Hasta Luego Leonard Cohen.
Como mucha de mi música favorita; aquella que me ha acompañado durante años enfundada en un abrazo en conjunto, conocí a Leonard Cohen en un viejo casete pirata que tenían mis hermanas entre sus álbumes, libros y fotografías cuando apenas me iba a entrar la pubertad; se trataba de su disco de éxitos de 1975. Y sí bien por esos años lo que yo buscaba era un sonido enérgico cargado de riffs ácidos de guitarra y potencia a lo más vil para -según mis creencias de entonces- alejarme de todo, no pude más que rendirme ante sus canciones casi a la primera escucha. En la aparente sencillez de las notas que brotaban de la bocina de la grabadora había una sazón de nostalgia, de sapiencia; ecos de experiencia brutal, de dolo y un apasionamiento por las espinas del amor. En los recovecos de su lirica comencé a conocer el serpenteante mundo de sentimientos al que me dirigía y en el que aún camino y aún me explicó ocasionalmente con sus frases. Fue él, pues, incluso antes que Dylan, quien me enseñó que no todo era experimentación en el mundo sonoro sino también contenido. No se trataba únicamente de sonar bien sino de decir algo, tener discurso y total franqueza.
Aquel casete no sé si aún exista en alguna caja cargada de polvo en la casa donde crecí la mitad de mi vida; en realidad no recuerdo si logró superar el desgaste que le hice conocer aquellos días, meses y quizá años. Viendo hacia atrás, esas horas me parecen ahora un horizonte tan lejano como vasto el universo que me hizo conocer: sentimientos y emociones embotelladas al vacío del plástico, del laser y de la era digital. Enseñanza pura de que la belleza no es nunca una dama bien vestida sino una que disfruta de su desnudez para, de vez en cuando, violentarse y alzar la voz. Que señala con enojo y se ensucia sin apuros para acariciarte y mostrar al mundo valerosamente su llorosa mirada, su cansada fragancia y las marcadas cicatrices que le dejaron las jornadas de vida. La beldad como una catarsis repleta de elegancia.
Si bien no recurro tan a menudo a su discografía, cada que me regalo dicha oportunidad algo en el aire me respalda y me hace respirar de una manera bucólicamente honesta; me hace sentir acogedoramente simple, llano, solitario. Una sombra capaz de encontrarse la sonrisa entre las penas. Una carcajada repleta de las condenas que da la felicidad... Si bien el mundo de sus letras, de su narrativa, de sus encuentros y reencuentros han marcado a miles, a cada uno le ha creado su propia firma. Su propio sello con su propia tinta y su propio sabor. El mío no sonará del todo tan especial; se remonta y remontará siempre a ese casete viejo y pirata de mis hermanas en que le escuché por vez primera. Y es que a través de todo el paraje en que me ha acompañado indirectamente, no me queda más que aclararle a manera de despedida -ahora que tristemente nos ha dejado- que así como hizo a bien decir y cantar alguna vez, yo, como miles de sus seguidores, sólo he tratado a mi manera de ser siempre libre.
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