Replicantes.

Replicantes.
España, 2009.

Sunset Boulevard

Sunset Boulevard
España, 2009.

El que Busca Encuentra

martes, 11 de diciembre de 2018

Roma


REDONDO.

Roma
Roma (Alfonso Cuarón, 2018)

Con Roma claramente estamos ante la madurez de una realizador que ha explorado a lo largo de su carrera variados balances técnico-narrativos, distintos campos de expresividad, opuestos manejos actorales en edades comprometidas y diversos tonos y subtonos (textos y subtextos), en una gama multi-estilística y emotiva que ha sido capaz de escrutar de sobremanera para entregarnos –en esta su obra más personal– gracias al desabrigo de algunos de sus más hondos recuerdos de la infancia, agudas instantáneas de un país y su desplazamiento a través del tiempo y las generaciones; del motor que le ha forjado las raíces y las razones. Las imágenes que aparecen en pantalla no son simples viñetas que se deban atrapar en la telaraña de la nostalgia, sino que terminan por ser las cicatrices de un país que se levanta todos los días a limpiar las inmundicias que nunca han de borrarse, las manchas cuasi omnipresentes que marcan nuestro ordinario andar. Las secuencias de esta obra ilustran el desarrollo de un México atemporal, curioso y cariñoso pero inmaduro… son, pues, apuntes de una libreta que todos reconocemos ya que en alguna de sus hojas nos hemos encontramos descritos, en alguno de sus rincones se nos detalla a través del brillo u opacidad de la certeza y la conformidad.

El pronunciamiento de la cinta no se determina únicamente a través de la celeridad y el ritmo dentro de su construcción, detrás de la usanza de sus personajes se encuentra el mayor volumen de ello. Bajo sus motivos de supervivencia y lucha diaria, el exiguo futuro les oculta sus anhelos; resquicios de aspiración que casi siempre son expuestos en la inseguridad y/o en secreto: detrás de una puerta, en la privacidad de una llamada telefónica, decorando los pilares o recovecos de una casa –un hogar– o bien en el escape de los escasos días de descanso. El revestimiento de dichos parajes es de un manejo quisquilloso, miramientos a un pasado ornamentado en lo borroso de la memoria. El encadenado de las acciones es tan sutil que matiza los temas y nos envuelve en un remolino emocional que tanto nos cobija como nos escupe a la cara nuestra naturaleza; lo que somos y lo que hemos vivido, lo que hemos hecho y lo que nos ha acontecido. De esta forma, el seguimiento se traslapa con garbo y portento de la ternura a la impotencia, del terror a la culpa y de la esperanza a la expiación. 

Tozudamente fabricada desde una perspectiva autoral cuasi absolutista, Cuarón muestra una gran pericia en la realización cinematográfica al equilibrar los pesos de los diversos departamentos que encabeza. Su guión es una cornamenta que se abre al detalle, sosegando el tiempo, pero presentando un conflicto sencillo al cual asirnos de manera natural, su preciosista fotografía se integra de manera lógica al plan discursivo de la trama y el montaje nos permite respirar en plenitud todos esos maravillosos ecos del pasado que consiguen las pasmosas actuaciones y la aprehensión de los departamentos de arte, el soberbio diseño sonoro y el excepcional manejo de extras. La belleza de sus retablos, entonces, no se impregnan solo en el campo visual; son las resonantes texturas obtenidas las que logran que la cinta sea un verdadero periplo temporal. 

Roma, octavo largometraje en forma dentro de la amplia filmografía de Alfonso Cuarón, no sólo se permite llevar a sus personajes a ver un guiño de la propia obra del director –no sólo los ilusiona con casi un acto de magia– sino que nos hace participe de ello desde la misma fila que nuestros protagonistas. De esta manera,  claro, nos revela con soltura dentro de esa superficie inquietamente descriptiva. Nos dibuja y representa… Nos obsequia a nosotros mismos con una alta honestidad sobre un admirable retrato de un país que si bien se ha mantenido estancado, ha sido a través de su gente más servil que el adalid diario siempre hace su aparición y se manifiesta para moverlo y seguirlo moviendo sin llegar aún a algún lado.


Roma de Alfonso Cuarón
Calificación: 3.5 de 5 (Muy Buena).



sábado, 8 de diciembre de 2018

La Balada de Buster Scruggs


REDONDO.

The Ballad of Buster Scruggs
La Balada de Buster Scruggs(Joel & Ethan Coen, 2018)

Peregrinas en ritmo, forma, práctica, e incluso gusto, resultan las viñetas que presentan los Hermanos Coen en su más reciente entrega. Un compendio de historias que si bien no se entrecruzan, sí hallan un punto de unión tanto en los parajes genéricos del western como en su muy particular y límpido estilo. Una cinta que si bien parece a las primeras de cambio irregular, termina por ser un ardid sumamente bien ejecutado para introducirnos en sus manías más profundas; en sus temas, sus cadencias, su sentido del humor y demás elementos –tan particulares muchos de ellos– que han originado esa atmósfera que ha rodeado su filmografía por más de 30 años. La Balada de Buster Scruggs bien puede terminar siendo una película plenamente para sus más fieles allegados, sí, aunque también es una ventana –y posibilidad– para ingresar en su universo. Quizá incluso un llamado a toda una generación que no ha tenido la oportunidad de explorarlo. 

Buster Scruggs es, pues, tan sólo el botón inicial de una colección de estampas humanas y narrativas que reflejan, reviran y convocan a los cánones morales y estéticos estadunidenses para desdibujarlos desde la sátira, la introspección y la obstinación de permanencia de los mismos. De esta manera, claro, lo que se obtiene va más allá de un simple mosaico de formas y tonos; la diversidad se presenta a manera de un collage de valores y tradiciones que delinean fina pero pujantemente el sentir y personalidad del norteamericano común: la perspicacia de sus acciones: la necedad por el auto-enaltecimiento de su imagen a través del disparate, la indulgencia como castigo o bien una segunda y fatal oportunidad, la casualidad como artimaña o fiel compañera de la mala fortuna… la búsqueda del porvenir equidistante a la conveniencia de la utilidad y el consumismo sin remordimiento alguno. De la misma manera los sacrificios y tenacidades de la soledad (de la pertenencia) y los sueños hacía un improbable y quizá imposible futuro se introducen; ocasiones que se van dando durante largas jornadas de viaje, de un multiculturalismo adverso y los diversos matices éticos que se confabulan y unen cuando un misterio se devela para generar un aire de vacilación y de sospecha, de una incertidumbre a tal grado que es incluso allí, en ese vacío, donde los realizadores han decidido concluir la obra.

