SUBMARINO. La Serie, Vol. 2
Avísame cuando hayas de morir. No quisiera, en esa ocasión, ganarte la partida.
A. Güiris V.
Por ejemplo… el pequeño, tímido y virginal Job siempre se sentía nauseabundamente atraído por los folclóricos zapatos de Jacobo. Jacobo & Job, (Job & Jacobo), aquellas estatuas de polvo y sal a las que pocos se atrevían siquiera lejanamentea saludar, y cuyo sitio se encontraba siempre en la zona más oscura del lugar –la esquina septentrional, como le decía Mauricio cuando aún no hallaba las sombras del mezcal en las tapas de solvente que compraba antes de iniciar una más de sus “orgánicas” pinturas. Aquellas casi míticas siluetas de nostalgia que quedaron retratadas por la lente de Paulina en un otoño cualquiera y cuya impresión vagó y divagó por todos los rincones del sitio hasta que encontró su idónea ubicación detrás del espejo de la barra, donde se decía –a secretas voces– se encontraba un viejo mapa que rezaba las verdaderas razones del amor.
A Eva, en alguna ocasión, le germinaron unas incansables ganas de acariciarles de los hombros, pero hacerlo, nos dijo en otro momento de amansada cavilación, hubiera sido como quedarse en las comisuras con la sangre que le escurre al campeón de los pesos pesados después de la más cruenta pelea de box; no sabes en realidad de la de quien se trata. Así que, cual cinturón de campeonato recién curtido, se enamoró de ellos –primero de uno y luego del otro–engañando así, imaginariamente, a su novio, Marcos, profesor decano de la facultad de música y ejecutante de tuba en la orquesta sinfónica, que se refería a ellos con su vieja, conocida y repetida –hasta el cansancio– fabula del violín viejo: “Si un violín acaso tiene más polvo que música, estimados compañeros, los extremos de sus razones siempre han de ser evocativos. Bien puede que se trate de un objeto históricamente invaluable, claro, pero si lo pensamos bien y le damos la vuelta a la moneda de la desdicha, puede que retrate una extraordinaria función de ornamento y decoración”. Raúl, que solía hacerle caso más por respeto a su mal gusto que por sus canas, optó por su teoría y en ocasiones les mandaba un par de cervezas a cuenta de la casa.
Joder tío, dijo Frankie en la semana que le estuvo de moda la madre patria; ocasión en que se me encargó insistentemente la tarea de llevarles un par de mojitos gratis, si estos chavales tuvieran al menos un poco de valor y de conciencia, harían prontamente una fortuna como espectáculo de circo. Piénsalo bien, me dijo casi litúrgicamente, si a ese Job le marcáramos un poco más la venas y el labio leporino y al tal Jacobo le alargáramos unos centímetros más las patas, tendríamos a un par de personajes de los que la gente pagaría una buena cantidad de perras. Puedo jurarlo. Créeme tío, yo sé de lo que habló. Recuerda aquel viejo refrán: “Hasta de una sabana puede salir una gran carpa.”
Testarudamente, Francisco Arreola González, el “Pancho”, otrora mesero del lugar, los buscaba diariamente en las paginas centrales de la nota roja con un enervante ímpetu. Apalabraba su honor al hecho de que algún día habría de encontrarlos allí, atrapados infraganti en una de sus fechorías. Lo hacía principalmente para compensar aquella ocasión en que le detuvo la policía por orinar en la vía pública cerca de una casa de citas y fue inmortalizado en el obituario de la decencia, a un costado de los masajes. Pero su misterio no quedaba allí, en el propenso alejamiento a los problemas a citar, no. Ampliamente rebasaban el empacho y el candor, dando paso a la inercia y dejadez como lo descubrió en cierta tarde Darío, el considerado cocinero del Submarino, cuando instó por preguntarles sus aficiones y obtuvo por respuesta que le pidieran la cuenta. Nadie en realidad lograba dar con el nexo que nos hacía saber sus verdaderos nombres.
En realidad eran recónditos, viajeros de otro tiempo: el futuro, no podía ser de otra forma. Solía decir Mauricio que nunca había tenido tanta certeza de que lo mejor de la vida siempre es lo que se ha ido quedando y no lo que está por venir. No podían ser divisiblemente pretéritos, no, su olor era demasiado moderno… Turbiamente, el color de su piel, así como su vida misma –y todo lo que les rodeaba– era igualmente material de un inagotable debate en las horas de hastío en el bar. Algunos, como Kasuo y Mike, los perneaban de una tonalidad rosácea, alrededor de los 34 y con un oficio de construcción estéril. Otros, como José y El Ballenas, los miraban de diferente color; un tanto más sesgado hacía el morado, de unos 27 y sin labor afianzada. Raúl y yo, que optamos siempre por no opinar, coincidíamos que cuando se avecinaba la madrugada, bien podrían formar parte del elenco secundario de una película de la época de oro del cine mexicano.
Eran quietos, callados y eminentes como lo ha de ser un blasón hecho de plomo el día de su debelación; la jornada en que hasta las palomas le respetan. De tan monótono sigilo que uno no podía hacer otra cosa que hablar, rezar y amar por ellos. No es que no tuvieran corazón, era únicamente que la vida les había cobrado sin descuento el estreno de su alma. Bien decía Kasuo que a ese tipo de personas hay que recordarles con magra sorpresa, como si 15 minutos atrás te hubieras enterado de su deceso. Simple y llanamente hay algo que no cuadra en el universo.
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