Replicantes.

Replicantes.
España, 2009.

Sunset Boulevard

Sunset Boulevard
España, 2009.

El que Busca Encuentra

viernes, 26 de agosto de 2011

Jazz

Jazz

A. Güiris V.


El hombre cruzó la calle en medio de la lluvia mientras sus botas y su saco se iban impregnando del penetrante olor a cenizas de azucena que iba apresando el sitio enmarcado entre las calle 7, 15 y la avenida principal. El incendio aún continuaba a un par de cuadras de la tienda del señor Milano; aún eran visibles las aureolas color ocre en el horizonte y las sirenas enmarcaban un claro estado de intranquilidad en pleno corazón de la ciudad. La gente no se regocijaba entorno al siniestro, sabían que si todas las florerías de Arturo Escalante ardían, esto no era más que una de las tantas vendetas de Pietro Zivoli.

En el club, donde se encontraban Enzo Marcotulli y Lorenzo Florespiedra con un ligero nivel de ebriedad, resonaba aquel viejo disco de 1967 de Lee Morgan; el trompetista favorito del Sr. Smith, dueño del lugar. Cuando comenzaron a sonar las primeras notas de “Stormy Weather” Carlos Manríquez se acerco a la barra, espero su turno como buen cliente de años y ordenó un agua mineral en vaso tubo con dos hielos (hacía siete años que no probaba gota de alcohol). Su mirada se perdía entre el cristal empañado que daba a la calle principal y las gotas que aún se dejaban caer del cielo tratando de seguir a detalle el rumbo de aquel misterioso hombre. Cuando el Sr. Smith pasó a saludarlo (saludaba a todos sus clientes al filo de la una de la mañana en una inagotable visita a todas las mesas del lugar), este le preguntó si conocía a aquel sujeto. El Sr. Smith trato de enfocarlo bien pero la respuesta fue negativa y pasó de largo. Carlos, mejor conocido en aquella época como “Wes”, se percato que había perdido la huella nocturna de aquel tipo. Preocupado dudó en mandarlo a seguir por Enzo y Lorenzo pero estos se encontraban ya demasiado vencidos por el tequila. Pidió entonces que le acercarán el teléfono y marcó a su jefe, Salomón Feld. Le mencionó ligeramente sus sospechas; era el cumpleaños de su esposa y no quería echarle a perder la fiesta, bastante tenía ya con el saber que la ciudad se vestía esa noche de gala con la colonia realizada bajo los vestigios de lo que alguna vez fueron las rosas, claveles, orquídeas, girasoles y azucenas de uno de sus protegidos. Al colgar decidió él mismo iniciar la búsqueda.

Se despidió a la lejanía de sus adoctrinados, los cuales ya reían y alegaban a alto volumen dentro del antro –casados con el elixir de agave–, y cruzó la puerta. La lluvia amansaba. Se colocó su gabardina y su sombrero, buscó su arma bajo su cinturón y le quitó el seguro. Miró hacía ambos lados de la calle y siguió el rastro más lógico: el de la oscuridad y sombras. Dos bloques más adelante se internó en el callejón 73, conocido así por los muertos habidos en la crisis del 67. Y aunque su meta era encontrar, alcanzar y cuestionar al hombre misterioso que había salido del bar hace menos de media hora, no podía dejar de pensar en Amanda. Se cuestionó si sus dudas no habrían emergido por la simple necesidad de cambiar de atmósfera, de ambiente. Se preguntó si el olor a azucena rota, quemada, no lo había hecho recordarla. Al final de cuentas, pensó, cuántos hombres misteriosos que cruzan las calles en medio de la lluvia –recién recibido un fuerte golpe por parte de los enemigos– pueden haber. Se comenzó a figurar a él como su propio enemigo, como su propio veneno, como su propio asesino. Como la propia sombra de aquellos que se mojan mientras cruzan el asfalto.

