminarias cuya ropa servía tanto para lucir su cuerpo, como para reflejar los "brillos" de una sociedad que escapaba así a sus deseos e ideales, termina por quedarse corto en profundidad y pobre en consistencia. Indaga muy escuetamente el mundillo detrás del espectáculo dejándose abatir por el carisma de sus “bellas”, ganándole estas la partida. Y es que más que historias de vida y/o rastreos de su carrera profesional; más que retratos íntimos, logra una peligrosa camaradería obteniendo respuestas cuasi planificadas en llanas entrevistas y no confesiones que pusieran en juego todos los factores detrás de la maquila de aquellas figuras, cuasi heroínas sexuales, que tanto sirvieron a los medios para la pantalla social y que después hicieron a un lado con la misma convicción. 
Los homogéneos temas que se intentan poner sobre la mesa se entretejen de manera truncada: momentos aletargados, sosos y algunos bellos e interesantes (los menos) en los cuales podemos alejar a estas 5 damas de ese pasado glamuroso que hizo de sus nombres parte dorada de la farnadula, o bien de este intento de justicia mediática –que al parecer fue el pretexto inicial para la fabricación del filme. Igualmente su parte final, donde el documental se obliga a adentrarse a la lucha que tienen estas mujeres frente a un mundo que si bien no las ha olvidado, las sigue utilizando como patiños, siluetas o vil existencia de nostalgia. Igual la cinta.
Las partes técnicas distan mucho más aún del contenido. Los encuadres en ocasiones salen sobrados, demasiado amplios y vagos en composición. El montaje es previsible; denotado mayormente por las acciones previas, lo que ahoga al ritmo y hace que el proyecto termine por no marcar un ritmo pertinente; la obra se siente más larga de lo que realmente es. 
Bellas de Noche, pues, resulta ser un ejercicio de añoranza que queda a deber. Señala un camino que deja abierto y expuesto a distintas interrogantes que se pierden frente al espectador. Es un producto bonachón que no dice más de lo que se puede ver en pantalla, no hay un volumen temático ni preciso al debate; se enmarca la sensibilidad de estas mujeres a través de sus inseguridades, faltas de criterio, excentricidades e ignorancia. No se trataba tampoco de atropellar las personalidades y desenmascarar a diestra y siniestra un periodo lleno de irregularidades, no, pero sí de revelar claramente ciertas guías; de encontrar la honestidad y el diálogo en reflexiones sin tapujos. Curioso resulta entonces al final que estas damas terminen por mostrarse más desnudas en los pietajes de las cintas de sus años mozos, que en estos sus relatos y supuestos retratos de certeza. 

Bellas de Noche de Maria José Cuevas

Calificación: 2.5 de 5 (Regular). 

viernes, 11 de noviembre de 2016

Hasta Luego Leonard Cohen.

Hasta Luego Leonard Cohen.

Como mucha de mi música favorita; aquella que me ha acompañado durante años enfundada en un abrazo en conjunto, conocí a Leonard Cohen en un viejo casete pirata que tenían mis hermanas entre sus álbumes, libros y fotografías cuando apenas me iba a entrar la pubertad; se trataba de su disco de éxitos de 1975. Y sí bien por esos años lo que yo buscaba era un sonido enérgico cargado de riffs ácidos de guitarra y potencia a lo más vil para -según mis creencias de entonces- alejarme de todo, no pude más que rendirme ante sus canciones casi a la primera escucha. En la aparente sencillez de las notas que brotaban de la bocina de la grabadora había una sazón de nostalgia, de sapiencia; ecos de experiencia brutal, de dolo y un apasionamiento por las espinas del amor. En los recovecos de su lirica comencé a conocer el serpenteante mundo de sentimientos al que me dirigía y en el que aún camino y aún me explicó ocasionalmente con sus frases. Fue él, pues, incluso antes que Dylan, quien me enseñó que no todo era experimentación en el mundo sonoro sino también contenido. No se trataba únicamente de sonar bien sino de decir algo, tener discurso y total franqueza. 

