Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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jueves, 9 de mayo de 2013

Encrucijada 31


Encrucijada 31.

Un día antes, pasada la pesadilla, despertaba sin sudor en la frente; sin una sola gota de temblor en las manos o los labios, conteniéndome al hecho y al encendido de la luz. Al otro día, posterior al sueño, con la mirada al techo recién iluminado por el alba, la sonrisa era ligera y un tanto sobria. Como si el asombro fuera un pequeño pedazo de pastel de carne sobre el mantel de la mesa central de mi inocencia –aquella donde la familia se prestaba a sentarse siempre a  evocar ilícitamente la unión y la felicidad.

No había mucha gente a quien contarle lo sucedido en aquellos oscuros recorridos acontecidos recientemente. Hacía ya inflexibles años que la mayoría de los amigos habían dejado los cuchillos en la cocina y la pluma en el cenicero junto a sus estribos. Nos habíamos convertido, pues, en productos del tiempo, en recuerdos sin cenizas. Con algunos, sí, los encuentros se habían tornado casuales y los abrazos desconocidos; las palmadas en los hombros y la espalda comenzaban a tener sentido bajo el eco de nuestros saludos: “Hola, ¿cómo estás, cómo te ha ido? Hace tanto que...”, pero sin demás argumentos que la distancia. Con otros, no obstante el abatimiento del asfalto, aún me sentaba a afilar la navaja con la que pensábamos rasgar la cortina de humo del destino el primer día de cada mes.

Solía reír, y reía cada vez más de los propósitos que de las situaciones; mucho más de las promesas que de los olvidos. Y junto al anecdotario de los días lograba convertir las preocupaciones en algo ajeno al estrés; en la soledad, es cierto, charlaba del pasado como si el primer beso estuviera a una esquina de distancia y su aliento con tan sólo estirar el brazo y borrar la palma de mi mano con un puño. El tiempo en si era simple y las carcajadas se velaban una a otra en la duermevela con la que el olvido hacía siempre presa de mi… Soñaba, sí, y los días me transcurrían más de lo que los lograba caminar.

Aquel día, posterior a la pesadilla, me había encontrado en la esquina de un estudio de grabación con una vieja cámara Konica en las manos. En la batería un joven Ginger Baker se preparaba para tocar con su clásica excentricidad; por un costado lo cercaban Roy Buchanan y Ray Brown que empezaban a sentir sus instrumentos, mientras por el otro se podía observar a Jon Lord junto a un joven Robert Johnson cerca del micrófono. Norman Granz se encontraba en la cabina afinando los detalles para comenzar la grabación; todos afinaban sus instrumentos y estaban listos para improvisar lo que ellos consideraban se debía de interpretar en aquel momento.

Cuando desperté, un día después de la pesadilla, jamás me renegué no haber tomado siquiera una foto en dicho sitio; no pensaba en el valor que hubieran o habrían tenido esas imágenes… Mi mirada, centrada el techo manchado de la matutina luz, era lo único que no trataba de imaginar el sonido que esos hombres habrían hecho de no ser los ciclos, los géneros, los estilos, y la historia misma, las barreras a vencer. Aquel día me levanté tarde de la cama, me bañé más lento que de costumbre y esperé la tarde.

Encendidas ya las velas, no dejaba de pensarme en esa encrucijada donde Robert Johnson le vendió su alma al diablo. En realidad me habría gustado preguntarle si en vez de haber resucitado en Hendrix, no habría sido mejor haberlo hecho en el primer negro que alzó la voz contra los blancos. Me cuestioné si su respuesta habría sido de mi agrado, si me hubiera gustado tanto como mis deseos de haber sido un cantante de Blues como él; palpar el dolor con el canto y rozar la libertad con la esperanza. Los deseos se fueron pidiendo con los cánticos habituales mientras las velas enmudecían su calor. Durante toda la noche me mantuve al filo del decoro y sonreí a cada uno de los abrazos y cruces de miradas. Las conversaciones fueron breves y en algún momento hilarantemente nostálgicas. Al despedirse, todos lo hicieron con un golpe en el hombro mientras tambaleaban al llegar a la calle.

No dormí aquella madrugada, me mantuve despierto escuchando un par de discos una y otra vez. Es curioso, pero no recuerdo a ciencia cierta cuales fueron, es posible que hayan sido más o simplemente un par de canciones largas... Al otro día desayuné e hice tres llamadas, una a mi madre para desearle un feliz día y el otro par a mis hermanas. El cansancio hizo presa de mi hasta pasado el medio día.

Me encontré entonces acostado, en mi cama, observando el techo contaminado por la luz de las primeras horas de la tarde, cerrando los ojos mientras me percataba que ya podía despertar calmo de las pesadillas, que los sueños habían perdido ligeramente su sorpresa, que aún lograba afilar las barreras y por fin abrazar pasados. Que para bien o para mal, aún podía irme a la cama sin saber si al despertar estaría sentado en el banquillo de los acusados que lograron algo, o bien en el asiento de los culpables que no crearon nada.

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