Pautas Finales.
De las pocas cosas que se pueden asegurar sobre la historia de Saúl, una de ellas es que su biografía se cuenta mejor, y toma mucho más interés y fuerza, si tomamos como punto de partida el momento en que dejó de estar entre nosotros. Otra, es que sus más grandes pasiones asomaron siempre cierta comunidad con el resto de los hombres de la barra: adoraba a las mujeres, el licor y la buena música. Algunos incluso cuentan que cuando invitaba a alguna dama a un día de campo la canasta, en vez de ir llena de emparedados y gaseosas, iba repleta de long plays y discos de 45 que iban desde la Andrew Oldham Orchestra hasta el Splinter Group de Peter Green pasando, claro, por Bettye Lavette, Erma Franklin y Rare Earth, los primeros blancos en lanzar un Hit con la Motown Records que tanto presumía cada que tenía oportunidad. Era un amplio seguidor de las cuerdas de Mike Bloomfield, Roy Buchanan y Robin Trower, así como un pensador extraño y un corazón errante. En cierta ocasión, cuando arribé a la barra en una de mis tantas crisis amorosas, se me acercó con su siempre interesante aliento a vodka y hierbabuena para indicarme con el humo de su tabaco cálidamente en el oído una de sus tantas frases memorables: “En ocasiones, amigo mío, el amor tan sólo es despertarse abandonado para sonreírle al lado vacío de la cama. Créeme, entre menos dientes tengas, más cerca estarás de saber quien realmente quieres que la llene.”
En su rostro se dibujaba su espalda y su faz era en si vil opacidad. Su naturaleza era de contrastes: en apariencia tenía una actitud sobria pero en realidad, al asearse, era capaz de emborrachar al jabón y el estropajo. De algunos era conocido que solía dormir desnudo y circundado a tres simples pasos de lo que le resumía: su tocadiscos, su cava, su colección de acetatos, su frigobar y la tan famosa agenda musical de conquistas de una sola noche que se alzaba como oscuro trofeo entre sus revistas para adultos. En ella, es cierto, encontré a dos de mis más grandes fracasos –dos de esos nombres que se clavan en lo nervios cada que se escuchan– cuando tuve la oportunidad de tenerla en mis manos aquella tarde que Frankie y yo indagamos en su casa buscando algunas pistas y señales sobre su desaparición. Su caligrafía, debo reconocer, era de una manuscrita sobresaliente y elegante, por lo que no pude más que suspirar: pocas veces se encuentran dolores tan fuertes tan bellamente escritos: la mano y la tinta como destino de una hoja en blanco. Cuando a Abelardo, nuestro flamante cantinero le detectaron el tumor que acabaría con su vida, por ejemplo, apenas y se entendía el número de la cédula del doctor en un dictamen que siempre nos pareció más bien una mala impresión del horóscopo matutino. “Mejor hubiera sido imprimirme la sentencia en los obituarios de la nota roja”, dijo la última vez que le visitamos en el hospital a reserva de un epitafio.
No es de sorprenderse, entonces, que Frankie fuese quien más le hecho de menos y quien en realidad más le busco hasta el hartazgo. Su amistad era una de esas relaciones mayormente cronometradas con la arena de las tumbas. Digamos que ambos disfrutaban de ver como la lavadora se llenaba de sangre después de una típica jornada laboral. No obstante su naturaleza profesional, tenía su carisma y cierto talento para hacerte sentir abatido ante sus momentos de acida ternura. En una ocasión, en cierta etapa de quebranto, creyó que vistiéndose como los “exitosos” de las publicaciones empresariales le cubriría el polvo de la gloria y la conquista, pero lo único que logró fue que le diera un fuerte enfisema que le dejo en cama por un par de semana del cual jamás se recupero del todo. Inclusive le cambio el semblante y el tono de voz, pero así era Saúl, un matón a sueldo con más dilemas que cicatrices. ¡Que se podría esperar de alguien cuyo proyecto de autobiografía inconclusa comenzaba así!: “¿Qué tanto confiaría usted en un hombre cuyo único amor de verano fue en otoño… y sin una gota de libido cerca?
