SUBMARINO. Las Series, Vol. 6
Es simple, hay quienes gustan de hincar el diente. Y
quienes no mastican ni la vida.
A. Güiris V.
Al menos habló por mi cuenta al decir
que nunca olvidaremos el día en que Reginaldo Martínez, sobrino del holgado y
pudiente gobernador en turno, ensombreció y cruzó nuestro único y principal
portal... No es que los testigos que acreditamos tan peculiar visita nos sorprendiéramos
de su tácita presencia, no; bajo su refinado gabán llevaba ese estrepitoso, grandilocuente
y grasoso cuerpo que de sobra conocíamos por parte de los coloquiales retratos
de escándalo que lograban colarse en la prensa del medio día; muchos de ellos, basta
hacer notar, nos servían ocasionalmente como portavasos… Si acaso, aclaro, hubo
cierta exaltación –apegándome a la total modestia con la que se puede defender
el pueril sentimentalismo de los hombres, o espasmo; y quizás hasta un suspiro o sonrisa– fue únicamente a razón
de la lógica machista que impera en los hombres que deben su éxito a terceros,
duodécimos, o milenarios familiares que bajo el cobijo de la historia,
únicamente han visto por su propio bien. Es decir, aquellos cuyo punto más
fehaciente para hacerse notar, ya no digamos de un talento sino de cierta peculiaridad,
es única y exclusivamente el de la belleza que puedan llevar bajo el brazo. La
estampa, pues, que daba volumen a la mano que cogía con aventurado temor la
facha de Reginaldo Martínez, “El Reggi”, como era nombrado en los mosqueteros
titulares de la prensa adquirida, era la de una mujer cuya belleza estaba por
encima –o bien en común acuerdo– con la de Susie, la estrepitosa pareja de
Frankie, la cual, debe decirse, se vio embestida por míseros instantes. Pero esto,
claro, únicamente por aquello de su cotidiana asistencia a nuestra morada… En
fin, no olvidaremos el momento, la tarde/la noche o bien el tiempo en que haya
sido que se nos dio mejor la sombra, pues aquella fue la única vez en que los
pleitos dentro del bar no se aleccionaron al calor de los golpes, sino en una de
esas batallas épicas de belleza de las que sólo puede salir triunfador la
libido del espectador y el imaginario colectivo del estadio.
Ahora
bien, no me gustaría que se llegase a pensar que la asistencia de bellas damas
no era recurrente en la explanada del lugar, para nada. En realidad, ver a una
mujer agraciada en su interior no era para nada algo ensombrecedor, sino de
común acuerdo. De tácito convenio, por así decir, con el alcohol y el paso del
tiempo. De tal forma, pues, que los factores importaban tanto para los
productos como para los resultados (que no siempre son lo mismo cuando uno se
encuentra con las copas encima, o encima de las copas). Es decir, en el bar siempre
fueron más eficientes las salidas que las llegadas, justo como en una empresa
de autobuses foráneos que ansía con enervante religiosidad que a la gente se le
quite esa tonta idea del sedentarismo, como a muchos otros aquella del monógamo
cortejo. Es franqueza, total franqueza y virtud, decir que para Raúl, Kasuo,
Carmelo y compañía –amplia compañía– las espaldas curveas, los cansinos ojos y
los labios secos, siempre fueron de mejor ver que los rostros sobrios y
peinados frescos de todas aquellas que, vertidas aún en la razón, no se
dejarían ni siquiera cortejar con la promesa del matrimonio o el amor eterno. La
conquista, ya lo habrán dicho muchos dictadores, sólo se logra con la
insistencia de la desidia, la apatía y la desatención. Aunque tal vez, es
cierto, habría que agregarle a ello un poco de risas y otro tanto de ron. Quizá
Jimmy –artífice, histrión y héroe local de la bebida convertido ahora lastimera
y literariamente en tumba– tenía razón al aseverarle a los asiduos al bar que:
“Si uno amará como bebe, habría eructos de pasión.” Que ese era en realidad “el
verdadero aroma del amor.”