Aquel casete no sé si aún exista en alguna caja cargada de polvo en la casa donde crecí la mitad de mi vida; en realidad no recuerdo si logró superar el desgaste que le hice conocer aquellos días, meses y quizá años. Viendo hacia atrás, esas horas me parecen ahora un horizonte tan lejano como vasto el universo que me hizo conocer: sentimientos y emociones embotelladas al vacío del plástico, del laser y de la era digital. Enseñanza pura de que la belleza no es nunca una dama bien vestida sino una que disfruta de su desnudez para, de vez en cuando, violentarse y alzar la voz. Que señala con enojo y se ensucia sin apuros para acariciarte y mostrar al mundo valerosamente su llorosa mirada, su cansada fragancia y las marcadas cicatrices que le dejaron las jornadas de vida. La beldad como una catarsis repleta de elegancia. 

Si bien no recurro tan a menudo a su discografía, cada que me regalo dicha oportunidad algo en el aire me respalda y me hace respirar de una manera bucólicamente honesta; me hace sentir acogedoramente simple, llano, solitario. Una sombra capaz de encontrarse la sonrisa entre las penas. Una carcajada repleta de las condenas que da la felicidad... Si bien el mundo de sus letras, de su narrativa, de sus encuentros y reencuentros han marcado a miles, a cada uno le ha creado su propia firma. Su propio sello con su propia tinta y su propio sabor. El mío no sonará del todo tan especial; se remonta y remontará siempre a ese casete viejo y pirata de mis hermanas en que le escuché por vez primera. Y es que a través de todo el paraje en que me ha acompañado indirectamente, no me queda más que aclararle a manera de despedida -ahora que tristemente nos ha dejado- que así como hizo a bien decir y cantar alguna vez, yo, como miles de sus seguidores, sólo he tratado a mi manera de ser siempre libre.

jueves, 4 de agosto de 2016

Pautas Finales.

Pautas Finales. 

De las pocas cosas que se pueden asegurar sobre la historia de Saúl, una de ellas es que su biografía se cuenta mejor, y toma mucho más interés y fuerza, si tomamos como punto de partida el momento en que dejó de estar entre nosotros. Otra, es que sus más grandes pasiones asomaron siempre cierta comunidad con el resto de los hombres de la barra: adoraba a las mujeres, el licor y la buena música. Algunos incluso cuentan que cuando invitaba a alguna dama a un día de campo la canasta, en vez de ir llena de emparedados y gaseosas, iba repleta de long plays y discos de 45 que iban desde la Andrew Oldham Orchestra hasta el Splinter Group de Peter Green pasando, claro, por Bettye Lavette, Erma Franklin y Rare Earth, los primeros blancos en lanzar un Hit con la Motown Records que tanto presumía cada que tenía oportunidad. Era un amplio seguidor de las cuerdas de Mike Bloomfield, Roy Buchanan y Robin Trower, así como un pensador extraño y un corazón errante. En cierta ocasión, cuando arribé a la barra en una de mis tantas crisis amorosas, se me acercó con su siempre interesante aliento a vodka y hierbabuena para indicarme con el humo de su tabaco cálidamente en el oído una de sus tantas frases memorables: “En ocasiones, amigo mío, el amor tan sólo es despertarse abandonado para sonreírle al lado vacío de la cama. Créeme, entre menos dientes tengas, más cerca estarás de saber quien realmente quieres que la llene.”

En su rostro se dibujaba su espalda y su faz era en si vil opacidad. Su naturaleza era de contrastes: en apariencia tenía una actitud sobria pero en realidad, al asearse, era capaz de emborrachar al jabón y el estropajo. De algunos era conocido que solía dormir desnudo y circundado a tres simples pasos de lo que le resumía: su tocadiscos, su cava, su colección de acetatos, su frigobar y la tan famosa agenda musical de conquistas de una sola noche que se alzaba como oscuro trofeo entre sus revistas para adultos. En ella, es cierto, encontré a dos de mis más grandes fracasos  –dos de esos nombres que se clavan en lo nervios cada que se escuchan– cuando tuve la oportunidad de tenerla en mis manos aquella tarde que Frankie y yo indagamos en su casa buscando algunas pistas y señales sobre su desaparición. Su caligrafía, debo reconocer, era de una manuscrita sobresaliente y elegante, por lo que no pude más que suspirar: pocas veces se encuentran dolores tan fuertes tan bellamente escritos: la mano y la tinta como destino de una hoja en blanco. Cuando a Abelardo, nuestro flamante cantinero le detectaron el tumor que acabaría con su vida, por ejemplo, apenas y se entendía el número de la cédula del doctor en un dictamen que siempre nos pareció más bien una mala impresión del horóscopo matutino. “Mejor hubiera sido imprimirme la sentencia en los obituarios de la nota roja”, dijo la última vez que le visitamos en el hospital a reserva de un epitafio.