Con la siempre esperada manifestación de talento en la construcción y dirección de sus personajes, el ornamento visual (otro de los grandes acentos en el cine de este pasmoso dueto) corre bajo la fotografía de Bruno Delbonnel, cuya labor unifica las diferentes maquetaciones con un tono elegante y explicativo en los diferentes escenarios, ad hoc al diseño de producción de Jess Gonchor que no se queda de lado. La música de Carter Burwell por su parte realza, exagera, media y colorea dependiendo sea la necesidad de la expresividad en pantalla. El montaje es de destacar pues impulsa un ritmo que atrapa con un garbo y soltura pocas veces visto en este tipo de películas. Ya sea con meras acciones o un ejemplar uso en la abundancia en diálogos, siempre avanza, no se detiene ni decae. Su homogeneidad abraza y guia por un camino multifacético que demuestra interés a cada paso. 

Al final, La Balada de Buster Sruggs resulta ser el cántico de la tradición estadounidense, de la tan anunciada y tan vendida esperanza que nunca acaba de llegar pero que siempre se avista ya sea como espejismo o como prédica moral, religiosa y política. Dentro de estos agraciados cuentos los Coen exhiben sus años dentro del mundo del séptimo arte, desnudan sus cicatrices y hacen sudar la exigua conciencia de su gente; combustible que ha llenado los recipientes de su imagen como cineastas de culto. El laberinto, pues, que se inicia con su tan dispar vaquero nos entreteje en un mundo que siempre se contradice, siempre se contrapone y siempre se exterioriza como poderoso a pesar de toda su ignominia y todos sus temores. Justo como nuestros vecinos del norte. 


La Balada de Buster Scruggs
Calificación: 3 de 5 (Buena a Secas). 





martes, 11 de septiembre de 2018

Rojo Amanecer

REDONDO.

Rojo Amanecer
Rojo Amanecer (Jorge Fons, 1989)

Esta representación fílmica de uno de los acontecimientos más oscuros y encubiertos de la historia del México reciente termina irónicamente por auto-retratarse; quizá hasta mordazmente. Y es que mientras más se ha ido sabiendo –con el paso de los años– sobre la forma en que la producción pudo ser llevada acabo entre la prohibición directa por parte de las instancias oficiales; la restricción de sitios donde localizarla y los escasos recursos técnicos y capitales conque se contó, menos datos y certezas se han ido dando a la luz sobre los actos y los hechos que se perpetuaron durante la noche y madrugada de los fatídicos 2 y 3 de Octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas: objetivo clave y principal por parte de la cinta y todos los inmiscuidos en ella. Si bien logró ser proyectada –sin faltar la prominente censura– gracias a la presión social, este documento hito de la filmografía nacional es una pieza ficticia en el rompecabezas real de un borroso y lacerante recuerdo colectivo. Su valor, fuera de las cuestiones periciales de la cinematografía más escrupulosa, recae en abrir un pequeño retablo en donde poder exigir una verdad a todas luces negada.

Con un guion bien-intencionado que declina en diversas dialogaciones sobre-explicativas, sumario hasta cierto punto inocente pero vigoroso para dejar en claro las disyuntivas y disertaciones que se pusieron en juego durante el año y la situación expuesta, el entramado se manifiesta fundamentalmente dentro de un simple condominio de la clase media: morada familiar que frente a nuestros ojos se irá convirtiendo de apoco –y bajo un ritmo aprisionante– en una oscura cueva llena de temores, una mazmorra de zozobra, una impotencia palpable y hasta un sepulcro de esperanzas y certidumbres. Apostados en una construcción de personajes con matriz generacional y tendencia socio-política, la cinta apuesta y se expone al foco más álgido de las demandas estudiantiles del 68 con dichos caracteres: dos universitarios adeptos a la causa (uno de tendencia más intelectual que el otro), una madre dedicada a su hogar que tendrá que captar toda arista del problema sobre la marcha, un abuelo que vive de sus memorias post-revolucionarias, un padre burócrata que atiende únicamente a los rumores de la represalia sin miras a un futuro, una adolescente, un infante, y por si fuera poco, un grupo de desconocidos que han sumado tanto a la causa como a las tensiones que van en aumento y abruman mayúsculamente al grupo que estrechamos como nuestro. Y sin excusa de su postura ante el conflicto, sin consulta o merced, todos a excepción de uno habrán de perecer ante el alevoso brazo de la autoridad. La nueva generación despierta, entonces, con la ropa de noche entintada de la sangre de sus seres queridos y se abre paso ante un lavatorio de penas y un también germinante silencio que aún perdura hasta nuestros días.

Con Rojo Amanecer nos enfrentamos, pues, a una obra que pertenece tanto a su realizador, Jorge Fons, como a todo ese esforzado grupo que con bravura desafiaron a ese sistema que aún hoy ensombrece temáticas, suprime evidencias y retoca convenciones a beneficio y comodidad. Nos referimos no sólo al elenco que se puso en riesgo a cada día de rodaje sino también a los miembros del crew que aportaron su labranza, a mayor o menor medida de las condiciones dadas, para otorgar un punto de inflexión en la apertura mediatica del país. No olvidemos, claro, el admirable y delicado apoyo de Valentin Trujillo para que este proyecto pasará de un onirismo a una efectiva conclusión.

A casi 30 años de su obligado estreno es que se proyecta nuevamente en salas presentándose a nuevas generaciones que a bien pueden reconocer el lento proceso de mudanza de valores y de desarrollo nacional… A casi 50 años de los hechos que aún se adeudan a los familiares y a la sociedad en general, es que se nos exhibe para desnudarnos y evaluarnos tanto personal como colectivamente. Y quizá sea porque las verdades en este país aún pueden verse únicamente por una pequeña ventana desde el cenit del discernimiento; ese insonoro rincón que hemos fundado ya sea por miedo, cobardía, olvido o simple y llanamente porque no hay espacio alguno en que los gritos puedan ser escuchados. O quizá porque simplemente todos vivimos encerrados en un pequeño cuarto donde sólo podemos ver al horizonte un futuro y un pasado que se aleja sin nosotros poder movernos.


Rojo Amanecer de Jorge Fons

Calificación: 3 de 5 (Buena). 

martes, 4 de septiembre de 2018

Tiempo Compartido

REDONDO.