De
lo que no me queda duda, es que aquella ocasión en la que “El Reggi” entró de
la mano de tan prodigiosa rubia, todos –y aquí sí puedo asegurar el hecho– todos,
se guardaron sus mejores poses para el momento de cruzar miradas. Miradas que
matan, dicen algunos, aunque lejos estábamos ya de las cotidianas fantasías de un
púber que recién descubre el daño que le puede hacer a su riñón. Lejos, muy
lejos de la pasión. Y si bien nos sinceramos un poco, en realidad preferíamos traspasar
las paredes de la decencia cada que un tobillo se dejaba rozar por la mirilla
del ventanal cubierto con corriente terciopelo color rojo carmín para repartir
mejor los gustos. Fue claro: lógico, traslucido. El suceso de esa noche fue
para muchos la única, o bien la última, oportunidad de sentirse dentro de la
industria de la moda.
Frankie
en ese sentido era especial; tanto que la mayoría le observaba por debajo de
los hombros como queriéndole encontrar la marca del desodorante en las costuras
de la gabardina. Y es que él era realmente el único que había logrado “conquistar”
y mantener a una belleza que, a razones de un misterio que con el paso del
tiempo fue siendo relegado a la aventura, gustaba de sentarse cómodamente y
asistir a nuestras oligárquicas fiestas privadas divirtiéndose realmente en
ellas. Al menos yo no recuerdo a nadie ajeno al bar, o en su primera visita a
éste, que no volteara a ver a Susie al cruzar el umbral de bienvenida con un
dejo de sorpresa y un estruendo de lujuria. Era como ver un árbol de manzanas
en medio del desierto: no sabrías a bien que hacer con el y de nada te servía tenerlo en esas
circunstancias. Era un ángel que en silencio gritaba la consigna de la puerta
trasera del infierno. Asunto, claro, que cuadraba totalmente cuando Frankie, ebrio,
relataba la historia de su verdadero amor: Estefanía, mi estimada y entrañable
amiga Estefanía. La cual, debo enjuiciar sin albores de maldad, era tan común
como el polvo estancado en el fondo de los vasos. ¿Qué decir?, a muchos no se
nos da eso del bueno gusto. Si mal no recuerdo, en cierta ocasión fue el propio
Frankie, amarga y llorosamente, el que me dijo que “pocas son en realidad las
mujeres que pueden hacer de la entrada de un hogar, una verdadera pasarela”.
Que “en realidad todas son demonios, demonios sin vestir a los cuales los
hombres no les sirven ni siquiera como la base de la cama.” Algunos, es cierto,
se extrañaban. La gran mayoría no lograba comprender como un hombre con tal
mujer a su lado, buscaba algo tan –como decirlo amablemente– “trivial”. Pero
créanme, al final todo caballero que osa curarse únicamente las heridas de una
boca seca, termina por entender el hecho mucho antes de pensar si quiera en
firmar el acta del primer divorcio.
Como
han de suponer, las mujeres eran un terreno habitual en las conversaciones que
giraban en torno a los tragos de anís con tequila. Y es tal vez ahora, que todo
ha llegado a su fin, que resulta hasta lógico figurarse que muchos de los
asistentes lo hacían con el corazón cenizo y la sonrisa empolvada de falaz
machismo. Digo, no era para nada sorprendente encontrarse una historia de
infidelidad o de total fracaso como adorno de ornamento en nuestra barra. Es
verdad, muchos nos seguían, sí, como otros tantos nos odiaban. Pero era tan
sólo que en nuestras latitudes los consejos no se daban con aliento, sino en
vasos de cristal repletos de antiséptico. Solía decir Raúl: “Si en realidad quieres
algo de fidelidad, mejor adquiere un auto-estéreo”.
En
aquellos años la vida no era ni más sencilla ni más compleja que como lo es
ahora. Nada en realidad cambia lo suficiente como para después extenderle la
mano como si se tratase de un extraño. Al final, como aducía el buen Carmelo en
las noches de doloso hastío: “Todas las personas van y vienen, es sólo que en
ocasiones nos toca estar cerca de la huida y en ocasiones lejos del retorno.”
Digamos al menos que en las cuestiones propias del romance y la pasión, muchas
veces nos importa más seguir las vagas pistas que van dejando nuestras
conquistas tras sus sombras, que mirarles de frente con el suficiente valor
para desearnos, ambos, los buenos días… Es como alguna vez logré escuchar por allí,
en una de las esquinas de El Submarino; un lugar con más aristas que
divisiones. “Hablar de la belleza es como tocar una guitarra fina, o un violín,
sin cuerdas. No se requiere de ningún tipo de educación para sonar sutil. Basta
con ser precariamente sentimental.” Aunque tal vez, lo admito, fue Jimmy el que
haya acertado objetivamente al decir que: “No hay justicia para tanta belleza
en un mundo en que la gente suele equivocarse tanto.”
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