Coleman Hawkins, uno de sus predilectos, sonaba en uno de los bares más alumbrados del callejón pero se dejo seducir por un pequeño trompetista que imitaba el estilo de Chet Baker al exterior de uno de los más pequeños y más mal iluminados. Se adentro, pues, dentro de ese pequeño universo de gente que fumaba tabaco, leía libros de pasta dura y bebía agua de sabores en copas de vino tinto. En el escenario un guitarrista calcaba a Herb Elis; se pensó entonces que se había integrado a un mundo paralelo donde todo debía ser copiado de otra fuente. Se acercó a la barra y exigió un ron con coca, agua y un ligero twist de limón como en los viejos tiempos. Se sentó en una de los bancos más cercanos y se preparó a disfrutarlo; el sabor le trajo buenos y malos recuerdos. No obstante, los sorbió con las mejores intenciones y se decidió por darse la vuelta y mirar la copia maltrecha de Herb, cerró los ojos. El sabor a azucena había desaparecido, la imagen de Amanda también; así como la de Aurora, Ángela, Adriana, Amalia y Alba. Respiró tranquilidad, respiró con ánimo.

Bajo las sombras que cruzaban la mala iluminación del escenario apareció un extrovertido trompetista; su silueta respiró profundo y acercó lentamente sus labios a la sombra propia de su instrumento. Entre el aire y el humo de tabaco comenzó a escucharse una severa interpretación de “Dizzy” con tal alma que el sonido que emanaba del escenario masajeo alguno de los órganos más profundos del cuerpo de Wes. Tocaba con el corazón, con la elegante rebeldía de los años 40s. Encantado y confundido por su tesitura y color, Carlos (“Wes”), por poco no lo reconoce, pero cuando un halo de luz fue desviado para hacer notar su presencia, éste lo detalló a la perfección. Era el hombre misterioso, era él, no había duda. Lo podía ver bajo la misma lluvia que había caído hace poco más de una hora frente al bar del Señor Smith… Se llevó entonces la mano bajo su pantalón y tocó su arma. Rozó el gatillo con cautela, sigilo y frío pero las yemas de sus dedos no se sintieron cómodas allí. Se acercó al seguro y lo cerró… Dio un trago más a su copa y volvió a clausurar su mirada y sus sentidos exceptuando el del oído. Se abrazó las muñecas de ambas manos y se dejó malinterpretar por la armonía de la historia futura. Esa sería la última vez que se le vería en 20 años.

viernes, 19 de agosto de 2011

Blues

Blues

A. Güiris V.

De niño me preguntaba que se sentiría tocar el Blues, estar rodeado de sudor en esos campos de algodón al sur de los Estados Unidos sufriendo las inclemencias de una sociedad racista que no lograba atenerse a las pautas de una cultura recién solícita. Me preguntaba que sería estar ardiendo de pena y calor en medio de esa madera que embelleció tales desdichas: desamores, castigos, extenuantes jornadas, ruegos y plegarías en una sacristía que no encontraba eco más que en las paredes de las minas, el ardor de la tierra y las cadenas que unieron a más de una generación pero que nunca lograron apresar su espíritu, un espíritu que en tantas ocasiones fue negado y vejado; que aún suele ser presa de debates segregacionistas por parte de los “blancos” aunque ya más ocultos que la pena embargada de los indígenas a los cuales les arrebataron sus tierras para crear su “nación”.

Era apenas un infante con sospechas de vida que se regodeaba husmeando en la nostalgia de las cajas destinadas a ser tiradas, obsequiadas o bien tiradas a la mar. Mi casa, pues, era un buque y mi océano eran los secretos guardados entre llaves de cartón humedecido por la sabía de los años. No me llamaban tanto las portadas coloridas como si las que usaban fotografías de corte más documentalista. Me agradaba el blanco y negro, la escala de grises desgastada en las impresiones por el sol. Recuerdo una en particular; era un hombre de espaldas en una especie de prado contiguo a una cabaña de madera. Se encontraba atardeciendo, el contraluz convertía toda la imagen en una sombra definida, y el hombre, o bien su silueta, tenía una guitarra entre las manos. No se podía saber a ciencia cierta pero siempre he imaginado que aquel músico de antaño le cantaba al sol, al horizonte, a todo aquello que se encontraba de alguna u otra forma lejos de él; quizá era a su tierra, quizá era al futuro de su gente. No entendía del todo aquel sentimiento que me oprimía cuando colocaba esos acetatos en el tocadiscos, lo único que puedo decir es que me seducía la atmosfera que emergía de las bocinas cuando los hacía sonar.