No es de sorprenderse, entonces, que Frankie fuese quien más le hecho de menos y quien en realidad más le busco hasta el hartazgo. Su amistad era una de esas relaciones mayormente cronometradas con la arena de las tumbas. Digamos que ambos disfrutaban de ver como la lavadora se llenaba de sangre después de una  típica jornada laboral. No obstante su naturaleza profesional, tenía su carisma y cierto talento para hacerte sentir abatido ante sus momentos de acida ternura. En una ocasión, en cierta etapa de quebranto, creyó que vistiéndose como los “exitosos” de las publicaciones empresariales le cubriría el polvo de la gloria y la conquista, pero lo único que logró fue que le diera un fuerte enfisema que le dejo en cama por un par de semana del cual jamás se recupero del todo. Inclusive le cambio el semblante y el tono de voz, pero así era Saúl, un matón a sueldo con más dilemas que cicatrices. ¡Que se podría esperar de alguien cuyo proyecto de autobiografía inconclusa comenzaba así!: “¿Qué tanto confiaría usted en un hombre cuyo único amor de verano fue en otoño… y sin una gota de libido cerca?

El último día en que supimos de él fue el mismo en que se despidió de los escenarios locales Alma Julia. Aquella gran cantante de aterciopelada voz y pelo crespo que Frankie siempre resumió a través de su vestuario. “Cerrados los ojos te imaginas la mejor caída de seda a través de curvas y solturas excéntricas en una piel madura y elegante. Al abrirlos te das cuenta que esa voz se he hecho con todos los vestidos propicios a lucirse mejor en otro cuerpo”. Siempre había tenido un talento nato y por fin, en el bar, habíamos logrado que se diera cuenta de ello; había decidido apostar por una carrera de verdad y mudarse a la gran ciudad; dejar el barrio, dejar el sitio y vernos desde el brillo de las marquesinas de la avenida central. Con una versión inmejorable de “Little Person” de “Jon Brion” cerró la noche y sus actuaciones en el lugar. Posteriormente la vi un par de ocasiones en la televisión como corista de una de esas bandas con más trayectoria y fama que energía, sus actuaciones estuvieron repletas de garbo y elegancia pero después le perdí de vista. Sé que llevó una buena vida y que en recientes años le detectaron Alzheimer, que la internaron en un lugar cuyo extraño nombre supongo intenta balancear el importante e inminente olvido de sus glorias. Supongo que aquella fue una velada de despedidas, de nostalgias futuras y presentes. Yo me encontraba con el reto de dejar el cigarrillo y otros tantos con el objetivo de recuperar la vista bajo lentes fabricados con los vidrios rotos de los ceniceros. 

De Saúl en si jamás supimos casi nada a ciencia cierta. De lo poco que sabemos, de lo poco que indagamos, todo, o casi todo, lo hemos inventado y reinventado alrededor de todos estos años. Sabemos con mediana seguridad que nació en una casa al norte de la ciudad –hogar de una partera– entre 1945 y 1947. Que hubo momentos durante su vida, días incluso, en que bien podía pasar por ser un tipo común y corriente, una persona a la cual catalogársele sin más miramientos que como normal. Aunque eso, claro, era quizá tan sólo porque no había dormido bien la siesta, como solía decirnos Clara, su hermana menor, cuando preocupada salía a las calles a buscarlo y lo encontraba –medianamente sobrio– en el primer lugar en que le se ocurría buscarlo. Socialmente siempre fue una sombra pero en excentricidades siempre dejaba al resto como una triste penumbra. Entre sus aficiones y deseos siempre tuvo el anhelo de ser un escritor, pero a ese oficio él se refería siempre como el de ilusionista; sus tres libros de cabecera eran Moby Dick de Melville, La Conjura de los Necios de Kennedy Toole y Los Detectives Salvajes de Bolaño. La canción que más le ponía triste la encontró muy tarde en el camino: The Way It Will Be de Gillian Welch. Y por lo que sabemos, y sé, jamás tuvo un amor de amores exceptuando la música. En alguna ocasión le escuche debatir en una mesa: “Me gustaría decir que los amantes de la música siempre hemos tenido la razón, que siempre hemos sido los poseedores de la solución al mundo. Pero, claro, si lo dijéramos así –si lo confesáramos– deberíamos entonces de dejar de oír tanta música de manera tan personal. En todo caso sería mejor afirmar que el mundo se ha equivocado en todo para mantenernos esperando hasta la muerte y darnos cuenta que el cielo, eterno e inexistente, es el que siempre ha estado errado.”