Tiempo Compartido
Tiempo Compartido (Sebastian Hofmann, 2018)

Si bien en su primer largometraje Sebastian Hofmann palpaba el terror fantástico bajo una pesadez e incertidumbre sumamente ajena a los cánones más usuales dentro del cine nacional, en esta su segunda entrega se aboca a los géneros y estilos con una habilidad y fuerza similar. El surrealismo se mezcla con lo trágico y quimérico sazonado con un diligente uso de diversos elementos melodramáticos; su ahora colorida estética es mordaz e ironiza el universo/prisión en el que maniata a sus personajes: seres incompletos –en su interior y su exterior, faltos de esas piezas claves para su total felicidad– y que se nos presenta eficientemente como una ventana para ser testigos, no cautivos, de la pesadilla que irá devorando todo aquello que intente despertar de su letargo. Su discurso, pues, no cambia, los elementos más internos en la disertación de su Halley (2012) se reflejan con una madurez y uso de las formas de manera mucho más fértil y versátil, dicho de otra manera: las cínicas consecuencias de la inevitable, imposible e irreverente búsqueda del bienestar son las reglas del juego. 

Sobre un escenario donde las ofertas de ilusiones son más importantes que la obtención de la promesa en si, dos ejes narrativos se abren camino con el fin de escapar de un laberinto amorfo que se alimenta de un ego maquinal que les ha engañado y gusta de mentir a cada paso; que ha cegado incluso a sus más cercanos bajo el encantamiento de los supuestos de responsabilidad y el deber. Por un lado nos encontramos a una pareja que labora dentro de las inmediaciones de un complejo vacacional en búsqueda de la futura conveniencia profesional: sustitutos individuales e interpretaciones de la probidad y la justicia. Por el otro nos hallamos ante un pequeño núcleo familiar que opta por toparse con las segundas oportunidades que augura la vida bajo marquesinas comerciales, slogans y videos institucionales en un tiempo compartido que se encuentra sobre el mismo “firmamento” de la pareja inicial. La unión de las metas de quienes se ven obligados a disentir de esta invisible y omnipresente mente que controla dicho cosmos, es un paso lógico para la obtención de ese renacimiento anhelado sobre los procesos de enfermedad y curaciones que se relegan a subtextos pero que de a poco acaparan los primeros planos de la cinta.

Si en Halley nos hallábamos frente a una especie de muerto viviente con el empecinamiento de seguir existiendo a pesar de la putrefacción de su cuerpo, en Tiempo Compartido nos encontramos de frente al proceso de creación de otra clase de entes autómatas, seres cuasi fenómenos cuya dicha es sólo un artificio mercantil que absorbe una perniciosa disertación en la que han de ser regocijados con placebos: su mente y capacidad de abstracción/análisis ha de quedar corrompida. Su esencia es la de ser cápsulas producto que brindan la falacia de la ventura, la prosperidad y la bonanza. La clase media mexicana que se otorga a miramientos y ensoñaciones a las que no pertenece naturalmente se reflejan de sobremanera en un tejido que roza la fábula y la fantasía. 

Con un elenco que sobresale gracias al balance de los propios estilos actorales de cada histrión y la explotación de los mismos bajo la esencia propia del filme, Sebastian Hofmann nos otorga un fino piso que acapara un agridulce y negruzco sentido del humor, una puesta en escena y cámara sumamente más pensada y compleja que en su anterior entrega; menos cáustica, más delicada, pero igual de pujante y enérgica que nos absorbe gracias a la confabulación de la fotografía de Matías Penachino y el Diseño de Producción de Claudio Rámirez Castelli. La partitura de Giorgio Giampà resalta de sobremanera por sus atmósferas, mezclas de estremecimiento e inocentes entonaciones, que nos abrazan por el recorrido del entramado y que empatan e incrementan los temas y emociones proyectadas. 

Ganadora por mejor guión en el pasado festival de Sundance, de un Mayahuel en Guadalajara y dos Arieles en los apartados de actuación, esta continuación en la carrera de Hofmann nos apremia al pensamiento de estar frente a un realizador cuya mano tiene la clara visión por explorar diversas veredas donde pueda hacer encajar todos esos estremecimientos en que se conjugan las tragedias cotidianas con las peores experiencias oníricas y fantasiosas. Su Tiempo Compartido nos revela, pues, al final, que la entusiasmada esperanza por tropezar con la prosperidad puede terminar también en un acto de conspiración e intriga fatídica. 


Tiempo Compartido de Sebastian Hofmann.

Calificación: 3 de 5 (Buena). 

jueves, 14 de junio de 2018

El Otro Lado de la Esperanza

REDONDO.

Toivon Tuolla Puolen
El Otro Lado de la Esperanza (Aki Kaurismäki, 2017)

Cual introspectivo reflejo de su pasado largometraje, Le Havre (2011), Kaurismäki se da a la tarea de re-dibujar su dialéctica en base a dichas personalidades: tesituras, temáticas y texturas. Si bien su nueva entrega contiene todos los elementos de plasticidad y estética que hacen que una obra conlleve esa rúbrica tan particularmente suya, esta se muestra también con una visión de mundo mucho más lozana y moderada. El tono con que se va abriendo paso a paso la trama denota una mano agridulce, una hechura contrastante que vuelca los volúmenes emotivos del abatimiento más reacio a la ciega confianza, de la desesperación contenida al mediano compromiso y la convicción.

Como inquietud central tenemos nuevamente el exilio, salvo que en esta ocasión el quid nace de dos unidades independientes y autónomas que si bien habrán (lógicamente) de unirse, se mostrarán naturalmente – y en cierto grado– reacias a la alianza. El augurio de su encuentro no es prometedor, su lógica no se suplementa y es el socorro y la necesidad lo que les hará pactar… Por un lado tenemos a un hombre adulto que busca el escape dejando a su esposa y que a la caza de una buena cantidad de dinero intentará el éxito manejando un restaurante. Por el otro lado un joven sirio que ha llegado azarosamente a Helsinki y busca asilo mientras aguarda noticias de su hermana. Ambos, bajo el cobijo del destino que les ha abrazado, irán caminando por los senderos propios de su aventura hasta cruzarse y ampararse en las cualidades del otro. Con un acento que no celebra ni  censura sino que representa las facultades y algunas de las vertientes de la situación social entre Europa y los refugiados de Medio Oriente, Aki Kaurismäki reconstituye su universo y nos presenta esos legajos tan suyos como el uso de la música, su gama de colores, sus sencillos escenarios y, claro, sus características interpretaciones, que tras claroscuros que le asimilan el estilo se postran a sus ordenes para darle un renuevo a su atmósfera fílmica. Llena de ese humor negro tan distintivo en él, se realza por el tan logrado contrapunto que hace de los motivos y emociones a cada momento. 

