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España, 2009.

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viernes, 16 de diciembre de 2011

SUBMARINO. Las Series, Vol. 5

SUBMARINO. Las Series, Vol. 5

Entonces llega ese fatídico momento en que te percatas que la muerte y el destino nos son factores que alteren seriamente el semblante de un infarto.

A. Güiris V.

No me atrevería jamás a suponer como fue que la vida de Jonathan Ortega Peñalver se fue forjando con los años. Al fin de cuentas no era más que una de esas personas a las que fácilmente se les puede llegar a imaginar tanto en la cima de la riqueza como en la base de la indigencia. De ese tipo de gente a la que la buena fortuna le sienta tan bien como los harapos de cualquier asunto callejero. Esa clase de individuo, pues, que nace recurrentemente a mediados de año para madurar y sobajar la distinción de la abundancia; junto a la total prepotencia que todo ello conlleva, o bien dotar con un poco de elegancia el breve viso de la pobreza. Era extraño, “casi insólito”, como solía describirle Frankie; no anhelaba dinero, joyas, mujeres o días seculares de descanso. Simple y llanamente gustaba de sentarse en la barra a ver como el tiempo desgastaba el frió de su cerveza mientras los años le pasaban brizando por la espalda.

Recuerdo mansamente los dos únicos días que laboró en las inmediaciones del Submarino, gustaba de servirte con ambas manos los mojitos y limpiar los bordes de los vasos con empeño. Era un tipo sumamente peculiar, con tal inocente objetivo de vida que para la absoluta mayoría era en realidad un indiscutible ridículo. En aquellas jornadas, lo evocó tan humanamente como me ha dejado en los últimos años este cáncer de recuerdos, tantas cosas se fueron suscitando que la memoria no tuvo más remedio que anegarse sobradamente de momentos para rellenar las descomunales noches de habitual hastío. Y no es por menospreciar en cierta parte la “realidad”, o los bellos convivios con los colegas adictos, no. Tan sólo digamos que los instantes que se forjaron en aquellas horas de cotidiano quehacer, fueron tan profundos que cómodamente se inscribieron en nuestras escuelas de hurto nacional sin pagar la colegiatura. Es decir, en muy contadas ocasiones habríamos de encontrar las claves para abrir la bóveda sin golpear el candado del ahorro. Es más, se podría llegar a decir que el anecdotario mismo contaba ya con su propio código postal. Basurto, el bendito hombre que conducía nuestros destinos detrás del volante del camión de las cervezas, lo aseguraba. Y si bien nos sinceramos un poco. Si bien no ponemos cautelosamente serios. No había autoridad mayor con respecto a la orientación y el destino de los hombres pasado el medio día.

Quizá, y esto lo digo con la total sinceridad que cubre el polvo presente de los relatos pretéritos, el verdadero legado del Jonah', como solíamos nombrarle a nuestro ocasional dictador, delegado y sustituto de borrachos familiares, nuncios, laicos y temporales, haya sido el de pasar desapercibido. Ya decía Carmelo que en el mundo sólo podían existir dos tipos de personas importantes (aunque quizá intentó decir relevantes): los que nacen para ser pendejos y los que crecen para ser fantasmas. Los primeros, según su enfrascada teoría de tradicional cosecha familiar, te asustaban por su falta de cordura, mientras los segundos intimidaban a cualquiera con aquellos momentos que se creían haber dejado atrás. Según él, no podía existir una combinación de ambos. Y es que de ser así –aseguraba– al fantasma rápidamente le empezarías a notar los píes por debajo de las enaguas de la hipoteca. La hipoteca. Si mal no recuerdo, esa fue la palabra más compleja que le oí decir jamás. Pero era exactamente ese el efecto que tenía Jonathan Ortega Peñalver en varios de nosotros, aunque no sepa a bien definirlo o me sea imposible entender como es que aún pueda recitar su nombre enteramente sin dificultad. Supongo que Marcos, casual amante de Eva y músico temporal de la orquesta popular “Reynaldo Mancera”, tuvo razón aquella ocasión en que logró concebir que el amor –finalmente– se le había esfumado de la misma manera en que su puro jamás habría obtenido la certificación para cualquier tipo de filtro: “No es que alguien no sepa lo que tiene hasta que lo ve perdido, apreciados camaradas, es sólo que estando perdido te percatas que no tienes nada a que aferrarte alrededor.”