Jamás volvimos a saber de él. Y a pesar de que muchos le daban por muerto en un ejercicio de atraer buen karma y justicia, Frankie nunca lo dio por perdido; incluso en su lecho de muerte aseguró sentir que en algún rincón del mundo él se divertía a expensas de todos nuestros talonarios del seguro social. Las teorías, claro, se arremolinaron como un extenso directorio. Había quienes aseguraban haberlo visto encima de un descapotable en ciertos caminos desérticos, así como aquellos que aseguraban que en sueños les había confesado sus crímenes y los lugares donde había enterrado los cuerpos y el oro… Yo, en cambio, jamás lo imaginé siquiera, pero ahora que lo pienso bien, tal vez me habría gustado observarle desde una cenital por una carretera vacía; con el pelo un tanto largo escondido en una gorra de baseball, barba y bigotes tupidos; lentes negros de aviador y pies enfundados en botas vaqueras acelerando hasta encontrar el mar, el eterno azul; donde se hundía con todo y carro para no volver a aparecer jamás. En realidad, de sus días, poco recuerdo del cigarro, acaso el eco de sus tonos cuando me tocó la garganta después de un buen trago de licor. Como solía decirnos el propio Saúl cada que se despedía en el medio de las nubes de alquitrán y hielo seco: “Si mi destino hubiera sido el de ser un genio, creanme que habría decidido nacer en otro sitio.”

…Fumé, pues, mi último cigarrillo el mismo último día en que supimos algo de Saúl. No fue en realidad durante una tarde de lluvia ni mucho menos en una de otoño con viento y hojarasca bailando en el suelo adoquinado. En aquellos días pocas personas eran realmente las que se dejaban ver por el bar; el humo nos había perdido de vista. Ricardo, el portero de aquellas monótonas jornadas solía anunciar el ambiente con esa frase al abrirte la puerta: “La fumarola se ha visto en el espejo, señor, después de un par de copas ha decidido irse de viaje y se ha extraviado. Sea usted bienvenido. Bienvenido.”

miércoles, 27 de abril de 2016

Hail, Caesar!

REDONDO.

Hail, Caesar!
¡Salve, César! (Coen, 2015)

A lo largo de su filmografía, los hermanos Coen han utilizado ciertas manías y antojos personales de una forma tan estilística e incisiva que su sello característico ha devenido claramente de ellos. Los caprichos, por así decir, que conforman la silueta de su cine siempre han aparecido dentro de subtramas que rozan azarosamente la principal, intrincados diálogos –confusiones especulativas– y personajes casi ajenos a la narrativa central por citar algunos de sus más recurrentes, claros y obvios. Han sido, pues, estos elementos los que han dado color y calor a sus obras; su mano se pinta alrededor de ellos, incluso podemos decir que sus enredadas comedias llevan ya su nombre en la forma y la practica (en el uso y cierta boga) pero sobre todo que existe ya un número notorio de imitaciones-tributo e imitaciones-recurso. 
No obstante, con “Hail, Caesar!”, su más reciente entrega, el balance al que nos tenían acostumbrado dentro de esos propios factores citados se pierde y son ellos quienes toman el control de la ilación de la trama central. Los fundamentos en los que han sostenido la rubrica de su cine se alza sobre el argumento; las situaciones que arman el intrincado que se pretende exhibir queda muy por debajo de los objetivos centrales de su propio cine. A base de sketches sumamente vistoso y sumamente apantallantes (tal vez la descripción más clara sea esa) que homenajean y satirizan la época dorada de Hollywood, los Coen le dan rienda suelta a su cincel sin lograr dosificar las piezas que les han dado tanto éxito y carisma en otras ocasiones. En distintas partes de la cinta el resultado de la escena resulta o bien en un concentrado del propio cine de ellos mismos, o bien un auto-homenaje u auto-elogio. 
En contra parte, la estética de la cinta está fabricada al detalle. El look del mundo al que nos invitan estos realizadores está lleno de magia; una atmósfera reconfortante y sumamente habitable en el campo de esa fábrica onírica con que se ha vendido el cine por décadas. Los ficticios sets y películas que se nos presentan dentro de la propia cinta contienen su propio matiz, sus propios rasgos; asunto que termina por no dejar cicatrizar el eje central y nos aleja inconvenientemente de la situación a explotar: el secuestro de una estrella de clase mundial como pretexto para ironizar los recovecos y la doble moral de la industria estadounidense. Resulta, pues, mordaz que la propia magia del “cine” hollywoodense” venza la narrativa y nos deje varados con algunos de los planos más visualmente logrados de unos de los mejores realizadores de las últimos años pero con no mucho más que eso.
En efecto hay un relato, un seguimiento al cual asirnos y dejarnos llevar pero no es nada redondo, es tan simple que no tiene siquiera la oportunidad de dejar pedazos durante su paso sino todo lo contrario: es suturado. En uno de los guiones más flojos que nos han presentado los Coen, el trabajo de sus colaboradores no decae como el de ellos. La fotografía de “Roger Deakins” es sumamente elegante y bella como siempre, los decorados y vestuarios de “Cara Brower" y “Mary Zophres” son de alto impacto y sumamente eficaces; nos integran a la perfección en el mundo montado, curiosamente, por los propios realizadores bajo el nombre de “Roderick Jaynes” con alta calidad, así como la partitura de “Carter Burwell” logra una vez más su objetivo.
Queda claro entonces que “Hail, Caesar!” no es una de las cintas más brillantes de los Coen, sin embargo sí resulta en ser una de sus más vistosas e impactantes. Es una trama plana en la que podemos advertir (de sobra) su mano y en la que notamos a leguas el divertimento que hubo para ellos y todos los implicados en la construcción del filme. Se podrá suponer que en alguna ocasión es merecido eso, que todos lo merecemos alguna vez. Si es ese el caso, estos hermanos lo tienen merecido desde hace unos cuantos años gracias a su gran habilidad cinematográfica, pero esperemos que vuelvan a su cause habitual y esto sólo haya sido un gran antojo pasajero. 

