SUBMARINO. Las Series, Vol. 7
Jamás he creído en lo que dice la gente. Puede que estén
igual de tristes que yo.
A. Güiris V.
…Entonces comenzaron a aparecer los
moños negros en la parte alta de la entrada; retazos de listones y cobijas
oscuras que encorvados improvisadamente, perneaban –o bien lo intentaban– el
tintero de las presencias y los acuerdos, al igual que los cafés con piquete y las
arrugas rebuscadas hasta en la punta del cabello. Recuerdo claramente que era en
esos momentos, loables sin lugar a duda, cuando los anteojos de la cordialidad se
cegaban en automático y podíamos, uno a uno, notarnos como lo que realmente
éramos; simples mortales en un campo lleno de minas buscando una dirección, la
que fuese… Eran, pues, esos recovecos de la existencia que apuntalan siempre a
encontrar más ceniza dentro del sombrero que en la suela de los zapatos.
Cuando
Jimmy “desapareció”, por ejemplo, éramos
aún muy jóvenes como para comenzar a pensar en los alegatos del tributo. Fue en
parte eso, tal vez, razón por lo que lo alzamos de primera instancia a los
estratos de leyenda en medio de una beatificación bohemia con espuma de cerveza…
Pero cuando Don Eusebio, el verdadero dueño del lugar, hizo a bien quedarse
helado en la pecera con su anforita recién comprada, el calor (quizá la
madures), que emanó en el maduro sinsabor que comenzaba a formarse en nuestros
adentros lo cambio todo. Incluso dicen que Frankie –el inescrutable Frankie– al
enterarse de lo sucedido, se revisó inmediatamente las heridas de las balas, y
es que no quería perder el aplomo necesario para poder contárselo sin una mueca
a su mujer, la bella y elegante Sussie. En realidad fue una sorpresa tomada de
diferente manera en cada uno de nosotros. Al grado que para algunos se tornó en
sospecha, una sospecha de real semblanza de tristeza. Raúl, como pocos, se
mantuvo ecuánime y calmo. Resultaba lógico. En parte el deceso le significaba
también una liberación contractual y psíquica: vital. No es que en mi pecho
cargue un peso de aflicción o martirio desde aquellos añejados yerros, pero
hasta este momento jamás le había mencionado a persona alguna el recuerdo de
haberle visto un esbozo de sonrisa en el velorio. Justo como si una caricia le rozara
el filo de la fortuna anunciándole con la punta de los labios sus alegatos de
estadía bajo la promesa de engrosarle la cartera…
No
fue, pues, sino hasta al cabo de unos días que se empezó a sugerir el tema con cautela.
Cierta noche, en medio del desvelo que brindaban esas pobres jornadas sin
clientes ajenos a los ya contabilizados como parte del inmueble, Carmelo se nos
acercó para apuntarnos acaecidamente que “una muerte así no debió de ser nada sencilla”,
que “lo más hermoso de beber es ese momento en que te secas la garganta intencionalmente
para recibir de golpe el dulce sabor del trago elegido…” Que si lo pensábamos
bien, el pobre Don Eusebio “se había ido sin siquiera sopesar el ansia” y que por
tanto –asumía– era justo que Don Eusebio Montes Escalar descansara eternamente
en el mar, aunque la forma en que haya llegado fuera en parte un accidente… (Y
no obstante la fama del suceso, lo digo con todo el respeto que se merece, aún
sigo asistiendo a algunos servicios donde resguardan la urna de las cenizas dentro
del botiquín del sanitario).
Muchas
cosas se podrían entonces decir de Don Eusebio. La gran mayoría le desconocía
de la misma forma que el resto deseaba no habérselo topado nunca, aunque si
somos sinceros –realmente claros y veraces– algo había de orgullo y decoro en
poder responderle acertadamente al novel que le señalaba como si de un
descubrimiento antropológico se tratara. Don Eusebio, pues, era a la vez basto
y festivo, distraído y suspicaz, icónico como cualquier varón que no se guarda
la decencia bajo el saco de la sobriedad, sino para la vasta eternidad… Intelectualmente
nato; bien podía no entender las razones pero comprendía a la perfección los
objetivos del libreto que le había tocado interpretar. De carácter bohemio y
caliente; de una tez tan dura que sin lugar a duda podría competir con la cáscara
de la mandarina que aún se encuentra colgada en la rama del otoño... De un
rostro tan común, neutro y honesto, que incluso cuando hablaba le podías notar
las faltas de ortografía.
Estar
a su lado, en la barra de El Submarino, era como presumir una foto tuya frente
a la fachada del museo Del Prado el día que estuvo cerrado por mantenimiento...
Como dejar que alguien más se bebiera el último sorbo de tu cerveza ya
caliente, halagar la obra de un ebrio apenas conocido estorbando así tu absorta
sátira, o bien beber un trago de agua con azúcar después de un fino ron. Era
uno de esos soplos del tiempo que exhortan al cabildo tornarse lento y pausado, como la vida: “que espera siempre
sin aspavientos a que te canse la edad para tomarte de las manos con justicia y
recluirte así bajo los puntos finos de la rubrica del tiempo”, como solía
recitar Mauro, nuestro íntimo poeta local, cuando alguien hacía alusión al
polvo que caía del cielo raso del lugar.
