Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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El que Busca Encuentra

lunes, 7 de marzo de 2016

Casualidades

CASUALIDADES.

Es curioso como Alejandra definió la vida de su esposo, Alejandro, aventándole su máquina de rasurar a la espalda después de una discusión acalorada la noche de un 27 de noviembre. Es curioso porque si él no hubiera hecho por cerrar la puerta de su cuarto nada hubiera desviado el artefacto hacía sus sienes tirándole fatalmente sobre el suelo soltando sus últimos respiros dentro de un charco de sangre. Es curioso porque si lo pensamos bien, si lo pensamos abiertamente bien, ambos colaboraron en el acto y es quizá lo más importante que hayan hecho como pareja, como marido y mujer sin mirar, irónicamente, hacía atrás: sin reparo de sus consecuencias y de sus actos como nos han enseñado que el verdadero amor dicta. Por supuesto al juez eso no le pareció en si una excusa ni una nota digna del común anecdotario: una curiosidad, una de esas casualidades del destino… como que Abelardo siempre estuvo completamente enamorado de ella y que si bien habría hecho lo imposible por rescatarle de ese amargo matrimonio, no movió ni un ápice para ayudarle a salir de la cárcel. Resulta entonces curioso como Alejandra definió la vida de su esposo y la de su secreto amante en el mismo acto de ira y con los mismos resultados para ambos. Y es que después de haberse hecho el desaparecido, el cuerpo de Abelardo fue encontrado entre la basura de un centro comercial 47 meses después de dictada la sentencia. Llevaba en la mano una especie de carta de amor donde únicamente había escrito el nombre de ella con la grasa automotriz que cercaba sus restos. “Alej”, decía, y su cuerpo ensangrentado y frío a un lado. 

La visité un par de ocasiones en la cárcel, la última de ellas en compañía de Marianne, una de esas mujeres que siempre se aparecen en tu vida cuando es sombría pero que al encontrar refugió en la alegría desaparecen más rápido que las sombras en un cuarto oscuro. Se notaba distraída, un poco dubitativa, sí, pero con ese sentido del humor que en el bar siempre nos pareció más que encantador, así como sus piernas. “Resulta un poco absurdo que todas aquí se preocupen por su destino…”, me dijo en aquella ocasión con ese timbre de voz que no te puede arrebatar las desgracias ni los lamentos, “…pero ahí está, ahí está…” y entonces me miró a los ojos con una profundidad que aún me despierta por las noches cuando en realidad lo que miraba era mi libertad, “…está frente a nosotros, entre los barrotes de acero y la fría pared de concreto donde cuelga el sanitario.” No supe a bien que responder y guardé un silencio que aún me mantiene encadenado a la calle cuando me libero del trabajo. Quizá debí decirle lo de Abelardo, que estaba muerto, que siempre la amó, que le había intentado escribir algo antes de acabar como acabó pero que no pudo concluirlo. Que lo cautivó de pies a cabeza desde la primera vez que arribó con ese vestido blanco marfil, ese papiro en los labios pintados de oscuridad y la actitud de imposible. Que siempre pensó en ella y que su sentimiento bien podría definirse como el sonido de la trompeta de Art Farmer cuando interpretaba una balada… O quizá que desde que estaba cautiva todos nos habíamos convertido de a poco en él, que por fin había logrado seducirnos plenamente pero que no debía preocuparse por nada, que para todos mantenía su estatus –más que nunca en ese momento– de inalcanzable. No lo sé, quizá hubiera sonreído, quizá hubiera partido en llanto. La verdad es que no dije nada, me quedé tan callado como siempre después de un abandono, así que fue ella quien rompió el silencio con la mirada centrada en otra parte; consciente de todos los pasos que daría hasta su celda por los consecuentes años que le quedaban de vida… “¿Sabes?,” dijo a media voz y a manera de despido, “el destino no es ni triste ni alegre. Simplemente es cierto. Y si un consejo te puedo dar, ese es que mantengas los ojos bien abiertos; nunca se sabe cuando debas cubrirlos con otra mirada.” Entonces se levantó y se alejo lentamente, muy lentamente, como aquello que ves con certeza pero en el fondo sabes que no debería de existir, que no debía de estar allí, vivo frente ti: un hermoso monstruo que guía a la locura, que divide almas y voluntades en pedazos con un suspiro y un “quizá” y un “tal vez” o una sonrisa. Un especie única que te hace consciente de no existir en otra parte pero que en cuatro paredes sucumbe a su voluntad y fortaleza. Mortales que viven en fantasías para siempre y que uno siempre tendrá para si. Sueños vivientes y verdades imposibles. 