¡Salve, César! de los Coen. 

Calificación: 2.5 de 5 (Regular)

martes, 22 de marzo de 2016

El Hijo de Saúl

REDONDO.

Saul Fia
El Hijo de Saúl (László Nemes, 2015)

Con su primer largometraje, László Nemes nos recuerda la importancia de las formas en el cine. Nos enfrenta sin tapujos al “como” de su trama apegándose a la libertad de los estilos, los sistemas y hasta manías desenfocándonos, literalmente, el contenido, sustento y contexto (el “que” de su cinta) que no sobaja ni hace menos a pesar de las apariencias. Relaciona de manera sumamente eficaz el entorno y la personalidad de su personaje para hacernos vivir la atrocidad con un grado de intimidad constante y sostenida pocas veces visto y logrado en la pantalla grande. 
El entramado en si resulta narrativamente sencillo pero su naturaleza es de una amplitud dramática tal, que la catarsis obtenida es un recorrido de expiación encarnizado y sumamente cautivante. Un camino entre sombras, luces y colores deslavados, hombres muertos cuyos cuerpos no son más que una dificultad y hombres vivos cuyo destino es el mismo que la puesta en cámara: no se encuentra más que a escasos pasos de distancia. El hijo de Saúl es una película sugestiva, una impresión obtenida de las facciones inmarchitables de la segunda guerra mundial: Saúl es parte de los sonderkommandos en un campo de concentración y cree ver el cuerpo de su hijo, del cual sabe nada o casi nada, por lo que decide darle un entierro formal en vez de incinerarlo poniendo en riesgo su vida y el de toda su unidad, la cual se prepara para un motín armado. 
La libertad artística ejecutada por László Nemes es de una soltura completamente hábil y competente que aunque muchos elementos no se detallen, se sienten en pleno y suman al drama tatuado en las miradas y gestos de nuestros personajes. La eminente y formidable cámara de Mátyás Erdély se complemente de tal forma con el diseño de producción de László Rajk y el invisible trabajo de edición de Matthieu Taponier para adquirir una sencillez que atrapa y guía de una forma cuasi espontánea. Estamos ahí, sumidos en esa experiencia tan atroz como humana. El diseño sonoro come aparte, el trabajo de dicho departamento crea una atmósfera áspera e indomable que todo que aquello que no se ve por el marco utilizado para la narrativa, cobra vida y peso; es un volumen esencial y trascendente. 
Ganadora del gran premio del Jurado en la pasada edición del Festival de Cine de Cannes, la ópera prima de Nemes es de alta intensidad, una apuesta que malamente muchos han descrito como sencilla pero que es completamente lo contrario. El carácter de su lenguaje: una cortina homogénea ante una agilidad sobrecogedora e imponente nos recuerda las prerrogativas del cine, sus exenciones, sus licencias y sus privilegios autorales. La formalidad no es un clasicismo sino un ejercicio de consolidación, de riesgo y buena ejecución. 
El Hijo de Saúl, pues, deriva en una película perspicaz, bien pensada, que se debe entre lo que muestra y lo que esconde a conciencia. Una trama humana ya contada pero que se renueva gracias a un inteligente y talentoso uso de los elementos técnicos y artísticos. Una prueba de que las conjugaciones pueden allanarse y aún así explotar con fuerza, con garbo, con cierto grado de crueldad y belleza. Y es que en pocas palabras podríamos indicar que esta obra de László Nemes es lo más cercano a lo que el cine, fielmente, se ha acercado a amoldarse como retrato. 