A
ciencia cierta, podríamos decir que aquella etapa que inauguró de alguna u otra
forma (tal vez sin querer), Don Eusebio, dio en realidad entrada a la edad de
la razón. A la época dorada de los cansancios y quebrantos corpóreos de peso,
aunque algunos piensen que fue al revés y la razón fue la que dio entrada a la edad.
A la terrible verdad del paso del tiempo y su dérmica captura. Para mi al
menos, no puedo negarlo, fue una etapa particularmente entretenida en que los
anuncios luctuosos del portal no sólo nos advertían del incremento en las
posibilidades de ser el siguiente ganador de la “lotería”, sino que también
publicaban el tema principal del brindis y los abrazos del día; situación que
siempre se agradece en ese tipo de escenarios.
Si
mal no recuerdo, después de Don Eusebio siguió Neil, Nil, o Gil, aquel músico de
bajo perfil y ronca voz que más tardó en llegar que en irse, luego “Chepito”,
que se ganó nuestro cariño a base de “carisma y pendejez” como solía decirle
Pancho, el cual no tardó ni tres turnos más para irle a saludar –acaso sólo
después de Pedro “El Cazador” (que no mintió en sentirse mal aquella noche) y
Marcos, que muchos ya veían con rencor y celo por aquello de sus firmes canas. Más
tarde vino Kasuo, que fue un caso especial; lo publicaron en un par de diarios
donde laboró a lo largo de su “carrera de accidentadas veracidades”, como le
resumió en su velorio Frankie, quien tuvo la mala fortuna de despedirse, con escasos
meses de diferencia, de sus dos mujeres: Sussie, “su casual acompañante y
eterna compañera” a la cual cedió su mano ya avanzada la enfermedad que le
aquejaba, y Estefanía: su real, único y secreto amor, así como mi más ferviente
amiga. Mi compañera de incidentes y sucesos a la que aún le llevo, cada que se me
permite, un ramo de azucenas…. Si mal no recuerdo, juntos le lloramos nada honrosamente
en su primer aniversario al son de “No Other Love” de Jo Stafford....
Después
habrá tocado el turno a Mauricio, el Jonah' y un par más que no recuerdo pues
eran de la llamada “nueva generación”; la última de ellas más bien, cuando yo ya
no visitaba con tanta frecuencia el bar... Por último, si mi memoria no me
falla, fue Carmelo en ese aparatoso accidente en la carretera que a todos nos
sorprendió, abriéndonos de lleno nuevamente la herida de la nostalgia. Sobre
todo porque desde que la muerte se convirtió en nuestro libre albedrío,
ensayaba a cada noche sus últimas palabras. Para ciertas personas, hay que
decirlo, es de suma importancia tanto oírlas como recitarlas, o bien
recetarlas. Yo al menos aún recuerdo las últimas que le oí decir a Don Eusebio
aquella noche que sus manos se encontraban de mejor ánimo que su encorvado
cuerpo, la última vez que le vi antes de su deceso: “La vida es demasiado
inteligente, jamás le he entendido”. Y no sentí añoranza ni ese llamado al
extraño vacío que muchos cuentan se tiene cuando se ve partir a alguien que no
volverán a ver jamás. Quizá porque se fue casi a gatas, pero no lo sentí ni en
ese momento ni ahora, que lo recuerdo frescamente. Me supongo, con firmeza, que
esos breves y escasos últimos instantes fueron un resumen espontáneo de la vida
que me toco observarle. Escasa, sí, y breve, así fue la vida de Don Eusebio. Y
es que siempre, sin lugar a duda, encontró la forma de irse más al fondo en el
pozo de las más comunes adicciones. Presumo que todos, de alguna forma, vamos
para allá…
En
alguna ocasión Jimmy me dijo que la vida era un momento de ansiedad, como
cuando te muerde un perro o se te quema la entrepierna; “siempre crees que fue más
tiempo del que en realidad pasó.” En su momento, debo decirlo, no le creí y
ahora tampoco puedo. Él falleció joven y yo aún sigo aquí, recibiendo las
inclemencias del tiempo y la añoranza. Recabando y acotando la sapiencia dejada
por aquellos que, sin lugar a duda, se les extraña. Tampoco puedo quejarme, las
cicatrices que ha dejado el rezago en ocasiones llaman la atención de ciertas damiselas
que en sus años mozos, jamás habrían siquiera intentado acercarse al lugar.
Muchas de ellas, lo digo claramente, ni siquiera creen que se hayan suscitado
tales historias. La gran mayoría, lo apuntalo en serio, no agradecen siquiera el
pasado renacido en la fogata mientras nos desvestimos y besamos. Pero en verdad
es lo que menos importa al amanecer siguiente, y siguiente y siguiente… Lo digo
francamente, o al menos puedo asumirlo con orgullo, yo aún me paro frente a la
ventana de mi estudio cada mañana a esperar el frío.
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