Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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El que Busca Encuentra

jueves, 16 de abril de 2015

3 Muertes Musicales 3 (Tercera)

3 Muertes Musicales 3 (Tercera)


Como era usual, Carlos terminó soltando por el micrófono una de esas frases que lo habían convertido en la sensación radiofónica de media noche: “Si B. B. King quisiera dar un verdadero ejemplo a la sociedad, bajaría de peso y tocaría su guitarra de pie al menos la mitad del concierto”, luego colocó una pieza del primer álbum de Bachdenkel y le encargó al último turno de operadores el final del programa. Bajó por las escaleras los tres pisos de diferencia con la recepción y salió airoso, como solía sentirse después de soltar uno de sus sardónicos insultos al aire, para dirigirse al Epitome, un pequeño bar centrado en literatos fracasados donde sabía a bien que pasaría desapercibido. Tomó un par de cervezas, pagó la cuenta y se encaminó al Poquian Town, sitio donde sería elogiado por unos e insultado por otros. El dueño era su amigo y solía colocar su programa en el sonido local mientras se hacía de ambiente. Nadie, excepto una persona esa noche podría haber supuesto que esa frase sería la última que habría de soltar al aire. 72 horas después –en ese mismo sitio– su cuerpo inerte saldría por la puerta de servicio directo a la morgue. Salvo que no estaba muerto. 

Su cabeza terminó, 16 horas más tarde, en la calle Berlin. Tenía los ojos cerrados y un par de moretones sobre los pómulos. Su cuerpo sin pulmones. La noticia se corrió de tal forma por la prensa que la radiodifusora comenzó a repetir todos sus programas, uno a uno, con un éxito rotundo. La ironía de los hechos llevó a que varios de sus desertores le dieran una segunda oportunidad bajo un encantamiento sobrenatural. “Mira lo que son las cosas”, dijo en alguna ocasión Pedro Uscanga, uno de sus principales enemigos, “faltaba quitarle la cabeza a un hombre sin razón para que la fama por fin le fundiera las entrañas.” De cabello quebradizo y pecas sobre las encías, su personalidad era como la de un viento cruzado dentro de la habitación de un universitario soltero: sacudía la cama pero no se llevaba nunca el olor de la dama. Sus mejores amigos preferían sonreír cuando se les pedía algunas palabras sobre su forma de ser. “Así era él”, decían, “dientoso" y un tanto callado a menos que un micrófono estuviera cerca. Su actitud ante la vida, pues, se asumía como aquella frase que en alguna ocasión soltó en una cena navideña: “El mundo nunca me hará justicia, siempre seré un tipo de sociedad.”

Siendo la penúltima víctima de “El Acorazado”, como fue bautizado en los diarios el asesino serial que aterrorizó a la ciudad entre enero del 2016 y agosto del 2017, Carlos fue elevado a un estatus de leyenda mediática en diversos aforos; en las facultades de comunicación y mercadotecnia se hablaba de él como si de un virtuoso  innato se tratase. Como si sus pasos fueran el camino hacía una vanguardia  plenamente en onda y sumamente innecesaria. Sus gustos musicales se esparcieron por diversos rincones y algunas disqueras optaron por relanzar diversos álbumes que ya tenían más polvo que olvido. Su despido reunió a un gran cúmulo de gente sobre su féretro aquel 20 de agosto en que fue enterrado. Bajo un eco tremendo, entre lápidas y fantasmas, se le entonó al unísono –sobre el horizonte y el ocaso– una muy sentida versión de “Wish You Were Here”. Quizá el mejor de los finales para uno de esos hombres que siempre prefirió solventar las deudas en la resaca que con un crédito hipotecario. 

En la ciudad se siguen escuchando sus programas. Hay incluso algunos discos piratas que recopilan en formato MP3 algunos de sus mas gustados y queridos. Su legado, pues, se consigue en las avenidas principales y semáforos por 35 pesos si es que acaso no existe el regateo. Su retrato más famoso, aquel donde rendía tributo a Rush en su época 2112, se ha ido convirtiendo de a poco en uno de los favoritos en las fiestas de disfraces de los preparatorianos. Quizá porque la muerte es ese destino que nos vuelve eternos, o porque las sospechas nunca terminan con el fin de los días sino con la verdad. Misteriosamente, como solía decir Armando, su mejor amigo, “nunca sabremos si ya muertos habremos de conocer tal propiedad.”