El Hijo de Saúl de László Nemes

Calificación: 4 de 5 (Muy Buena)

lunes, 7 de marzo de 2016

Casualidades

CASUALIDADES.

Es curioso como Alejandra definió la vida de su esposo, Alejandro, aventándole su máquina de rasurar a la espalda después de una discusión acalorada la noche de un 27 de noviembre. Es curioso porque si él no hubiera hecho por cerrar la puerta de su cuarto nada hubiera desviado el artefacto hacía sus sienes tirándole fatalmente sobre el suelo soltando sus últimos respiros dentro de un charco de sangre. Es curioso porque si lo pensamos bien, si lo pensamos abiertamente bien, ambos colaboraron en el acto y es quizá lo más importante que hayan hecho como pareja, como marido y mujer sin mirar, irónicamente, hacía atrás: sin reparo de sus consecuencias y de sus actos como nos han enseñado que el verdadero amor dicta. Por supuesto al juez eso no le pareció en si una excusa ni una nota digna del común anecdotario: una curiosidad, una de esas casualidades del destino… como que Abelardo siempre estuvo completamente enamorado de ella y que si bien habría hecho lo imposible por rescatarle de ese amargo matrimonio, no movió ni un ápice para ayudarle a salir de la cárcel. Resulta entonces curioso como Alejandra definió la vida de su esposo y la de su secreto amante en el mismo acto de ira y con los mismos resultados para ambos. Y es que después de haberse hecho el desaparecido, el cuerpo de Abelardo fue encontrado entre la basura de un centro comercial 47 meses después de dictada la sentencia. Llevaba en la mano una especie de carta de amor donde únicamente había escrito el nombre de ella con la grasa automotriz que cercaba sus restos. “Alej”, decía, y su cuerpo ensangrentado y frío a un lado. 

La visité un par de ocasiones en la cárcel, la última de ellas en compañía de Marianne, una de esas mujeres que siempre se aparecen en tu vida cuando es sombría pero que al encontrar refugió en la alegría desaparecen más rápido que las sombras en un cuarto oscuro. Se notaba distraída, un poco dubitativa, sí, pero con ese sentido del humor que en el bar siempre nos pareció más que encantador, así como sus piernas. “Resulta un poco absurdo que todas aquí se preocupen por su destino…”, me dijo en aquella ocasión con ese timbre de voz que no te puede arrebatar las desgracias ni los lamentos, “…pero ahí está, ahí está…” y entonces me miró a los ojos con una profundidad que aún me despierta por las noches cuando en realidad lo que miraba era mi libertad, “…está frente a nosotros, entre los barrotes de acero y la fría pared de concreto donde cuelga el sanitario.” No supe a bien que responder y guardé un silencio que aún me mantiene encadenado a la calle cuando me libero del trabajo. Quizá debí decirle lo de Abelardo, que estaba muerto, que siempre la amó, que le había intentado escribir algo antes de acabar como acabó pero que no pudo concluirlo. Que lo cautivó de pies a cabeza desde la primera vez que arribó con ese vestido blanco marfil, ese papiro en los labios pintados de oscuridad y la actitud de imposible. Que siempre pensó en ella y que su sentimiento bien podría definirse como el sonido de la trompeta de Art Farmer cuando interpretaba una balada… O quizá que desde que estaba cautiva todos nos habíamos convertido de a poco en él, que por fin había logrado seducirnos plenamente pero que no debía preocuparse por nada, que para todos mantenía su estatus –más que nunca en ese momento– de inalcanzable. No lo sé, quizá hubiera sonreído, quizá hubiera partido en llanto. La verdad es que no dije nada, me quedé tan callado como siempre después de un abandono, así que fue ella quien rompió el silencio con la mirada centrada en otra parte; consciente de todos los pasos que daría hasta su celda por los consecuentes años que le quedaban de vida… “¿Sabes?,” dijo a media voz y a manera de despido, “el destino no es ni triste ni alegre. Simplemente es cierto. Y si un consejo te puedo dar, ese es que mantengas los ojos bien abiertos; nunca se sabe cuando debas cubrirlos con otra mirada.” Entonces se levantó y se alejo lentamente, muy lentamente, como aquello que ves con certeza pero en el fondo sabes que no debería de existir, que no debía de estar allí, vivo frente ti: un hermoso monstruo que guía a la locura, que divide almas y voluntades en pedazos con un suspiro y un “quizá” y un “tal vez” o una sonrisa. Un especie única que te hace consciente de no existir en otra parte pero que en cuatro paredes sucumbe a su voluntad y fortaleza. Mortales que viven en fantasías para siempre y que uno siempre tendrá para si. Sueños vivientes y verdades imposibles. 