En algún tiempo –en aquellos ayeres– pensé en escribirle unas cuantas cartas a todos aquellos que aparecían, con sus nombres artísticos, en la parte trasera de esos viejos discos, Bill Monroe, Memphis Slim, The Shelton Brothers, Arthur “Big Boy” Crudup, Robert Johnson, Aleck Rice Miller, Lonnie Johnson, Leadbelly, Wee Bea Booze, Gene Autry y demás. Pensaba y maquilaba en mi mente que quizá si las enterraba bajo tierra ellos me las responderían con el surgimiento de alguna nueva canción, o tal vez con el nacimiento de algún árbol, planta o flor. Pero el tiempo también hizo presa de mí y crecí conociendo el rock que tanto a mis hermanas encantaba. Crecí pues modernizando ese sonido (no puedo negar los pecados de mi pubescencia), y dejando a un lado todos esos reconcomios originales.

Fue más tarde, en mi adolecer como persona y no implícitamente en esa etapa sosa de la pre-juvenud, que me reencontré con el género. No puedo alegar ser coparticipe del buen gusto, o bien codearme con la demencia, pero de alguna forma, casi virginal, puedo decir que me reencontré conmigo mismo. A mis manos llegó nuevamente ese sudor de nerviosismo, ese temblor corporal, ese calor en las espinas de la piel. Ese sabor –en la punta de los labios que hacía moverme de tal manera sobre el suelo que pisaban mis pies descalzos– que exorcizaba con golpes rítmicos, cuasi rituales, el dolor, la pena y la aflicción.

De niño me preguntaba que se sentiría tocar el Blues, evaporarme en un sentimiento de historia y tradición; incluso ahora me entrego a las dudas del enigma. Sí, aún me regocijo bajo las alas de su estilo, su sonido de cadencia atormentada, su calor bajo la tierra y el color de su fragancia. Cuando lo escuchó, es verdad, viajo en el tiempo hacía el pasado y me pregunto qué habrá sido del canto de aquel hombre afinando al sol, al futuro, a sus tierras? Y es que, si somos sinceros, ¿qué sería del rock sin el blues? ¿Qué sería de todos nosotros sin la pena y el dolor escapándose de nuestras almas como gotas de agua entre las manos? Yo no lo sé, pero creo que será mejor no averiguarlo jamás.

viernes, 12 de agosto de 2011

Pop

Pop

A. Güiris V.

Podrán decirse, e interpretarse, muchas de las cosas que pasan por la cabeza de un hombre cuando se encuentra frente a un grupo de mujeres bellas –atractivas en todo caso– y sus aspiraciones para el termino de la jornada. Y no es que uno sea de esos banales pseudo-machos-alfa que creen que porque se ha cruzado la mirada con la dama de enfrente (esto por pura física elemental del tiempo y el espacio) ésta ya debe formar parte de las conquistas logradas en el terreno de los orgullos y las famas de los 15 minutos. No, en realidad, todo ese asunto me resulta un tanto agobiante, paranoico y vulgar. Digamos que soy más bien del tipo realista; tampoco me enfoco, pues, como en años anteriores: en los latifundios de la pereza y el derrotismo. Ya no soy de los que piensan, “¿qué hago yo en un lugar rodeado de mujeres bellas?”, no. Honestamente, me conformo ahora con ser el tipo al que le derraman las cervezas en el pantalón y se disculpa por haberse interpuesto en el camino del liquido hacía el suelo.

