Encrucijada 31.
Un día antes, pasada la pesadilla, despertaba
sin sudor en la frente; sin una sola gota de temblor en las manos o los labios,
conteniéndome al hecho y al encendido de la luz. Al otro día, posterior al
sueño, con la mirada al techo recién iluminado por el alba, la sonrisa era
ligera y un tanto sobria. Como si el asombro fuera un pequeño pedazo de pastel de
carne sobre el mantel de la mesa central de mi inocencia –aquella donde la
familia se prestaba a sentarse siempre a evocar ilícitamente la unión y la felicidad.
No
había mucha gente a quien contarle lo sucedido en aquellos oscuros recorridos
acontecidos recientemente. Hacía ya inflexibles años que la mayoría de los
amigos habían dejado los cuchillos en la cocina y la pluma en el cenicero junto
a sus estribos. Nos habíamos convertido, pues, en productos del tiempo, en
recuerdos sin cenizas. Con algunos, sí, los encuentros se habían tornado
casuales y los abrazos desconocidos; las palmadas en los hombros y la espalda
comenzaban a tener sentido bajo el eco de nuestros saludos: “Hola, ¿cómo estás,
cómo te ha ido? Hace tanto que...”, pero sin demás argumentos que la distancia.
Con otros, no obstante el abatimiento del asfalto, aún me sentaba a afilar la
navaja con la que pensábamos rasgar la cortina de humo del destino el primer
día de cada mes.
Solía
reír, y reía cada vez más de los propósitos que de las situaciones; mucho más
de las promesas que de los olvidos. Y junto al anecdotario de los días lograba convertir
las preocupaciones en algo ajeno al estrés; en la soledad, es cierto, charlaba
del pasado como si el primer beso estuviera a una esquina de distancia y su
aliento con tan sólo estirar el brazo y borrar la palma de mi mano con un puño.
El tiempo en si era simple y las carcajadas se velaban una a otra en la
duermevela con la que el olvido hacía siempre presa de mi… Soñaba, sí, y los
días me transcurrían más de lo que los lograba caminar.
Aquel
día, posterior a la pesadilla, me había encontrado en la esquina de un estudio
de grabación con una vieja cámara Konica en las manos. En la batería un joven
Ginger Baker se preparaba para tocar con su clásica excentricidad; por un
costado lo cercaban Roy Buchanan y Ray Brown que empezaban a sentir sus
instrumentos, mientras por el otro se podía observar a Jon Lord junto a un
joven Robert Johnson cerca del micrófono. Norman Granz se encontraba en la
cabina afinando los detalles para comenzar la grabación; todos afinaban sus
instrumentos y estaban listos para improvisar lo que ellos consideraban se
debía de interpretar en aquel momento.
Cuando
desperté, un día después de la pesadilla, jamás me renegué no haber tomado
siquiera una foto en dicho sitio; no pensaba en el valor que hubieran o habrían
tenido esas imágenes… Mi mirada, centrada el techo manchado de la matutina luz,
era lo único que no trataba de imaginar el sonido que esos hombres habrían
hecho de no ser los ciclos, los géneros, los estilos, y la historia misma, las
barreras a vencer. Aquel día me levanté tarde de la cama, me bañé más lento que
de costumbre y esperé la tarde.
Encendidas
ya las velas, no dejaba de pensarme en esa encrucijada donde Robert Johnson le
vendió su alma al diablo. En realidad me habría gustado preguntarle si en vez
de haber resucitado en Hendrix, no habría sido mejor haberlo hecho en el primer
negro que alzó la voz contra los blancos. Me cuestioné si su respuesta habría
sido de mi agrado, si me hubiera gustado tanto como mis deseos de haber sido un
cantante de Blues como él; palpar el dolor con el canto y rozar la libertad con
la esperanza. Los deseos se fueron pidiendo con los cánticos habituales
mientras las velas enmudecían su calor. Durante toda la noche me mantuve al
filo del decoro y sonreí a cada uno de los abrazos y cruces de miradas. Las
conversaciones fueron breves y en algún momento hilarantemente nostálgicas. Al
despedirse, todos lo hicieron con un golpe en el hombro mientras tambaleaban al
llegar a la calle.
No
dormí aquella madrugada, me mantuve despierto escuchando un par de discos una y
otra vez. Es curioso, pero no recuerdo a ciencia cierta cuales fueron, es
posible que hayan sido más o simplemente un par de canciones largas... Al otro
día desayuné e hice tres llamadas, una a mi madre para desearle un feliz día y
el otro par a mis hermanas. El cansancio hizo presa de mi hasta pasado el medio
día.
Me
encontré entonces acostado, en mi cama, observando el techo contaminado por la
luz de las primeras horas de la tarde, cerrando los ojos mientras me percataba
que ya podía despertar calmo de las pesadillas, que los sueños habían perdido
ligeramente su sorpresa, que aún lograba afilar las barreras y por fin abrazar
pasados. Que para bien o para mal, aún podía irme a la cama sin saber si al
despertar estaría sentado en el banquillo de los acusados que lograron algo, o bien
en el asiento de los culpables que no crearon nada.