Replicantes.

Replicantes.
España, 2009.

Sunset Boulevard

Sunset Boulevard
España, 2009.

El que Busca Encuentra

martes, 7 de julio de 2015

Gustos

Gustos.

Tendré que decirlo así: Me gusta el cine que se da tiempo. El cine que se da el tiempo de ser observado y observarse. El que se narra y es narrado. Aquel que se deja a los suspiros para analizarse, palparse y sentirse. El que enamora porque se desnuda abiertamente a cada plano. Me gusta el cine calmo, el que se da el mismo respiro que un espectador necesita para que le cuente. Para que le sienta y viva. Me gusta el cine sin costuras, el que se presenta como una sola placa: una simple esfera que refleja y pesa en las manos y en la espalda. Me gusta ese cine, sí, el que se piensa y fue pensado, pero sobretodo el que se dejó a los brazos del preciso tiempo para ser extrañado y revivido en recuerdos cuales cicatrices que nos encaminarán, día a día, al mismo y oculto y secreto y misterioso destino.  

Me gusta la música que no se queda quieta, la que se alza entre las sombras como una amenaza ante las costumbres y los ciclos comunes. Me gusta la música que obliga a desapegarse de la holgura, la que obliga a los sentidos –cual amo– a ponerle atención. La que abruma, remuerde y mastica la historia para escupir historia. Me gusta su forma y onda que importuna el momento habitual y ensordece el mundo para reconocer el propio y sufrirlo, amarlo, sonreírle o bien negarle con los oídos  bien abiertos. Me gusta la música que mantiene a su lado, cual yugo, sin poder alejarse ni un sentido ni un instante. La que mal-enamora; la que da golpes por la espalda y por la frente pero no traiciona. Me gusta la música que madura pero no deja su sentido que adolece; el que rompe sus propias reglas y se entrega sonriente al libertinaje. Me gusta la música que calla cuando sabe que se oye más fuerte; que ensordece cuando sabe que nos duele. Me gustan sus gestos: los rostros que nos presenta y en los que encontramos siempre nuestro eco dentro de la caverna sin fuego donde sólo podremos ubicarnos abriéndonos de par en par el alma. 

Me gustan la palabras, más incluso que una herida: me gusta su fracaso ante las emociones más intensas, frescas y sinceras. Me gustan las lineas que trazan, esas que embarazan de miseria, concordia y sonrisas las puntas cocidas del recelo. Me gustan las caries que han obtenido con los años y los tapices con los que se limpian los labios para hacerse pasar por elegantes. Me gusta usarlas y ser usado por ellas. Me gustan sus sentencias, sus presagios y sus detalles alargados. Me gusta que nadie pueda vivir sin ellas y –no obstante– se pueda decir más sin usárseles. Me gustan las palabras, incluso como se siente entre los labios aquella que les define. Me gustan sus colores y los nombres que les han puesto a éstos. Me gusta que digan más en su silencio y tras sus espaldas que su mismísimo significado. Me gusta leerlas, decirlas, plasmarlas y gritarlas como la libertad: en un alarido apagado. Me gustan sus matices; son capaces de sonar distintas en cada persona y en cada momento. Me encanta como mutan y te observan a los ojos sin que se les pueda devolver la mirada. Me agrada su vació y su relleno, su mal uso y su extensión. Me gustan las palabras, sí, pues son ellas las que nos despiden, recuerdan y olvidan. Porque son nuestros más cariñosos y bellos cómplices en la existencia y posible y soñada inmortalidad. 

Me gusta el amor, porque el amor está en todas partes. Porque estás tú, y el pasado y el presente: siempre el maldito presente. Me gusta porque nos da una extraña sensación del futuro; nunca conjuga todo con la misma e implacable lógica del cotidiano sentir. Aveces quiere que mañana sea igual y pasado mañana quiere que sea distinto. Me gusta el amor, sí (a mí), porque un día pienso encontrarlo en quien no me haga pensar que habrá un mañana, sino que juntos seamos tal mañana: tal ocaso y tal madrugada. Porque no habrá cambios sino sorpresas y huellas que revivir con palabras, música y cine. Mucho más. Porque se allanará el camino y nos iremos curtidos uno de otro. Porque nos compartiremos. Porque la esperanza, quizá, sea el amor, o quizás, simplemente, como decía José Luis Alvite, todo se resuma como que “el amor es algo complejo que empieza cuando conoces a alguien cuyo cuerpo parece que llevase años preguntando por el tuyo.” Y eso, lo juro –y lo siento–, es cine, música y palabra. Contraste.

miércoles, 1 de julio de 2015

Alivios

ALIVIOS.