Jamás, y repito, ¡jamás!, me atrevería a forjar la más minima idea de cómo sus años se fueron cortejando –pausada e intrigantemente– con la vida hasta su deceso; acaecido hace unos cuantos meses. Acaso unos cuantos días. Pero a estas alturas, seamos francos, nadie se sorprenderá de saber que ocasionalmente los rumores se adelantan al cristal con que se envicia el trayecto del disimulo, ¿o sí?... En fin, lo recuerdo vagamente, justo como a aquellas personas que al intentar contarles un chiste, mejor le citas un pasaje de la Biblia… En realidad le traté poco, saludándole un par de ocasiones. Sus manos eran pulcras, tersas, finas, como lijadas con el lomo de algún tomo de cierta enciclopedia descontinuada por los plazos. Y si mal no cruzó aquí las ideas, era Eva la que solía decir que los días eran tan recurrentemente naturales y necesarios como los moscos al aire de verano. Había, pues, que perseguirlos con ira y arrebato hasta enmudecerlos de golpe en medio de un charco de sangre para así poder, cansina e irónicamente, descansar en paz. En realidad, no sé que sentimiento me debería nacer. ¡Pobre del Jonah'!, me gustaría decir, pero quizá haya sido lo mejor para él y los suyos. Era un tipo turbiamente universal. Tan extranjero que casi puedo asegurar que en las aduanas le exigían la credencial para votar.

“¿Qué otra cosa se puede exigir?, ¿qué otra cosa?, compañeros...” recitaba prevenidamente con un brindis Mauro, nuestro improvisado beatnik de cantina nacional, cada que uno de los nuestros alcanzaba la gloriosa oportunidad de emprender ese perenne éxodo mayormente conocido como el descanso eterno, “…si la perplejidad del tiempo no se mide mediante la enrevesada complicación de las almas vivas, sino en razón de evocar las buenas acciones de todos aquellos que siempre nos dejan la comida en la mesa el día de muertos…” Claro está, que ante tan lúgubres y anímicos temas, Kasuo, el flagrante periodista de la casa, no podía permanecer callado. Al respecto, nuestro rebosante y engreído hijo de nipones, siempre expresó que el miedo a morir no era tan efectivo como el temor a saber que algunos de nosotros continuáramos vivos después suyo. Supongo que con el tiempo, y las despedidas de los últimos años, la vida le ha ido cobrando el peaje de sus lagrimas atenuándole el pelo con el preciso tono del material con que fabrican la primera plana.

Es ahora, quizá, que lo conmemoró mejor, que la mente está más clara por los años, que en realidad no recuerdo haberlo visto muchas veces de la mano de una dama. Pero en fin, ya todos sabemos que hay gente que vive como si no hubiera mañana, mientras otros disimulan que el pasado jamás ha sido ejecutado en algún paredón. No podría confirmarlo, no me atrevería, pero el Jonah', también llamado Jonathan Ortega Peñalver, tal vez (quizás) vivó como pocos. A conciencia de que un día había que irse a penar a otro lado, a otra esquina, a otro bar… Que más decir, pues, de un hombre cuyas últimas palabras, se rumora, fueron las siguientes: “El corazón siempre será pequeño comparado con las dunas que han de ir demarcando la ribera de nuestro perfil, amigos míos. Así que a mi, tan sólo dejadme descansar. Es obvio que algunos partiremos sin siquiera poder asumir el rol de un espejismo.”

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