Su partida; su figura alejándose de mi por un pasillo sombrío me recordó en todo caso aquella carta que encontré cierta noche de desvelo en la cantina, tristemente oculta y arrugada por debajo del inodoro. Rezaba escrita a mano y con una caligrafía bastante endeble: “Hubo un tiempo, cariño, que si bien podíamos vernos a los ojos sin el mero intento de la ira o la risa, no significó nunca el amor. No bastaba que supiéramos si Ben Keith tocaba o no en ese disco de Neil Young, o que pudiéramos mirarnos a los ojos cuando el random colocaba a Karen Dalton en las bocinas de la casa. Tampoco que llorásemos internamente cuando Keith Jarrett ejecutaba Shenandoah en el estudio, no. Nuestra relación, en si, siempre fue un tanto evocativa. Como ese programa de Aunque Ud. No lo Crea, ¿lo recuerdas? Por más que se esmeraran en presentar como algo imposible cada caso, al final sabías que terminaría por ser más que plausible. Y es que sino, ¿para que lo hacían? ¡No había sorpresa alguna!, bastaba únicamente con encontrar la lógica del programa para no volverlo a ver, o para jamás encontrar una impresión sincera. Aunque, quizá, es cierto, éramos tan sólo exactamente lo contrario… Hoy te dejo, sí, pero no porque quizá no hayamos encontrado nunca la pasión, sino porque he entendido que siempre fuimos la pieza clave en dos rompecabezas completamente diferentes.”

Es curioso como Alejandra unió vidas a través de la tragedia. Como amasó todas las formas alrededor suyo después de sufrir y atormentarse, aunque quizá sea un acto normal en la curvatura de las experiencias. Al final de cuentas la gente se conoce, se trata y luego desaparece. No existe el “para siempre”, no puede simplemente ser. Somos mortales. Quizá el amor tan sólo sea ese intento necio de hallarse de repente siendo la excepción de la regla. Encontrarse en medio de la nada siendo parte de uno de esos rincones que no son el Ying y el Yang sino el mundo entero, no sólo lo bueno y lo malo sino todo lo intermedio. Recuerdo que la ultima vez que pisé el bar mencioné su nombre en un acto de autonomía, sin pensarlo, meditarlo o razonarlo; simplemente con la mente en blanco mi boca quiso pronunciarlo. Todos guardamos silencio y las ventanas se empañaron a media tarde de verano. El invierno nos rozó y brindamos en silencio y sin esmero. 

No hace mucho supe a mal que su última apelación fracasó. Que morirá en la cárcel. Me lo redactaba ella en una carta que depositó su abogado en mi buzón personal del trabajo a medio día en mitad de la semana. No contaba muchas cosas, tan sólo su resignación acaso. El cierre de la misiva lo dejaba muy claro: “"Al llegar la hora no sabré si habré vivido lo suficiente, pero me queda claro que todo lo que pasé si bien no cabe en una Biblia, si llena al menos dos tomos de una enciclopedia.” En ocasiones pienso en ella, como pienso en muchos más, pero especialmente de Alejandra siempre me llega cierto candor, cierto sinsabor a la boca. Quizá sea el gusto por la fortuna que nos tocó vivir, aquella misma que tuvo el ciego que se dio por seguir los pasos de un suicida y ambos acabaron arrollados por el tren.

martes, 2 de febrero de 2016

The Revenant

REDONDO.

