ALIVIOS.
El Ernesto Chavez que conocimos era un tipo duro, de facciones hoscas pero sentimientos gratos. Uno de esos individuos que si bien fruncían el ceño frente a una bella dama, en el fondo se imaginaban viajando a solas con ella rumbo al más bello litoral de otro planeta; en el resquicio del universo –sobre una isla donde las flores no crecen sino que no mueren nunca, como sus primeras miradas al cruzarse en el camino. En sus mejores tiempos fue bien parecido y atlético; un maratonista de clase mundial abocado al designio de los astros. Si bien nunca ganó competencia alguna, en el bar sabíamos a simple vista que seguro había intimidado a más de uno durante el recorrido con su mirada, su discurso o bien su porte. Ninguno de nosotros, por ejemplo, le habría hecho competencia aún así el hubiera caminado de cabeza. Ocasionalmente llevaba algunos recortes de periódicos donde aparecía su nombre o alguna fotografía, pero solía jactarse tanto del pasado como de sus tiempos presentes. Un accidente aéreo le había quitado el valor, un choque de autos una pierna y una riña callejera la dentadura. “No es el que el destino nos juegue malas pasadas, hermanos”, nos comentó algún día entre copas y humos de cigarro a poco días de su deceso, “es la lectura de nuestros actos lo que terminará por escribir nuestros secretos.” A lo que Mariano, nuestro literato de casa, reaccionó días después, en los momentos silentes del dolo, asegurando que aquel Ernesto Chavez Contreras que nos tocó conocer, sería siempre “uno de esos tipos que al ingresar a algún relato entre líneas, seguro acabaría destrozando todas las palabras.”
Nunca fue en realidad un contendiente en el ring de la vida. No peleó jamás por las experiencias bajo sudor o los efectos de algún trago de licor, como muchos de nosotros. A pesar de sus reservadas cicatrices, en el fondo era un tipo amable y sumamente halagador. Tranquilo y enamoradizo; sagaz. En una ocasión, cuando me dejó al cuidado de su auto mientras revisaba el motor en medio de la carretera, le advertí en su guantera únicamente álbumes de voces féminas con diferentes timbres pasionales: “Irene Kral”, “Shemekia Copeland” y “Valerie June”. No puedo decir que fuera un buen amigo, cercano a mi. Nuestra relación en verdad se resignaba a que me diera de vez en cuando al aventón a casa cuando me pasaba de cuenta con los vodkas. No obstante, me gustaba platicar con él. Verle a detenimiento su rostro, en el cual nunca pude observar resquicios de aquel que aparecía en sus tiznados recortes de antaño. Se me figuraba más bien el trasfondo de la mala suerte; si bien la vida le había dado la oportunidad de ser otra persona, ésta había resultado ser una con mucho menos oportunidades y esperanzas. No así, me aseguran que murió contento, con una mueca de felicidad en el rostro, haciendo alguna broma sobre el amor en la cama del hospital tras una terrible neumonía: “A los artistas el amor se les escapa entre los poros del talento, a los deportistas nos rehuye por el cansancio de nuestro encanto original: la billetera.”
Le recuerdo cuando soy testigo de una persona a la cual no le salen las cosas como las tenía planeadas; en ocasiones con tan sólo verme en el espejo basta. También cuando escucho sobre el accidente de algún transporte público o alguna curiosa desgracia. Sobra decir, entonces, que de igual manera con él me llega siempre el resplandeciente eco de Alice, esa joven mujer de la cual me enamoré hace algunos años y de la cual aún no me puedo borrar ni el pelo suelto ni la sonrisa. El inocente beso de despedida que le di tras un manojo de nervios y un ligero disimulo. Suelo usarlo, a él, sí, para llegar a ella de la mejor manera, de la forma en que más le recuerdo, siento y describo. ¿De qué otra manera podría? Cada que me siento a intentar escribirle algo terminan por hacerme falta todas las palabras. Y así, en realidad, me gusta abrazarla en el vacío. Olvidándolo a él... y sonriéndole a ella.
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