Apoyado por la cámara de Timo Salminen (mismo fotógrafo de su anterior cinta), esta producción que se contempla como la segunda de una trilogía temática, se maneja entre los extremos de la naturalidad lumínica del día y los artificiosos haces de luz que enfocan atentamente, y cuasi cual pincel, los acidulados momentos de la noche. El montaje de Samu Heikkilä, por su parte, permite exhalar, como es costumbre en el cine de Kaurismäki, todo ese accionar de sus personajes; ese ilusorio repertorio de emociones contenidas con el que se envuelve todo el mundo cinematográfico que se experimenta frente a la pantalla. Nos permite, pues, el tiempo necesario para formar parte igualmente de esos decorados tan bien diseñados por Markku Pätilä y revestidos por Heikki Häkkinen y Ville Grönroos. La música incluso toma un papel más relevante que en otras de las películas del también llamado Arto Paasilinna del cine Finlandés. Forma parte del discurso propio de la trama, no sólo por la clásica presencia de músicos dentro de las locaciones, sino porque las notas interactuan y recubren tanto a los personajes como las acciones que nos van guiando por todo el encadenado. La atmósfera que se logra en ese largo inicio hasta hallarnos con el origen de la melodía es un muy buen ejemplo. 

Ganadora del Oso de Plata (mejor director) en el pasado festival de Cine de Berlín,  El Otro Lado de la Esperanza resulta precisamente eso, el lado opuesto de ese anhelo de certeza; destello convexo de la felicidad que se nos instruye a buscar por la vida… Sus protagonistas no exploran los ruedos para hallar las jovialidades experiencias del día a día, sino que se adiestran a la supervivencia, a las condiciones de un mundo que al parecer abandona pero que no deja de girar y mostrar su mala cara. Su abrazo es sofocante, sí, pero como a bien reza en pro de la vida uno de los caracteres hacía el final de la cinta: “Morir es demasiado fácil”… Por tanto, que mejor mostrar y ser mostrado. Observar y ser hallado en la calma de todo aquello por lo que los demás pelean hasta la guerra. 


El Otro Lado de la Esperanza de Aki Kaurismäk

Calificación: 3.5. de 5 (Buena).

miércoles, 9 de mayo de 2018

Autorretrato 36...


3+6=9

"Todavía ahora creo, como cuando era sólo un muchacho, que en ocasiones para ser un hombre de mundo es suficiente con haber estado alguna vez de madrugada al otro lado de la calle."
J.L. Alvite. 

Nací un 9 de Mayo de 1982 en Ecatepec, Estado de México. Para el momento en que comparto esto debo estar a unas horas de alcanzar los 36, y por azares del destino me encuentro leyendo Herzog de Saul Bellow –cuyo protagonista quizá sea el personaje literario con el que más me he identificado en toda mi vida. Crecí en una familia dividida que pensé por muchos años me daría un acento de singularidad ante la comuna de mis allegados, pero con el tiempo descubrí que sobre estos horizontes todos tenemos algo de locos dolosos y sabios populares, algo de lacerantes y un tanto más de lastimosas ocurrencias. El combustible de mis andanzas ha salido siempre de las notas disparadas de una trompeta imaginaria, una trompeta que en ocasiones suena a un piano de cola, a una banda de Progresivo o bien una guitarra de Jazz. La música siempre me ha significado la más exacta de mis compañías, una sombra que se adelanta en el camino para allanar el ruedo de mis expiaciones y preparar los tragos que esperan sudando en la barra de algún bar de mala muerte. Con el cine me sucede algo parecido, en sus pupilas me reflejo y me comparto. Tan inquietantes son sus formas y seductoras sus texturas que me abrazo con cariño a mis más claroscuros rincones de emoción y desenfreno; en sus ecos siempre he considerado que encontré mi vocación en esta vida: contar historias/vivir algunas. He intentado, pues, desde hace años, dedicarme a ello y a la formación de las mismas manías bajo la forma más humilde posible aunque en muchas ocasiones he fallado en todo, aunque en ocasiones no he encontrado diferencia en ambas y lo único a lo que me he podido  aferrar es a compartir lo mucho, o poco que tengo y sé, de la misma forma en que se me fue develando.

Suelo soñar con mayor eficacia estando despierto que en mis horas de descanso, donde repaso las notas de todos mis proyectos inconclusos. Soy un animal solitario con un humor negro latente que ha caminado, gracias al bestial anecdotario de sus más cercanos, por inexpugnables espacios a los que sólo les hace falta llevar al registro de autor para ser publicados sin obtener alguna venta. He coleccionado no sólo en el espacio físico sino en los planos de la nostalgia; toda historia vivida o escuchada la he hecho mía, sazonado con mi secreta combinación de especias y colocado en un universo que me pertenece tanto como a las aventuras de marzo o los primeros días de enero. Tengo pocas cosas de las cuales verdaderamente presumir y cuando las tengo suelo desecharlas o bien no hacer del todo alarde de ellas. No hace mucho tiré con cierta tristeza esos zapatos viejos con los que pisé tres continentes. Y lo hice porque sé que el mundo aún calza con las plantas de mis pies cuando salgo a caminar sin calcetines. 

Nunca he sido el mejor en algo pero tampoco le he dado la mano ni conocido a quien se pueda jactar de ello. Digamos que nunca le he tenido miedo al fracaso porque casi nunca he estado del otro lado de la acera, cosa que en realidad no me pesa. Agradecido estoy con la vida que en vez de colocarme un muro de ladrillos en dicha frontera, me haya colocado una placa de cristal para al menos conocer esos senderos exitosos desde una clara distancia. No sirvo para los halagos, no creo estar hecho para ellos. Cuando me ha dado por sentirme de más, la realidad me ha mandado la exhorbitante cuenta de que lo que tengo de invencible también lo tengo de inocente. El reloj de mi vida lo he mantenido disciplinariamente descompuesto: o bien llego tarde a todos mis anhelos o bien me adelanto de manera tajante a su encantamiento. Me gustaría pensar que he querido y he sido querido aunque las formas siempre sean amorfas en este sentido. Con los años he escrito una serie de relatos cortos que sin publicarse oficialmente le han dado la vuelta a un mundo de nostálgicos entes que quizá, como yo, buscan en las constelaciones una ráfaga de preguntas sin respuestas; quid de las jornadas laborales… He tenido la gran fortuna de que algunos de ellos me hayan compartido su agrado por esas tintas desgastadas y a la distancia nos hemos abrazado con la promesa de una tierra vencida. Mis personajes se alimentan de sus quebrantos, se levantan para caer de nuevo y en el ocaso sentir la vida. Los laberintos donde circundan son los pasajes de mis tiempos no conjugados: fantasías, promesas, recuerdos e inventos por igual. Soy un bucólico empedernido al que el valor de la añoranza se le da tanto o más como el refill a una copa de tinto vacía.