El Ernesto Chavez que conocimos era un tipo duro, de facciones hoscas pero sentimientos gratos. Uno de esos individuos que si bien fruncían el ceño frente a una bella dama, en el fondo se imaginaban viajando a solas con ella rumbo al más bello litoral de otro planeta; en el resquicio del universo –sobre una isla donde las flores no crecen sino que no mueren nunca, como sus primeras miradas al cruzarse en el camino. En sus mejores tiempos fue bien parecido y atlético; un maratonista de clase mundial abocado al designio de los astros. Si bien nunca ganó competencia alguna, en el bar sabíamos a simple vista que seguro había intimidado a más de uno durante el recorrido con su mirada, su discurso o bien su porte. Ninguno de nosotros, por ejemplo, le habría hecho competencia aún así el hubiera caminado de cabeza. Ocasionalmente llevaba algunos recortes de periódicos donde aparecía su nombre o alguna fotografía, pero solía jactarse tanto del pasado como de sus tiempos presentes. Un accidente aéreo le había quitado el valor, un choque de autos una pierna y una riña callejera la dentadura. “No es el que el destino nos juegue malas pasadas, hermanos”, nos comentó algún día entre copas y humos de cigarro a poco días de su deceso, “es la lectura de nuestros actos lo que terminará por escribir nuestros secretos.” A lo que Mariano, nuestro literato de casa, reaccionó días después, en los momentos silentes del dolo, asegurando que aquel Ernesto Chavez Contreras que nos tocó conocer, sería siempre “uno de esos tipos que al ingresar a algún relato entre líneas, seguro acabaría destrozando todas las palabras.” 

Nunca fue en realidad un contendiente en el ring de la vida. No peleó jamás por las experiencias bajo sudor o los efectos de algún trago de licor, como muchos de nosotros. A pesar de sus reservadas cicatrices, en el fondo era un tipo amable y sumamente halagador. Tranquilo y enamoradizo; sagaz. En una ocasión, cuando me dejó al cuidado de su auto mientras revisaba el motor en medio de la carretera, le advertí en su guantera únicamente álbumes de voces féminas con diferentes timbres pasionales: “Irene Kral”, “Shemekia Copeland” y “Valerie June”. No puedo decir que fuera un buen amigo, cercano a mi. Nuestra relación en verdad se resignaba a que me diera de vez en cuando al aventón a casa cuando me pasaba de cuenta con los vodkas. No obstante, me gustaba platicar con él. Verle a detenimiento su rostro, en el cual nunca pude observar resquicios de aquel que aparecía en sus tiznados recortes de antaño. Se me figuraba más bien el trasfondo de la mala suerte; si bien la vida le había dado la oportunidad de ser otra persona, ésta había resultado ser una con mucho menos oportunidades y esperanzas. No así, me aseguran que murió contento, con una mueca de felicidad en el rostro, haciendo alguna broma sobre el amor en la cama del hospital tras una terrible neumonía: “A los artistas el amor se les escapa entre los poros del talento, a los deportistas nos rehuye por  el cansancio de nuestro encanto original: la billetera.”

Le recuerdo cuando soy testigo de una persona a la cual no le salen las cosas como las tenía planeadas; en ocasiones con tan sólo verme en el espejo basta. También cuando escucho sobre el accidente de algún transporte público o alguna curiosa desgracia. Sobra decir, entonces, que de igual manera con él me llega siempre el resplandeciente eco de Alice, esa joven mujer de la cual me enamoré hace algunos años y de la cual aún no me puedo borrar ni el pelo suelto ni la sonrisa. El inocente beso de despedida que le di tras un manojo de nervios y un ligero disimulo. Suelo usarlo, a él, sí, para llegar a ella de la mejor manera, de la forma en que más le recuerdo, siento y describo. ¿De qué otra manera podría? Cada que me siento a intentar escribirle algo terminan por hacerme falta todas las palabras. Y así, en realidad, me gusta abrazarla en el vacío. Olvidándolo a él... y sonriéndole a ella.