Carlos Montalvo murió ante el pavor de un hombre enfermo que lo miró a los ojos con un puñal entre las manos y un bozal sobre los labios bajo un grito que no despertó nunca a los vecinos de la cuadra. Su vida como una ironía no podría haber terminado sin un epitafio digno de su persona. Sobre la piedra éste aún reza así: “De esperar sólo tengo la respuesta, el futuro es pura fantasía.”

martes, 14 de abril de 2015

3 Muertes Musicales 3 (Segunda)

3 Muertes Musicales 3 (Segunda) 

Las últimas palabras de Benjamín González fueron tras un largo suspiro después del disparo; su asesino corriendo oculto tras las sombras de la noche sobre el  lado sur de la ciudad –la sangre ahogando su gabardina y el último de los fríos sobre la nuca. Se las dijo a Amanda, su amor prohibido, que se encontraba por azares de la noche en ese mismo sitio; nadie mejor que ella para escucharlas de primera mano. De Amanda se sabe entonces que las mencionó pausadamente, sonriéndole a la cara e intentando tocarle las mejillas a manera de despido: “El mundo es breve, cariño, y me tengo que acabar. Me tengo que acabar”.  Y si bien ella no intentó besarle como un último obsequio, vil estima, sí le derramó un par de lagrimas sinceras sobre su corbata favorita. Fue enterrado bajo lluvia un 3 de octubre y un sincero soundtrack de Simon & Garfunkel en bocinas de computadora. Sus cenizas aún se conservan dentro de una urna guardada en el escritorio de Saúl Oporto, quizá su único amigo. Aquel que lo llevó, sin saber a ciencia cierta el destino, a recibir el mismo fin que un criminal. 

Construyendo el caso de una violación fue que ingresó al recoveco de ese barrio en medio de la noche; en el auto Nick Cave y Olga Román a volumen moderado –quizá “Straight To You” y “Canción Para Lucas”. El cigarro prendido con el humo saliendo por la ventanilla del piloto como los suspiros de un recién enamorado. Las pistas conseguidas por Saúl bajo una severa y larga entrevista a Amanda, sexo-servidora desde los 16, por un pedido de auxilio de Benjamín al irla a buscar una noche fría de verano que terminó en un amor platónico sobre la barra de una cantina entre olores de madera y canciones country. “¿Sabes”, le comentó él aquella noche, “los espejos no dicen siempre la verdad. Los ojos de los personas tampoco, pero al menos todo observan. A veces con lujo de detalle.” A lo que ella le respondió antes de irse, tomar su bolsa de mano y presentarse al otro día en la oficina de Oporto sin una gota de maquillaje: “Tal vez sea cierto que gente como tú no necesita de una garganta profunda.”

Tomó el caso después de varios meses de una actividad venida a menos. Hacía 13 años que se dedicaba a jugar al detective privado después de un paso paupérrimo por el periodismo deportivo; sus contactos policiacos servían acaso sólo para buscar muchachas perdidas que en realidad se habían escapado con el novio, o bien hallar la dirección exacta de algún deudor. La flaqueza y moralidad de Oporto para con ciertas situaciones del oficio le habían dado la oportunidad de enfrascarse en una situación más profesional. Además, ya nadie quería acercarse a su oficina; preferían el tufo a puro importado de su colega y amigo que el del sudor mezclado con el tizne de periódicos pasados por alcohol del 96 de la suya. 

En alguna ocasión le mencionó a algún cliente que “la mejor manera de vivir cerca de la verdad era ocultándose de ella”, a lo que este respondió con un estornudo y una deuda pagada con el epitafio más certero: “La ley tiene atadas mis manos para los actos de humanidad”. Su legado, lamentablemente, se centra más en el encabezado de una nota en primera plana sobre una goleada de la selección nacional para con su acérrimo rival, que la ayuda otorgada en aquel caso inconcluso que terminó bajo el sudor de un amparo. Se podría suponer que su vida fue en realidad como resumió la suya Amanda antes de morir tan sólo 9 meses después por un aneurisma cerebral: “Breve y contradictoria, de la misma forma que algunas de nosotras usamos saco y minifalda a la vez.”

Cada año Oporto suele celebrar una comida en honor de su amigo junto a otros investigadores de la ciudad, hecho que se ha convertido ya en una tradición para todos los amantes del oficio. Suele colocar siempre en el altar una delgada y alta botella de vodka junto a diversos quinqués con petróleo. Aún suele contar la vez que rescató a Benjamín entre los escombros de una mina, acto que los resignó a la profesión que les marcaría la vida. En aquella ocasión, bajo el color opaco del carbón le dio la mano a Gonzo, como solía decirle, para que viera la luz por vez primera después de 7 horas de encierro y decirle, por fin: “Amigo, alguna vez deseo ser tan sincero como tú”, a lo que Benjamín respondió sacudiéndose las cenizas de los brazos: “Hazlo y perderás tu trabajo.”