The Revenant
El Renacido (Alejandro G. Iñárritu, 2015)

Al final, The Revenant resulta por ser un película de un entramado simple. Una cinta que más que exigir, se autodemanda más méritos técnicos y sacrificios físicos que temperamentos actorales y cinematográficos; su director ciertamente atiende favorable y directamente a los criterios de una industria estadounidense en pos de los vistosos premios y el predicamento externo: aquel llamamiento al uso portentoso del presupuesto y la tecnología –mostrar poderío– con el que no cuentan otros circuitos; mismos que deben resolver sus temas, sus planificaciones y su escritura fílmica con los elementos formales que Hollywood a hecho a un lado en pos de una estética preciosista forzada pero sumamente bien vendida a los mercados foráneos y cierto sector de la crítica: las películas deben magnificarse visualmente, comercializar y comercializarse en “apantallantes” looks antes que aplicarse al drama, entender-exponer-y-explotar una gama emotiva variada en tesituras y niveles, así como interesarse en estructuras si bien sencillas sí con volúmenes y capas narrativas frescas.
Como en su anterior cinta “Birdman”, igualmente multipremiada, el recurso mecánico/estético se apodera desde el primer momento del filme pero con ciertos alejamientos a éste favoreciendo una fotografía exponencialmente beneficiada (y pensada así, claro) por los paisajes naturales a detallar. El siempre eficiente y bello pincel lumínico de Lubezki queda plasmado una vez más, su mano sobresale (ante la redondez que siempre debe buscarse en una obra fílmica). El reto le favorece, sí, pero de igual manera hay un dejo ya constante en sus más recientes proyectos. La historia come aparte; si bien el cine se debe a la interpretación del espectador (no puede no prestarse al factor simbólico y analítico) el encadenamiento de sucesos tiene vaivenes y elementos que más que abrirse a un factor de definición complejo, hacen ver una mano caprichosa por parte del realizador. Pero no es nada de lo cual sorprenderse, desde finales de los 80 los máximos exponentes fílmicos del cine norteamericano han logrado su sello a base de caprichos. No debería negarse ante esto el propio Inárritu al por fin haberse inmerso dentro del campo de producción donde siempre quiso estar. Se nota a sus anchas. 
La trama central; una cruenta aventura de supervivencia y dedicado martirio bajo el pretexto de venganza que no llega a exponerse siquiera como expiación, queda evidente desde el inicio del conflicto, no hay mayores cánones a los cuales asirnos como espectadores. La fabricación de la trama queda enraizada en múltiples referencias que más que una edificación tributo, parece más una construcción recurso. Acaso el mejor acierto del director es mantener la trama en acciones la mayor parte del tiempo; deja a sus melodramáticos personajes callados y sufriendo. Cuando el dialogo aparece, la presunta profundidad y capacidad ideológica de la cinta queda muy por debajo de su estética; es plana y hasta cierto punto ingenua. 
The Revenant, como producción, toma otras dimensiones. Hace notar a leguas la privación, el esfuerzo y la dedicación por parte de todos los miembros del crew. Parte del discurso fílmico y mercadológico ronda ante estos propios factores; lo escuchamos en diversas entrevistas y foros que dirigen los elogios más resplandecientes de la industria estadounidense. Pareciera que la cinta quisiera gritar todo lo que hubo detrás de cada secuencia y plano en vez de sumergirnos en la belleza de sus parajes expresivos y ornamentales como función principal. No es una cinta que se inscriba en la contemplación, su ritmo intermedio no llega a una lentitud que se defina a través del uso del tiempo como arma y herramienta. The Revenant, finalmente, sorprende porque ha vendido su plástica y el performance de su rol protagónico de una forma sumamente eficiente y sin caer del todo en disimulos. Supo guiar al espectador a las piezas que querían explotar de tajo, no obstante su historia no deja de ser un apoyo a ese discurso de supremacia blanca y machismo norteamericano con el que justifican toda su verborrea en contra de quienes no están de su lado. 

El Renacido de Alejandro G. Iñárritu
Calificación: 3 de 5. (Buena).