Su partida; su figura alejándose de mi por un pasillo sombrío me recordó en todo caso aquella carta que encontré cierta noche de desvelo en la cantina, tristemente oculta y arrugada por debajo del inodoro. Rezaba escrita a mano y con una caligrafía bastante endeble: “Hubo un tiempo, cariño, que si bien podíamos vernos a los ojos sin el mero intento de la ira o la risa, no significó nunca el amor. No bastaba que supiéramos si Ben Keith tocaba o no en ese disco de Neil Young, o que pudiéramos mirarnos a los ojos cuando el random colocaba a Karen Dalton en las bocinas de la casa. Tampoco que llorásemos internamente cuando Keith Jarrett ejecutaba Shenandoah en el estudio, no. Nuestra relación, en si, siempre fue un tanto evocativa. Como ese programa de Aunque Ud. No lo Crea, ¿lo recuerdas? Por más que se esmeraran en presentar como algo imposible cada caso, al final sabías que terminaría por ser más que plausible. Y es que sino, ¿para que lo hacían? ¡No había sorpresa alguna!, bastaba únicamente con encontrar la lógica del programa para no volverlo a ver, o para jamás encontrar una impresión sincera. Aunque, quizá, es cierto, éramos tan sólo exactamente lo contrario… Hoy te dejo, sí, pero no porque quizá no hayamos encontrado nunca la pasión, sino porque he entendido que siempre fuimos la pieza clave en dos rompecabezas completamente diferentes.”

Es curioso como Alejandra unió vidas a través de la tragedia. Como amasó todas las formas alrededor suyo después de sufrir y atormentarse, aunque quizá sea un acto normal en la curvatura de las experiencias. Al final de cuentas la gente se conoce, se trata y luego desaparece. No existe el “para siempre”, no puede simplemente ser. Somos mortales. Quizá el amor tan sólo sea ese intento necio de hallarse de repente siendo la excepción de la regla. Encontrarse en medio de la nada siendo parte de uno de esos rincones que no son el Ying y el Yang sino el mundo entero, no sólo lo bueno y lo malo sino todo lo intermedio. Recuerdo que la ultima vez que pisé el bar mencioné su nombre en un acto de autonomía, sin pensarlo, meditarlo o razonarlo; simplemente con la mente en blanco mi boca quiso pronunciarlo. Todos guardamos silencio y las ventanas se empañaron a media tarde de verano. El invierno nos rozó y brindamos en silencio y sin esmero. 

No hace mucho supe a mal que su última apelación fracasó. Que morirá en la cárcel. Me lo redactaba ella en una carta que depositó su abogado en mi buzón personal del trabajo a medio día en mitad de la semana. No contaba muchas cosas, tan sólo su resignación acaso. El cierre de la misiva lo dejaba muy claro: “"Al llegar la hora no sabré si habré vivido lo suficiente, pero me queda claro que todo lo que pasé si bien no cabe en una Biblia, si llena al menos dos tomos de una enciclopedia.” En ocasiones pienso en ella, como pienso en muchos más, pero especialmente de Alejandra siempre me llega cierto candor, cierto sinsabor a la boca. Quizá sea el gusto por la fortuna que nos tocó vivir, aquella misma que tuvo el ciego que se dio por seguir los pasos de un suicida y ambos acabaron arrollados por el tren.

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