Aquella noche, entonces, cuando las últimas gotas de cebada eran filtradas por mi calcetín hacía mi siempre inoportuno píe derecho (tengo esa maldita mañana de cruzar las piernas para hacerme ver más interesante) desperté: No era yo quien veía hacía ese trío de mujeres de alta alcurnia frente a mi, no. Era yo –yo mismo– quien estaba sentado en su mesa, ¡y conversando de vez en cuando!... …¿Qué como llegue yo hasta ahí?, bueno, no es que sea una larga historia, ¡no!, pero es tan bofa, lógica y carente de argumento dramático y especulativo, que podría categorizarse como tal. La música, pues, comenzó a sonar; “música para bailar”, como había deseado una de las doncellas en el bar anterior (habíamos estado en un par más con antelación), haciéndolas ponerse de píe e inundándolas con un frenesí de ritmos latinos en boga (que honestamente espero no sea la verdadera herencia futura de estas hermosas tierras caribeñas).

El lugar, pues, estaba casi por completo vacío y la mirada de los meseros era furtiva, mi compañero: semi-masculino (pues no puedo negarme al hecho de que de “vez en vez” sus ojos se atrapan en el alma de ciertos cuerpos masculinos), hizo a bien interpretarlas con una actitud severamente auto-critica y humorística. “Yo creo que estos han de estar diciendo:”, me dijo, “:¿cómo le hicieron estos tipos (de la manera más elegantemente despectiva) para llegar con unas mujeres como estas?” Me reí un poco y le contesté con cierto dialogo que podría llegar a ser un tanto retórico. Me puse de píe (sí), pues esperábamos a un sexto invitado que no tardaría en llegar y me dejé acercar un poco al ridículo de los pasos y las coreografías. Me dije, “¿por qué no? ¿Por qué no?” Vaya, esto no pasa todos los días en un individuo que en realidad se acerca más a las cantinas para procrear historias de las debacle humana, que para procrear en si. No lo sé, supongo que de esta manera es que me ha afectado –a mi– toda esta algarabía del fin del mundo. Digamos que quiero llegar lo más “nuevo” posible al lugar donde los sueños de todos han de reposar y posponerse. Tampoco soy muy religioso, lo acepto, pero la experiencia nocturna había pasado de ser extraña en si, a algo casi sacro: O bien era mi fantasiosa mente la que no dejaba de imaginarse, no obstante la puesta en escena, a “ella” (de la que siempre escribo con la mente puesta sobre las espinas para colocar los sueños en los pétalos de alguna flor), o bien era que ya comenzaba a escuchar las rimas boricuas como la nueva letanía y ya me quería convertir en cura. En fin, la noche no duro tampoco lo suficiente como para hacer de ella una aventura. Tenía asuntos pendientes a la mañana siguiente y aún no soy de aquellos que dejan pasar los latigazos por un poco de apócrifos intereses selectivos e imaginarios. Me retiré cuando el ritmo comenzaba a alentarse con los rones, mis amados rones. El vaho de la noche externa me golpeó con la realidad. Pensé en ella nuevamente, mentiría si no dijera que lo hago constantemente. Tomé un taxi y me dirigí hacía casa. Basta decir que ese día no soñé, es lógico hacerse esa suposición después de encontrarse en medio de tal experiencia onírica. En fin…

Podrán decirse e interpretarse muchas de las cosas que le pasan a un hombre en la cabeza cuando se encuentra rodeado de mujeres bellas, pero casi puedo asegurar que nadie se pone a pensar, e imaginar, que lo que realmente importa es una buena bocanada de aire que nos mantenga frescos para el día siguiente, para que todos podamos volver a soñar... Y con la vida por delante.

viernes, 5 de agosto de 2011

Biografías del Rockero Desconocido Vol. VII

Biografías del

Rockero Desconocido VII.


