A. Güiris V.
Conocí a Clara un día impetuoso de agosto, ella vestía un escotado atuendo color rojo carmín y yo una pistola bajo el abrigo agujereado que me había obsequiado mi padre en la última navidad que había podido acompañarnos con vida. Me encontraba caminando por la avenida central con las mínimas suposiciones de lo que podría llegarme a pasar; y es que si nos ponemos a pensar cómodamente, en realidad un hombre siempre anda así por las calles: ligeramente sospechando que cualquier cosa puede sucederle como para que la vida, su vida, de un brinco hacía otra dirección: ya sea desde terminar asesinado por un borracho que le ha confundido con un viejo amigo (y al cual ha querido saludarle con el filo de la botella), o ser descubierto por un afamado director de películas porno (sin una rutinaria y penosa audición), o bien enterrado vivo bajo el desierto de Tijuana por parte de una secta satánica que irónicamente conjura por la paz, así como abducido, ennegrecido y/o bien amado…
No es que por mi mente pasará en aquellos momentos el fastuoso pensamiento de terminar de tajo con mi vida, o el de hacerme algún daño, o el de hacérselo a un tercero; asaltar una licorería, casa de crédito, banco o guardería infantil, no. Suponerlo sería una total barbarie y tontería, pocas veces en el día –seamos francos– puedo concentrarme en una acción conjunta más osada que la de amarrarme las agujetas mientras multiplico los intereses de mis deudas presentes y futuras. Por favor, que halla yo llevado el sueño de las balas en la cabeza no indica que en efecto el arma se encontrará cargada. Quizás en realidad tan sólo me quería sentir un poco más hombre de lo no que soy...
No obstante, debo asegurar que sin saber a bien como, o por qué, terminé en el último piso de aquella pesada y alta construcción sollozando como un chiquillo que ha perdido el cambio –y tiene miedo de decírselo a sus padres– soportando el horizonte y mirando el viento de frente mientras la flagelante bandera roja que incrementaba su escala iba dando forma a la curvilínea silueta de una dama, Clara. No es que quiera presumir mucho acerca de su cuerpo, no, para nada. Mucho menos frente a ésta, la cama en la que por primera vez la poseí. Eso, tal vez, es tan sólo el frustrante ritmo de los años. El desgaste habitual de la mirada y la razón; la perdida del corazón, la perdida de su sazón hogareño que se anuda en la amarga aventura emprendida que gusta, disfruta y edifica, pero que a la vez sabe que hará daño, dolerá y cruzará como un puñal a otro de su misma especie. Es sencillo, simple en todo caso, no puedo hablar más de ella frente a esta cama, porque esta cama ya no sabe igual. La he manchado de calor ajeno al igual que ella, y a ella. La hemos distendido juntos, con sinsabores e insultos mudos, con balas de salva imaginarias que calan un dolor que no se puede ver sino sólo pensar o presentir. Y es que todos entendemos y sabemos que en algún momento del paseo, las suposiciones y el simulacro son algunas de las armas más punzantes del amor.
Conocí a Clara, sí, un día impetuoso de agosto. Ella vestía elegante; se quería matar, me dijo (más tarde), y yo, como ya sabrán, llevaba una pistola bajo el brazo sin querer en realidad dañarme… No nos dijimos adiós sino hasta una tarde de abril en la estación central seis años más tarde. En aquella ocasión ella iba enfadada, yo, si soy sincero, un poco decepcionado. Se subió al vagón como si un paso último no significará abandonar el camino y se alejo de mi casi de la misma manera en como había llegado; desfigurándose entre sombras, claroscuros y verdugos…
No sé a bien porque, pero aquel día caminé sin rumbo fijo hasta topar con un trazo preteritamente parecido. A nadie, en realidad le ha de importunar ni sorprender que vistiera aquella tarde, a pesar del calor, mi viejo abrigo rezurcido, ni que aquella obra fuera ahora un flagrante hotel que ennegrecía mi piel y espíritu... Por un momento, lo advierto, pensé en subir hasta el último piso y dejarme caer pero no lo hice, no lo hice… Sigo aquí… Y es que, ¿con qué poco se puede acabar la vida en solitario?
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