INVIERNO (Fragmento)
A. Güiris V.
El invierno habrá comenzado a inicios de febrero, hace ya 6 o 7 años… Al inició del camino intenté contar los días, esculpir los soplos de la gente que veía pasar e irse sin rumbo fijo –integrándose a la penumbra y la llovizna– pero el hambre fue más fuerte que el recuerdo y el olvido; las sombras se habrán abatido sobre nuestros rostros un par de meses después de que la gélida tormenta de mayo acabase con los menos fuertes. Los cuerpos de los ancianos y los jóvenes dejaron de ser sepultados al cabo de semanas sirviendo mejor como combustible para las improvisadas fogatas que adornaban el paisaje.
La casi perpetua caída del rojizo polvillo no tardó en hacer acto de presencia. Era turbia, espesa, pegadiza y al cabo de unos días cubría las principales vías como si tuviera conciencia y ubicación. Los días comenzaban a dividirse, ya no por noches, sino mediante la fatiga y retentiva. Algunos, los pocos, comenzaron a dormitar un par de horas antes de emprender de nueva cuenta la vigilia de algún sitio, trotando en círculos por un nuevo mundo. Los otros, no pudieron jamás volver a abrir los ojos. Con el paso de los días fue cada vez más usual encontrarse por los arados –huyendo del eje principal, cansinamente carmesí– entre zapatos de niños y sacos porosamente gastados, botones carbonizados y agujetas hechas jirones por el frío. La comida era un recurrente sueño entre los débiles y un repetido fracaso entre los ambiciosos.
Tiempo atrás, incontable tiempo atrás, la arena había cambiado de sabor; mis manos endurecidas por el clima habían ennegrecido bastante al igual que mi rostro. Los dos últimos acompañantes de ruedo se habían dejado vencer por las inclementes horas sin esperanza. El mar se encontraba cerca, la marchita brisa del océano se acoplaba a ese fétido olor que provenía del norte; penetraba en los sentidos. En ciertas esquinas, o lo que comenzamos a conocer como Las Esquinas, se rumoraba que en aquellas tierras altas la situación era inhabitable. Nadie podría haber decidido quedarse allí, nadie podría haber sobrevivido. Todos los caminos se acoplaban al sur, no existía otra ruta para aletargar el incipiente destino de todos los hombres. Las leyendas comenzaron entonces a tomar forma, y con ellas las rutas de escape, los aguardos, la fe; ciega como en los tiempos de la luz…
Fue pocos días después de que la noche y oscuridad conquistarán la inmensidad cardinal que la música comenzó a sonar repetidamente como si de una voz angelical se tratase. La melodía fue repetida una y otra vez sin el cansancio. Los pocos cuerpos que acicalábamos el camino detuvimos el paso y recordamos el aire, las notas y el tibio sabor de un abrazo; las palabras que emanaban de tan alegórica belleza melódica atenuaba dichas imágenes. En el horizonte las luces comenzaron sus esporádicas apariciones y nuestras sombras terminaron por formarse en el yugo al tiempo que aquellos cuerpos, a contra luz, se nos iban acercando. No había cabida para ninguna emoción certera. Tan sólo esperamos…
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