El último día en que supimos de él fue el mismo en que se despidió de los escenarios locales Alma Julia. Aquella gran cantante de aterciopelada voz y pelo crespo que Frankie siempre resumió a través de su vestuario. “Cerrados los ojos te imaginas la mejor caída de seda a través de curvas y solturas excéntricas en una piel madura y elegante. Al abrirlos te das cuenta que esa voz se he hecho con todos los vestidos propicios a lucirse mejor en otro cuerpo”. Siempre había tenido un talento nato y por fin, en el bar, habíamos logrado que se diera cuenta de ello; había decidido apostar por una carrera de verdad y mudarse a la gran ciudad; dejar el barrio, dejar el sitio y vernos desde el brillo de las marquesinas de la avenida central. Con una versión inmejorable de “Little Person” de “Jon Brion” cerró la noche y sus actuaciones en el lugar. Posteriormente la vi un par de ocasiones en la televisión como corista de una de esas bandas con más trayectoria y fama que energía, sus actuaciones estuvieron repletas de garbo y elegancia pero después le perdí de vista. Sé que llevó una buena vida y que en recientes años le detectaron Alzheimer, que la internaron en un lugar cuyo extraño nombre supongo intenta balancear el importante e inminente olvido de sus glorias. Supongo que aquella fue una velada de despedidas, de nostalgias futuras y presentes. Yo me encontraba con el reto de dejar el cigarrillo y otros tantos con el objetivo de recuperar la vista bajo lentes fabricados con los vidrios rotos de los ceniceros.
De Saúl en si jamás supimos casi nada a ciencia cierta. De lo poco que sabemos, de lo poco que indagamos, todo, o casi todo, lo hemos inventado y reinventado alrededor de todos estos años. Sabemos con mediana seguridad que nació en una casa al norte de la ciudad –hogar de una partera– entre 1945 y 1947. Que hubo momentos durante su vida, días incluso, en que bien podía pasar por ser un tipo común y corriente, una persona a la cual catalogársele sin más miramientos que como normal. Aunque eso, claro, era quizá tan sólo porque no había dormido bien la siesta, como solía decirnos Clara, su hermana menor, cuando preocupada salía a las calles a buscarlo y lo encontraba –medianamente sobrio– en el primer lugar en que le se ocurría buscarlo. Socialmente siempre fue una sombra pero en excentricidades siempre dejaba al resto como una triste penumbra. Entre sus aficiones y deseos siempre tuvo el anhelo de ser un escritor, pero a ese oficio él se refería siempre como el de ilusionista; sus tres libros de cabecera eran Moby Dick de Melville, La Conjura de los Necios de Kennedy Toole y Los Detectives Salvajes de Bolaño. La canción que más le ponía triste la encontró muy tarde en el camino: The Way It Will Be de Gillian Welch. Y por lo que sabemos, y sé, jamás tuvo un amor de amores exceptuando la música. En alguna ocasión le escuche debatir en una mesa: “Me gustaría decir que los amantes de la música siempre hemos tenido la razón, que siempre hemos sido los poseedores de la solución al mundo. Pero, claro, si lo dijéramos así –si lo confesáramos– deberíamos entonces de dejar de oír tanta música de manera tan personal. En todo caso sería mejor afirmar que el mundo se ha equivocado en todo para mantenernos esperando hasta la muerte y darnos cuenta que el cielo, eterno e inexistente, es el que siempre ha estado errado.”
Jamás volvimos a saber de él. Y a pesar de que muchos le daban por muerto en un ejercicio de atraer buen karma y justicia, Frankie nunca lo dio por perdido; incluso en su lecho de muerte aseguró sentir que en algún rincón del mundo él se divertía a expensas de todos nuestros talonarios del seguro social. Las teorías, claro, se arremolinaron como un extenso directorio. Había quienes aseguraban haberlo visto encima de un descapotable en ciertos caminos desérticos, así como aquellos que aseguraban que en sueños les había confesado sus crímenes y los lugares donde había enterrado los cuerpos y el oro… Yo, en cambio, jamás lo imaginé siquiera, pero ahora que lo pienso bien, tal vez me habría gustado observarle desde una cenital por una carretera vacía; con el pelo un tanto largo escondido en una gorra de baseball, barba y bigotes tupidos; lentes negros de aviador y pies enfundados en botas vaqueras acelerando hasta encontrar el mar, el eterno azul; donde se hundía con todo y carro para no volver a aparecer jamás. En realidad, de sus días, poco recuerdo del cigarro, acaso el eco de sus tonos cuando me tocó la garganta después de un buen trago de licor. Como solía decirnos el propio Saúl cada que se despedía en el medio de las nubes de alquitrán y hielo seco: “Si mi destino hubiera sido el de ser un genio, creanme que habría decidido nacer en otro sitio.”
…Fumé, pues, mi último cigarrillo el mismo último día en que supimos algo de Saúl. No fue en realidad durante una tarde de lluvia ni mucho menos en una de otoño con viento y hojarasca bailando en el suelo adoquinado. En aquellos días pocas personas eran realmente las que se dejaban ver por el bar; el humo nos había perdido de vista. Ricardo, el portero de aquellas monótonas jornadas solía anunciar el ambiente con esa frase al abrirte la puerta: “La fumarola se ha visto en el espejo, señor, después de un par de copas ha decidido irse de viaje y se ha extraviado. Sea usted bienvenido. Bienvenido.”
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