VII.- Orlando Esteves Mancera (1950 - 2005)

De los primeros años del excéntrico Orlando Esteves se sabe my poco, acaso hasta la aparición de su primer disco de solista: “No hay dolor que alma llegue, que a los tres días no se acabe” (un homenaje claramente dirigido a la más afamada obra de Mariano Azuela) es que se comienza a buscar su historia pretérita, la cual ha resultado realmente en un escaso conglomerado de interpretaciones y reinterpretaciones de sus primeras obras, así como de sus influencias; las cuales, muy a pesar de su personalidad introspectiva (pocas fueron las ocasiones que dio entrevistas o ruedas de prensa) han podido salir a la luz en presentes años.

De su vida, pues, se dicen muchas cosas. Las investigaciones más formales indican que nació en el bajío mexicano, que fue el séptimo de una extensa familia de 11 hermanos y que fue abandonado a los 13. Que durante gran parte de su vida fue marino; ahí, según relatan un par de supuestos excompañeros suyos que han hablado en los últimos meses, aprendió los azares de la vida. “Al principio era un tipo con menos animo que todos, se le veía el temor en la mirada; era una persona triste, desolada. Pocas veces hablaba con alguien… Los únicos momentos que compartía con nosotros –en sus primeros años– eran cuando interpretaba algunas canciones con su guitarra. Casi todas eran de su autoría, o eso nos decía él…” relata uno de esos excompañeros. No obstante de ser ésta la versión más aceptada por sus antiguos representantes, amigos y familiares, se conocen algunas otras que testifican que fue adoptado por un músico ambulante el cual le enseñó todo cuanto sabía; tanto la música como la vida misma. Algunos comentan que antes de sus 26 años había ya pisado todas las capitales del país. Existe también la versión de que fue jinete y otros tantos revelan que lo conocieron en múltiples oficios que van desde la construcción hasta la servidumbre.

Lo que en verdad conocemos de Orlando Esteves Mancera es su escasa carrera musical, que aún permea a las generaciones actuales de la música nacional. Su característico estilo de folclor, humor y psicodélia que aún muchos encuentran adelantado ­a su tiempo –inclusive para estos años presentes. De su legado quedan entonces sus obras conceptuales, sus historias corales que trazaban arcos vistosos sobre el devenir del campo mexicano (“No hay dolor que alma llegue, que a los tres días no se acabe”, 1983), la ecología (“Azul & Verde”, 1984), la urbanización y sus consecuencias sociales (“Cada vez que te veo, se apaga la luz de mis ojos internos”, 1986) y esa hermosa entrega sobre la soledad y el dolor de la madurez; mediante la historia de un hombre solitario que se pierde en el mar y que visita siete islas (“Déjenme si me estoy ahogando”, 1989).

Mucho se ha debatido sobre sus principales influencias. En recientes años se ha llegado a una conclusión bastante aceptada de que algunas de las bandas que más pudieron llegar a describirle su futuro camino fueron “Love”, “Eric Andersen”, “Brewer & Shipley”, “Crazy Horse”, así como los filmes (sus líricas eran muy cinematográficas) de “John Ford”, “Fred Zinnemann”, “Alfred Hitchcock” & “Harold Loyd”.

Sus letras han inspirado a muchos escritores urbanos de la capital del país, así como la lírica de varias generaciones de rockeros posteriores a su música entre los que destaca la de “Saúl Hernández”. Su estilo es recordado, pues, por muchos críticos e historiadores como “el excéntrico jugo de 100 años de pobreza e injusticia, sazonado con la complicidad de la sonrisa”. En la actualidad se ha lanzado, nuevamente, y remasterizada, toda su discografía para el deleite de las nuevas generaciones. Un intento furtivo y necesario para que no se olvide y borre su legado. Orlando Esteves murió a las 54 años en un accidente automovilístico.

Artistas Favoritos (Supuestamente): “Love” & “Simon & Garfunkel”

Canciones Favoritas (Supuestamente): “Atlantis” & “Signed D.C.”