martes, 7 de abril de 2015

3 Muertes Musicales 3 (Primera)

3 Muertes Musicales 3 (Primera)

A Alberto Uscanga le entró la depresión un día como le cae a una casa medianamente bien construida la llegada de un huracán; siempre quedan en píe las cosas que no sirven para nada. Nadie sabe a bien porque le comenzó justo en ese año y en ese momento exacto: si bien el programa en que trabajaba había perdido audiencia hasta el grado de ser cancelado, se mantenía trabajando en fiestas infantiles. La enfermedad no pudo haber sido pues le fue notificada tres años después en un hospital público después de 6 meses de análisis y un suspenso Hitchcockiano que no superó jamás. Y si alguien acaso quisiera atraer la teoría de alguna dama o amor secreto, en realidad nunca le interesó alguien a más de 2 metros de distancia o bien 20 minutos después de meterlas en la cama. Sus encerronas junto a Chet Baker en el estéreo de su casa y Keith Jarret en el auto le quitaron no sólo el color del pelo sino de la labia. Sus palabras comenzaron a hacerse más blandas y sus anécdotas más escasas. No pudo enamorar a la vida, no pudo construir esa palabra que todos llevamos dentro y con que se nos ha de recordar. Al menos para que sea inscrita con coraje sobre nuestra cuenta.

Era mejor conocido en el mundo del espectáculo como “El Gran Duke”, ello en tributo claro a Ellington y al respeto que siempre tuvo para con la magia más ortodoxa; resultó convertirse en purista a los 16 años después de ver en un viaje familiar a la feria del condado el esqueleto mal hecho de una sirena. Apareció durante 13 años todos los domingos a medio día en un programa infantil llamado “Los Cadetes de la Imaginación”, una producción con más confeti sobre el escenario que contenido bajo las entrañas de la educación. Un show hecho en realidad para las pequeñas mentes más que para las pequeñas edades. Aunque nadie puede decir en realidad que los actos del sobrevalorado Alberto fueran una especie de relleno dentro del programa, bien se puede afirmar que en realidad era uno de esos ilusionistas que siempre cargaron con más polvo de tierra entre las bolsas de los pantalones que trucos de magia dentro de la chistera. En alguna ocasión, bajo la reseña de Orlando Sánchez, crítico de medios en un diario local, se le resumió de la siguiente manera: “Preferible el rezo y el tormento del sermón dominical que ciertos trucos a medio funcionar sobre el escenario de la escasa fantasía.”

Su cuerpo fue hallado justo a la salida de emergencia de un table dance, junto a los basureros y un charco tibio de cerveza en medio de un callejón céntrico de la ciudad. Pesaba 24 kilos, la parte más carnosa de su cuerpo, según el reporte de la autopsia, eran sus ojos. Pero eso no fue para nadie una sorpresa, siempre fue uno de sus mejores atributos: la espesura de su iris era tan atrayente que en ocasiones el truco de cartas en sus manos realmente funcionaba. La enfermedad le fue diagnosticada dos años antes de su muerte. Se lo confesó primeramente a Álvaro, su mejor amigo, después de caminar tres horas por las calles de la ciudad. “Si al menos el doctor me lo hubiera dicho de otra manera, amigo…”, comenzó así el anuncio a las puertas de su casa, “…si me hubiera dicho: Al parecer lo ha logrado amigo mío, es usted toda magia. De a poco irá desapareciendo.”

Lamentablemente desde que se dio a la tristeza no volvió jamás a un punto donde pudiera retornar a algún paraje de este mundo. La ciudad más grande del orbe le hubiera significado lo mismo que la Isla de Gilligan pero sin compañeros. Nunca se pudo recuperar del todo, es cierto, y se dejo abrazar completamente por la gris existencia de los programas de los 60. Kasuo, su compinche oriental, se lo dijo alguna vez con su pésimo español: “Amigo, al parecer eres uno de esos hombres adelantados a su época. La crisis de los 40 te entró 5 años antes y el seno de tu enfermedad con casi 36 meses de anticipación. Lo que debes hacer es dejar de cerrar los ojos cuando duermes. Tampoco los abras mientras corres.” 

En su velorio se entonó, para sorpresa de todos, “Think Of Me” de Leon Russell seguida de una versión sumamente cursi del Adagio (Opus 11) de Samuel Barber. Labrado sobre la piedra un epitafio a manera de tributo por parte de sus pocos allegados: “La tristeza es una curva que no avanza ni continúa.” Sobre éste una media luna que alguien, en algún momento de ocio, convertirá en una sonrisa falsa. Igualmente se supo al termino de ese día de calor veraniego que en su casa se había encontrado una especie de carta de despido; la misma contenía únicamente el esbozo de un conejo con sombrero y una mano con la carta de las instrucciones de la baraja sobre la palma. Alberto Uscanaga murió un 23 julio sobre las bases perdidas de su propia fantasía. No perdió su talento de a poco porque nunca lo tuvo. Lo que realmente le sucedió fue lo mismo que al peor mago del mundo: en un acto desaparece su baraja y no sabe nunca como volverla a recuperar.