Si bien me escribiera una carta, en la postdata me dedicaría una larga carcajada. Y me reiría al leerla, y la volvería a leer y me volvería a reír. Tal vez la misiva pudiera comenzar así.

Querido amigo: 

Los ganadores no tienen ni tu semblante, ni tu talle, ni el color de tus ojos caídos. Si bien la vida te dió esa extraña disposición a no poder oler perfumes, es quizá porque nunca podrás hacerte del aroma de la victoria. Pero no lo tomes a mal, si lo piensas bien, tampoco podrás hacerte del de la derrota…


Desde que la ironía cayó a manera de polvo en mi ropaje no ha habido lavadora ni karma que la haya podido quitar de encima, así que la he intentado mantener como parte de una gracia o firma personal. En alguna de las dos habrá de funcionar. Consciente estoy que cuando se me empiecen a dar las cosas en plenitud será debido a que mis horas se encuentran contadas, a que la tinta se agota y pronto habré de subirme a ese tren cuyo humo no hace otra cosa más que viajar hacía otra parte. Jamás he sido la mejor versión de mi, lo digo con total honestidad, jamás he podido librarme de ciertos pesajes que me atan a todo lo que significa la palabra gravedad. Supongo que todas las cosas que he hecho las he realizado con las ansías de construir un hogar del cual nadie debería sentirse más orgulloso que yo. Y si así fuera, creanme que nada me gustaría más que tuviese la forma de un bar en un callejón oscuro, solitario y un tanto aburrido donde se susciten las cosas más absurdas en los horarios más inhóspitos posibles. Me encantaría, claro, que quienes lo visiten sonrieran a manera de tributo. Me gustaría, eso, una sonrisa sincera y nada más. Con sus hoyuelos y sus caries… O bien, ¿qué otra cosa podría pedir alguien como yo?




A. G. V.

Mayo 2018.




"Cita". Madrid 2009.

lunes, 26 de marzo de 2018

Sin Amor

REDONDO.

Nelyubov
Sin Amor (Andrey Zvyagintsev, 2017)

La exposición de las triviales dimensiones en las exigencias modernas; requisitos, apetencias, menesteres y demás “formalidades” en el actual gravamen de la necesidad, se esparce con un volumen de catarsis tan agudamente delicado durante el embiste inicial de Nelyubov, quinto largometraje de Zvyagintsev, que el empalme de sus elementos en su recorrido discursivo termina por ser un brutal reflejo de la narcisista sociedad contemporánea. Sus personajes, todos ellos vacíos y bajo el manto de un fútil afán de cambio, se ensimisman abnegándose a sus cargas de vida; responsabilidades, compromisos y deberes. La inmadurez con la que caminan durante el entramado es tan implicante que la naturaleza y sensibilidad de todo lo que acalla el mérito de lo benigno y compasivo, detiene de tajo su efecto y encuentra salida únicamente en la desesperación, el dolo y el odio ante los actos imperantes, pero nunca explorando las causas y las consecuencias de estos. 

La invisibilidad moral con que juega la disertación del filme resulta una muy delgada linea entre el escape y el anhelo, la evasión y el miedo, la flaqueza y el acorralamiento. La prisión en que viven nuestros figurantes centrales no sólo se evoca a las paredes y metros cuadrados del departamento que han puesto en venta so pretexto de su divorcio, sino que es una sombra que se añade a los espacios físicos e invade con un peso y carga específicos que frena de lleno los avances de sus deseos futuros: un hijo. El estigma de su unión se valoriza como una afrenta, una barrera ante sus aspiraciones en un manejo plenamente ególatra, codicioso y sórdido. Su conveniencia como prioridad los ciega y es sobre este campo emotivo tan sombrío, atroz e inquietante que hemos de andar junto al emergente campo de su realidad, la desaparición del chico: expectante del quebranto de sus padres como matrimonio, testigo del sin-amor que se gesta a cada día en lo único que conoce como hogar. Decidido ahora a alejarse, se niega ante los hechos –y a los suyos– posterior a ver que en su silencio no ha encontrado los argumentos claros de las pretensiones del mundo moderno. 

Ataviada en una estética bucólica, la cinta se apoya en la agraciada fotografía de Mikhail Krichman, misma que utiliza como lienzo los abrumadoramente francos y habituales decorados de Andrey Ponkratov, para generar un abismado universo donde el libre albedrío y los escrúpulos se debaten en una claroscura dimensión que nos irradia, nos reverbera y nos devela la medida de nuestra comodidad; la extensión del aislamiento. Con un ritmo semilento que teje de manera puntual el montaje de Anna Mass, la puesta actoral se acrecenta a un peso mayúsculo y su fuerza se denota entre sombras y tensiones pretéritas nunca liberadas. Sus elegantes cortes dejan correr la acción, no resquebrajan las emociones sino que las revisten de incertidumbre y nos traducen de fieles testigos a plenos participantes del horror dentro de la angustia y la zozobra. Las punzantes notas de la partitura de Evgueni y Sacha Galparine amalgama la unidad del filme, unifica la disposición de los elementos y se torna nativa a los grises sucesos. 

Sin Amor, pues, termina por ser una cinta bellamente cruel en su accionar, veraz en su lamento, temible como espejo pero leal ante su construcción; integra/honesta. Su camino es áspero pero en si nos acentúa, nos coloca frente al aparador de la aspiraciones cotidianas, del día a día, así como las posibilidades de nuestros procederes. El trabajo de Zvyagintsev se denota fino, pujante: desenvuelto. Su mano es clara y recatada, su labor en esta su más reciente entrega es de un portento que une atenta y acertadamente los desahogos de un drama digno de nuestros tiempos. 


Sin Amor de Andrey Zvyagintsev
Calificación: 4 de 5 (Excelente). 




viernes, 16 de febrero de 2018

Un Viaje No Escrito

Un Viaje No Escrito. 

