Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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El que Busca Encuentra

viernes, 2 de septiembre de 2011

Rock

Rock

A. Güiris V.

El segundo ron se me agotó a la mitad de “Sun/Moon” de “Eric Burdon & War”; la música no era mala así que decidí aguantar un poco más. Como la barra se encontraba un tanto concurrida traté de sorber un poco las gotas del limón restante en mi vaso con un resultado nada favorable; la media noche había sido rebasada hacía un lustro de hora y la sesgada vela que iluminaba mi mesa estaba por terminarse. La banda, tan aparatosamente presentada en el pórtico principal mediante la luz de un farol antiguo, apenas comenzaba a subir su equipo al pequeño escenario que se había improvisado. Se notaba.

No llevaba más de un mes en aquella ciudad aún desconocida para mi; perdida entre las imágenes colectivas de charlas con amigos que ya antes la habían visitado –digamos que aún mis caminatas eran más exploratorias (perdidas) que lúdicas y paisajistas– como para empezar a buscar refugios en ciertos bares que me iba encontrando en los primeros pasajes conocidos. El “Azulado”, pues, fue uno de esos primeros sitios a los que fui con conciencia de caso y autoridad ante el pesar, no como una simple y llana parada más de descanso para beber una cerveza fría y comer un par de bocadillos sin sazón, alguno de ustedes lo entenderá.

La banda, que ostentaba el pomposo nombre de “Los Ideales”, empezó a probar sus instrumentos cerca de la una. Su “presentación” no comenzaría sino hasta media hora más tarde con una improvisación enmarcada al puro estilo de “Alvin Lee”… Ordené el quinto ron al primer mesero que crucé con la mirada cuando el bajista comenzaba una sardónica sesión de jam a la “Sabbath” que terminó por ser la bienvenida a una versión muy “Beach Boys” de “Summertime” de Gershwin.” Sonreí, sí, sonreí acaloradamente cuando el clímax arribaba a la melodía así como la bebida rozaba por primera vez la vieja madera de mi mesa. El tiempo, súbita y deliberadamente comenzó a hacerse más lento: primero un “Clapton”, de su época en conjuntos después de “Cream”. Si mal no recuerdo fue “Can't Find My Way Home” de “Blind Faith”, después un “Roy Buchanan” para seguir con “Brewer & Shipley”. La angustia de la melancólica vena de melómano que me había nacido a la temprana edad de 9 años me comenzó a temblar. Ordené una orden de papas fritas y un sexto ron, lo bebí rápidamente después de una decorosa y bella versión de “Too Many Mornings” de “Dylan”. Surgió entonces la obligada pausa y me acerqué al sanitario para hacer caso y uso, para poder refugiarme del acento nostálgico y refrescarme las heridas internas y así sofocar la excitación.

La vi por primera vez al pasar por la barra y ordenar un vaso con agua y gas. La vi de cerca y detenidamente, como si alguien hubiera interrumpido la cosecha y las semillas pudieran escaparse lentamente fuera de los surcos. Era de piel clara –o quizá era la luz verdosa (cual Hitchcock en “Vertigo”) la que hacía verla así– y cabello oscuro. Sus labios se coloreaban de carmín y su sonrisa era tan honesta y original como “Lady Of The Island” de “Crosby, Stills & Nash”, la cual se oía por todo el lugar. Pasé a su lado y traté de hacerme notar: le sonreí, pero ella comenzó a besar acaloradamente al hombre que se encontraba a su lado. Arribé a mi mesa, entonces, y el séptimo y octavo ron surgieron y se extinguieron tan fastuosamente como la segunda tanda se daba a notar por medio de un estruendoso medley de “Cactus”.

Supe después que aquella no era una mujer normal (natural tal vez, pero no normal). No era uno de esos trofeos ganados a pulso y maña sino uno de esos lujos que cualquiera se puede dar a base de ceros y comas. Me dediqué entonces a estudiar la sonrisa y mirada falsa que se contenía, casi a punto de la implosión, del hombre que la había contratado. Pensé en “Layla”, pero como ustedes ya saben, el tiempo de “Clapton” había sido agotado ya en la primera hora y media del concierto. La segunda ronda fue poderosa y en ascenso: “Jeff Beck”, “Humble Pie”, “Grandunk Railroad” “Bad Company” y “Badfinger” para tranquilizar el equilibrio. Fue curioso percatarme como mi atención se había centrado en el odio de mi soledad, a la vez que mi mirada se enfocaba en las lagrimas del hombre-cliente que abrazaba a aquella bella, atractiva y hermosa mujer de paga cuando llegaba el clímax de “Without You”… El onceavo ron cayó como seda en la razón perdida de mis sentidos.

Los encores no se exigieron del todo, era ya tarde (alrededor de las tres y media). No obstante, la banda salió nuevamente para interpretar un par de canciones de Stevie Ray (no muy bien ejecutadas) y el éxito de Elton John que renaciera con aquella buena cinta de “Cameron Crowe” para cerrar la velada. Permanecí alrededor de media hora más en el bar: mi morbo se movía arduamente dentro de mis venas y quería, sin saber a bien las razones, la dirección que tomaría aquella pareja de una sola noche. Pedí mi cuenta con cautela y esperé a terminarme mi treceava copa mientras ellos pagaban su deudas. Los dejé salir antes para darles un par de metros de ventaja y los seguí unas cuantas cuadras hasta llegar a la avenida. Fue allí que se internaron tan sólo unos cuantos pasos en un viejo edificio de pobre luz en la entrada principal. Desde la esquina observé yo el beso de invitación, el beso de una bella y acabada noche. Ella lo abrazó entonces y se alejó unos cuantos metros para pedir un taxi. Cuando se subió a éste, él se despidió con una hermosa sonrisa. Se encontraba dándome la espalda pero algo me decía, estoy seguro, que se encontraba sonriendo como nunca en su vida. Yo lo hacía; tampoco sé el porque. Puedo decir al menos en mi alegato de demencia que tenía en la cabeza aquella melodía de Mick Jagger, “Don't Call Me Up”, a todo volumen. Me alejé trotando del lugar, estaba perdido, en medio de un terreno desconocido; en la madrugada (eran casi las 6 de la mañana) y sin buscar sentido o rumbo alguno. Nunca he sabido a bien las inferencias, ni las quiero o necesito, pero dejen que un antiguo caballero haga el intento por desahogar sus misterios más profundo; y es que siempre lo he pensado así: Aquella fue la vez, la primera vez, que encontré mi camino en aquel laberíntico destino, hoy ya pasado.

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