Cuando se disipó el humo dentro del salón, el cigarro de Don Alberto se mantenía con su clásica hilera de ceniza intacta entre los dedos. Su mirada descansaba entre el aliento del trompeta y el brillo que emanaba de una de esas coronas doradas tan de moda con que gustaban los músicos adornarse los dientes desgastados, tan sólo un par de minutos atrás un solo que emanaba cierto tema nocturno de Thelonius le había hecho cambiar de posición; erguida sus espaldas hacía ese humo seco que Manriquez colocaba siempre con pésimo gusto hacía la parte final de las presentaciones (al igual, claro, que ese espeso telón color vino de resquebrajado terciopelo). Sobre su frente brillaba un cansino tono morado –muy apagado, casi azul– proveniente de uno de esos haces de luz que se prendían cuando la última melodía era interpretada. Si mal no recuerdo, aquella fue una noche frugal, húmeda y encapotada en emociones incomprensibles sin el paso de los años. De las que el buen Arney, el portero –vendedor de heroina– y autonombrado crítico musical, solía decir que eran perfectas para gastarlas escuchando a Dexter Gordon y esperar el alba sentado en una banqueta con senda botella de ron. A decir verdad, la primera vez que le vi en el lugar–cuando supe a bien que de su figura emanaba un volumen mayor a su enmudecida postura– este me dio la impresión de ser el tipo de personas que se creen un pez grande en río pequeño, como esos niños-dios que son más grandes que cualquier otra figura del nacimiento. Claro está que después le conocí y descubrí que en realidad era más heno que fantasía. Más leña que promesa de fuego. Aunque eso, claro, no le afectaba, como nada pareció entorpecerle aquel día ese extraño esbozo de nostalgia que se le dibujaba entre los labios mientras el pianista realizaba el regreso al tema principal. Inconmensurablemente enfundado en su traje favorito de color café oscuro, con sus zapatos recién boleados y sobre la mancha de humedad que tanto criticaba, esperó hasta que el último eco de los acordes se fundiese con los aplausos de la audiencia para beberse el resto de su copa de vino de un solo tajo, darse la vuelta y retirarse sin derramar una sola pizca del otrora fuego que cuidaba recelosamente entre sus manos. 

No es muy fácil olvidar el fresco color del semáforo que nos detuvo en aquella esquina en que compartimos por primera vez las sombras. Amanda me había dejado un par de días atrás: una ida sin regreso y para siempre; con la mudanza en proceso y el polvo ahogándome las anginas de la espera –los tapetes como techo y los suelos como abrazo… Con los ánimos por los suelos solté la confesión en voz alta a manera de expiación mientras le miraba con cierto recelo fumar un marlboro rojo. Calladamente tosió y se limpió la garganta. No sé si no quiso mirarme o simplemente no se atrevió, pero observando la luna rompió todo efecto sonoro cuando los coches se detuvieron nuevamente frente a nosotros: “De los corazones rotos se aprende lo mismo que la vida enseña a un cirujano cuando pierde a su primer paciente, hijo. Es algo que duele, sí, pero más vale que te vayas acostumbrando.” Después se me acercó y me dio una golpe por la espalda mientras me dedicaba unas palabras al oído para después alejarse entre la neblina citadina; su figura se desvaneció entre ondas de autoestéreos y ruidos de carburador. Fue entonces que supe que era uno de esos sujetos de los cuales uno puede suponer todo a espera de equivocarse sin falta. De los que por más que los interpretes, siempre habrá un agujero por usar con el tintero. Un personaje existente situado en un viaje nunca escrito. La gente solía tenerle desconfianza, apartarse de él, pero creo que fue porque no lo conocieron teniendo el corazón deshecho… O bien qué puedes esperar de un hombre que al primer encuentro se despide diciéndote: “A mi me han abandonado 15 veces muchacho, ¡Quince! Y en todas ellas la misma mujer, siempre la misma mujer.” 

Fueron ciertas arenas atrapadas en algunos oxidados segunderos las que nos hicieron alguna especie de colegas e influencias mutuas. Irregularmente los fines de semana solíamos apostar quien hallaba los mejores bares de músicos amateurs de Jazz en la ciudad. Nos sentábamos en la barra y sin decir palabra alguna escuchábamos hasta el final de los alegatos. Luego salíamos a fumar, yo descargaba mis nuevos quebrantos amorosos y él apuntaba la puntuación de los nuevos talentos encontrados. Cuando no hallábamos algún sitio a donde ir, el Manriquez siempre era una opción donde descargar las fuerzas. En ocasiones íbamos a su casa y pasábamos la velada escuchando parte de su colección, a veces se nos juntaba Arney o algún amigo (cliente) de él, pero la mayoría del tiempo la pasábamos con algunos de sus vecinos. Gustaban ellos de ver el amanecer desde el balcón con alguna balada de Art Farmer, Soul Eyes siempre como opción. Solíamos estar en silencio y dejar que el sueño se escapase entre el sonido del scratch y el humo de los químicos que acompañaban el ambiente. Desayunábamos con whisky en un pequeño sitio que abría todos los días en la parte baja de su edificio y después cada quien tomaba camino. Sin saber cuando sería la próxima vez. Sin saber si en un rincón se encontraba una nueva Amanda o una nueva Sarah para cada quien… Hasta que, claro, sucedió. 

A su puerta tocó de la nada, como si el pasado fuese una pequeña red para el cabello que simplemente se acomoda o bien despeina. Una pomada, una caricia. Se le comenzó a ver cada vez menos por los sitios donde frecuentaba. De vez en cuando me daba el chance de pasar por ellos y si acaso una mirada cruzada, un saludo a la distancia mientras lo veía disfrutar, sonriente y tomado de la mano,  alguna pieza de Hank Mobley o Jimmy Smith. Por aquellos momentos prefería embriagarme con tequila en los bares de la zona norte, donde hasta altas horas de la noche podías oír desde Ray Brown y Curtis Fuller hasta la Big Band de Francy Boland y Pharoah Sanders, némesis del paladar de Don Alberto. Pero claro, llegó la noche, esa noche en que me hallé casualmente en el Manriquez y se disipó el humo del salón; su cigarro con la clásica hilera de ceniza intacta entre los dedos. Su mirada descansando entre el aliento del trompeta y el brillo que emanaba de una de esas coronas doradas tan de moda. Me acerqué a él en el mismo semáforo en que nos conocimos. No le miré ni dije nada, simplemente me coloqué a su lado y encendí un cigarro. De nuevo fue él quien rompió el silencio: “Qué puedo decirte, colega, tan sólo soy de esas personas que tanto se han despedido de sus amantes al verlas partir en la misma estación de tren, que mejor han decidido enamorarse de las vías.” Me dijo que su récord alcanzaba ahora los 17 y que esa sería la cifra definitiva. No quise hacerme de sus razones y a bien continuamos el puente que habíamos dejado atrás, con los whiskys en el desayuno y los amaneceres con metales. 

Me despedí de él un 19 de Junio, un diario local a unos 700 km de la ciudad me esperaba. Había terminado mis estudios de posgrado y tenía unas ganas inmensas de nuevos aires, de nuevos brios. Nos despedimos por teléfono sin nostalgias y prometimos volvernos a ver a cada año, promesa que ambos sabíamos jamás debía cumplirse. Nunca supe a bien como fue que se enteró de mi boda, pero hasta ella llegó su regalo: un pequeño sobre con la carta que le había dejado Sarah la última vez que le abandonó. El sobre rezaba con su puño y letra: “De ser, que sea así”. El resto en el interior decía:

No quisiera describirme como una mala mujer, cariño ¿Quién lo quisiera? Pero si lo soy, tendré que vivir con ello, ya no me importa. En realidad me gustaría verme más como aquellas personas que no se dan por recordar a bien los puertos donde ha encallado su amor. O el de los demás. Y eso se debe a que a mi lo que siempre me ha llamado la atención es el mar abierto. Su océano casi infinito. No quiero ser insinuante, pero a pesar de todo el afecto que nos tuvimos, debo serte sincera y decirte que dentro de ese universo construido por las lagrimas de quienes han perdido algo en esta vida, siempre me resultaste apenas la espuma de una ola. Y yo, yo necesito navegar. 


A pesar de que un par de años después supe que su cuerpo haba sido encontrado en su cuarto después de 5 días, no había vuelto hasta ahora a la ciudad. Algo siempre me dijo no debía de hacerlo. A bien recuerdo que en una ocasión, sentado en la esquina de la barra de algún bar, una mujer vestida de rojo que me recordaba plenamente a Amanda –con ese mismo vestido rojo con que la recordaba siempre– se me acercó con las intenciones más sensuales que recuerdo; labios carmín y pelo oscuro, lacio, una sonrisa fresca y aliento a alcohol. Una cierta frase crepuscular y sinsentido como saludo: sonrisa chueca pero más sincera que atrevida, encías blancas e imaginarias: manos tersas… Pero tajantemente dije que no, no a toda pretensión simple y llana debido a que en el sitio no sonaba alguna pieza de Henry Red Allen, ni siquiera Cherry, ni siquiera alguna versión cantada de The Nearness Of You. Y entonces me di cuenta que cierta parte de mi se convertía en Don Alberto, en la esencia de quien tiene mucho que decir pero a nadie a quien lo escuché. De quien huí al poco tiempo pero sí busqué en ese mismo instante. Agitado, corriendo por la calle y entre bares de Bop y Swing llegué hasta encontrarme con su aliento de alquitrán. “No te apures amigo, mírate en mi. Me he peleado tanto con la suerte y sus cenizas, que cada que me encuentro en la calle a una mujer que me abate el corazón, prefiero perderla de vista antes que conocerle las espaldas y los despidos.” Caminamos un largo trecho con dirección al centro y al llegar a una glorieta nos despedimos,  sin abrazos ni manos cruzadas, como quien sabe que al otro día estará ahí el día y la noche… Pero jamás volvimos a vernos.

Quizá algunos piensen que lo primero que debí de haber hecho al llegar fue buscarle en su descanso, despedirme de él, pero no, no lo hice. Tomé rumbo directo hacía el sur, me desvié por la avenida central y seguí hasta la calle 6. Entre a la Colonia Central y me estacioné a unos cuantos metros del Manriquez, que ahora no es más que una pila de escombros con el techo caído y caminé hasta lo que alguna vez fue su entrada principal (el sitio de Arney), con la nostalgia sobre los hombros y la vista enrarecida –tengo ahora 7 años más de los que tenía Alberto cuando murió. Y sonará raro, pero sé que logré escuchar el eco de alguna pieza de Dizzy cuando toqué a la puerta y dejé en su filo la nota con que se oso despedirse. Aquella que me hizo llegar sorteando todas las circunstancias antes de partir: 

Aquí te quedas mi viejo y buen colega. En los limites del litoral en que viví tratando de capturar el horizonte. Ahora mi turno ha llegado, me voy, pero no sin anhelos. Créeme que no deseo más otra cosa que no sea cruzar el mar, a sus anchas y a sus largas. En su plenitud. Cruzarlo y conocerlo, llegar a su fin, como el mío ahora. Y quizá así, quizá, algún día dejar de ser simplemente residuo de sal. 


Si soy sincero, no hay mejor tumba que los restos de aquello donde realmente viviste. Claro que eso no lo había pensado hasta estar ahí, frente a ese lugar donde vi pasar algunos de mis mejores momentos de juventud. Y claro, tantas cosas más que pasaron por mi mente mientras me dirigía de nuevo a mi carro para tomar rumbo. Mi salida no fue ni tan heroica ni tan especial como quizá debiera: abrí la puerta, prendí el motor, busqué en la radio alguna estación local de Jazz y tomé camino hacía el centro en búsqueda de un algún lugar donde poder cenar con alguna banda en vivo. Pero si soy sincero, algo me inquietaba, algo me hacía sentir molesto. Y entonces, mientras tomaba mi primera copa de vino y la notas comenzaban a inundar el sitio, me dije que quizá alguien podría terminar esto de mejor manera. Tal vez con un final donde me alejo del Manriquez caminando. Donde a cada paso que doy me hago cada vez más joven hasta hallarme con Alberto en algún sitio, quizá la esquina donde nos conocimos. Y entonces fumamos un cigarrillo y él me dice una más de esas frases tan a su pesar. Y así, reencontrados, seguimos caminando por las calles, y caminamos y caminamos sin dirección. Y que mientras lo hacemos vamos dejando un rastro de hielo seco que sale por debajo nuestros pantalones; humo seco, mucho, que se convierte en neblina. Neblina que comienza a cubrir por completo a la ciudad hasta hacerla desaparecer. Y entonces caminando, sin sentido, desaparecemos todos.



lunes, 29 de enero de 2018

Tres Anuncios Por Un Crimen

REDONDO.

Three Billboards Outside Ebbing, Missouri
Tres Anuncios Por Un Crimen (Martin McDonagh, 2017)

Parecerá contrastante a la linealidad dramática de la cinta –sobre todo por algunos de los subtextos de violencia que se avivan hasta los primeros planos narrativos– pero la más reciente entrega de Martin McDonagh está construida bajo sutiles matices que apelan a un manejo sobrio y elegante en sus disertaciones. La mesura que se logra a lo largo del entramado no sólo realza la buena contienda histriónica que se halla en los interiores de su puesta en escena, sino que más allá de su álgido y negruzco sentido del humor, es su heterogeneidad moral la que le aporta un tono de distinción.

En el microcosmos de Tres Anuncios por un Crimen nos encontramos de lleno y sin tapujos frente a un pequeño grupo de personajes que no sólo delimitan nuestras fronteras diegéticas bajo su personalidad, sino también por los ataviados nudos de sus creencias; todos ellos en busca de un significado y un valor de la equidad que se conjugue a plenitud con sus necesidades; limitadas estas por sus capacidades, su estados de confort (animo/salud), o bien pura reticencia. Son sus comunes deseos, pues, los que vistos desde distintas aristas habrán de enfrentarlos no sólo en un campo ajeno y externo a sus territorios, sino dentro de sí: escrutinios personales y oficiosos que les harán captar que la propia naturaleza del mundo es la imperfección y el aplazamiento. La antesala del conflicto que habrá de sortearse no es sólo el crimen no resuelto que apoya el titulo, sino el sentido social del escrutinio, del rencor y la antipatía. El vacuo ambiente de apoyo y sostén que evoca desde años atrás a los Estados Unidos. No resulta gratuito que dentro de las actuales luchas por igualdad dentro de la industria hollywoodense, la llama que desate la disputa en esta trama sea la denuncia mediática. El hecho de volver pública una imputación que parece razonable de primera mano pero que entreteje demasiados factores de forma y fondo en su interior. Golpe directo al idealista discurso del sueño americano. 

La mano del realizador inglés se nota confiada de la capacidad actoral de su elenco, permite respirar su desenvolvimiento con uso formal y moderado del lenguaje. Sobre los naturales decorados de Inbal Weinberg y Jesse Rosenthal nos sentimos en un sitio común, desinteresado e impotente ante los objetivos de una concepto de ley que no obliga ni se impone, geografías habituales que abrazan un campo emotivo al que auxilia la bella partitura de Carter Burwell; casi imperceptible compañía que ahonda en los resquebrajados y desdoblados ánimos de quien se encuentra en medio de los tropiezos. Mucho apoya en ello el montaje de John Gregory, que no abate ni fragmenta el espacio-tiempo y permite que el lenguaje se nutra de ese histrionismo antes detallado. Igualmente la fotografía de Ben Davis, cuya densidad lumínica crea un número interesante de atmósferas que marcan sutilmente las pautas que conducen el encadenado a sus últimas causas/consecuencias. 

Tres Anuncios por un Crimen, entonces, termina por dotarse de un decoro moral que concierne a la honesta esencia de quien ha perdido algo o a alguien. En su camino no existen las figuras buenas o malas, el manejo de ellas dentro de los escenarios no tiene un orden por el simple hecho de que han de perseguir apasionadamente aquello en que especulan y no razonan del todo. Las secuelas de sus actos son sólo puertas abiertas de un laberinto donde la armonía, el progreso y la justicia siempre quedan pasos adelante, a una distancia clara e inamovible cuyo objetivo es simple: llamar a su búsqueda y su caza sin importar que es lo que pase.

Tres Anuncios por un Crimen de Martin McDonagh

3 de 5 (Buena).

martes, 16 de enero de 2018

La Forma del Agua

REDONDO.

The Shape Of Water
La Forma del Agua (Guillermo del Toro, 2017)

La relación de Guillermo del Toro con los monstruos se explica de manera por demás sencilla, el propio discurso que diera al recibir el Globo de Oro a mejor director lo resume de primera mano; amor y salvación. Un amor que bien ha presentado y construido a través de eslabones y elementos durante toda su filmografía y que se reedifican y redireccionan en esta su más reciente entrega a favor de una excelsa plástica pero una previsible narrativa. El afecto e idilio que emerge como uno de los ejes narrativos principales tras la silueta de un poema en la diégesis del filme, termina por ser una romántica misiva del propio director a sus creaciones. 

Bajo un código plenamente melodrámatico, las disertaciones sobre la discriminación, el aislamiento y la incomprensión que han mantenido el curso de la obra del realizador mexicano se mantienen y acrecientan en una etapa marcada por un moralino espectro de imputaciones en Hollywood, así como el racismo latente del gobierno estadunidense. El conjunto de sus personajes se autojustifica en un collage de minorías: desde nuestra discapacitada y sensible protagonista hasta la postergada criatura que le acompañará en la aventura, pasando claro por el sospechoso y relegado extranjero, el adulto e introvertido artesano homosexual y, so pretexto del espacio temporal, varios guiños a los afroamericanos y su falta de derechos. 

El nuevo cuento de hadas de Guillermo del Toro contiene las nociones que le han influenciado así como los fundamentos técnicos y artísticos con los que ha construido un sello sumamente distinguible en la actualidad. No obstante, ciertos manejos ornamentales de su manufactura comienzan por ser reiterativos y pronosticables. Su manejo en el campo emotivo recae en mismas dimensiones y en vez de profundizar en ciertas aristas de la propia historia, pasa de largo y se encubre en el aspecto visual dejándonos algunas de las más bellas imágenes que nos haya regalado hasta ahora; lleva de paseo a su monstruo y lo coloca en la comunidad de tal forma que casi es posible permanecer allí para poder ser querido. Cosa que, de alguna u otra forma logra. 

La soledad, pues, juega el papel predominante ante el comunicativo silencio con que se manifiestan las compasivas y vengativas fuerzas de aquellos a quienes se le ha negado cuasi por completo la tolerancia, la simpatía y la agudeza del deseo y la pasión. La puesta en escena resulta gentil y como es costumbre en del Toro, los pormenores están manejados con lujo del detalle para un eficiente funcionamiento en la lógica de su universo. La fotografía de Dan Luastsen reafirma el colorido especifico de las atmósferas a las que nos veremos sumergidos, al igual la partitura de Alexandre Desplat, cuyos acentos generan una bella entonación cuasi imperceptible pero sumamente afectuosa y esencial para la ilación de la trama. El montaje de Sidney Wolinsky pauta un ritmo entendible y permite que la película avance de manera conexa a pesar de los visibles huecos que tiene el guión escrito por Vanessa Taylor y el propio director. De sobra está decir el excelso trabajo que llevan acabo Paul D. Austerberry y Nigel Churcher con el diseño de producción y la dirección del arte correspondientemente. El mundo físico que crean le ofrece una dosis mayor de belleza a algunos de los mejores momentos del filme. 

La Forma del Agua termina, entonces, por ser una carta abierta a ese bestiario tan integrado en la visión de Guillermo del Toro. A ellos, sus creaciones, les presenta un espacio donde pueden convivir junto a las emociones humanas, hacerlas suyas y luchar por ellas; tener el derecho a vencer y ser vencidos. No todo les será fácil, claro, habrá que sortear dificultades reacias y triviales en espera de que al final los buenos prevalezcan. Y queda más que claro, ya, para todos, que en esa gama polarizada del bien y el mal, la esquina que les corresponde estará casi siempre lejos de las sombras, pues esa la naturaleza que les ha conferido. 

La Forma del Agua de Guillermo del Toro

Calificación: 3 de 5 (Buena a secas).