Cuarto 32.
A. Güiris V.
Cuando Sigifredo Márquez salió del baño después
de limpiarse la cara y la ropa del pastel que le habían obsequiado en la
oficina por su cumpleaños, miró al horizonte. En su familia siempre le habían
dicho que mirar al frente era mirar hacía el futuro. Pensó entonces que poco
había de cierto entre sus ambiciones y el ocaso de una jornada, pero al mismo
tiempo, dado el caso de su pasado reciente, se debía admitir también que esa
imagen empezaba a cobrar algo de sentido, mucho sentido. Suspiró, se ajustó la
corbata e intentó viajar un poco más dentro de su mente mientras regresaba a su
cubículo.
Cuando
tenía veintitantos creyó haber encontrado el amor en una mujer cuyo paso por su
vida quedó resumido en el mísero recuerdo de la letra inicial de su nombre; ésta
en medio del abecedario. Obviamente en el ajetreo de sus más acaecidas sensaciones
de tierno amorío –nunca fue muy pasional con respecto a lo que ciertas damas
resumen a bien como: “cerdo” o incompetente– ella era la mujer más hermosa que
el universo había creado. Y en cierto rincón de sus especulativas reflexiones,
el aroma concluía con el pensamiento: “y la creó para mi.”
Por
azares del destino nunca pudieron compartir el camino como hubieran debido o
gustado aunque tampoco se siente del todo derrotista. En algún momento, en
alguna arista del tiempo detenido, ella se interesó por él y se lo confesó
antes de que éste siquiera pudiera dominar sus demonios hacía ella. Bajando las
escaleras, mirando trozos de pastel embarrados en los escalones, Sigifredo
justificó esa truncada aventura amorosa –que le había coloreado los cachetes– suponiendo
que no ha sido el único que se ha sentido como un estúpido al descubrir que un
hombre sin mucho talento –digamos físico– puede conquistar simple y llanamente
con su honesto aliento a la mujer más hermosa con la que se ha topado. En
ocasiones, sí, aún la recuerda. Mentiría al afirmar lo contrario. Cuando por
ejemplo algún elemento, vegetal, fruta u objeto comienza con el único recuerdo
que le queda de ella, la insolación del momento le hace verla en la superficie
de aquello que recoge como un suspiro antes de que una perturbadora voz le haga
saber su precio. Quizá sea un asunto de karma universal, sueldo caído o bien
pura suerte de dados hechos con piel humana, pero mientras más se acerca a esa
esperanzadora fecha en cada hombre aguarda saber que nunca madurara, se he dado
cuenta que las cosas que más desea son las que más lejos están de su corazón
capital.
Bajo
aquellos preceptos, claro, le gustaría confesarle en alguna ocasión futura lo que
ha sido en todas esas maquetas pretéritas que ha creado para no matarla de lleno
en las memorias que aún desea escribir algún día bajo el seudónimo de Carioco: una
manzana, un mármol, una marmota, una madera y hasta una mantequilla. “Es
curioso como la importancia de esas personas que en algún momento te robaron el
corazón se van tornando en objetos tan triviales con el fin de aferrarse a tus
recuerdos”, escribió en una pequeño post-it color naranja antes de esperar al
final de la jornada cruzado de brazos.
Al
salir del edificio se dirigió a la parada y cogió el camión con la ruta más
larga hacía su hogar, no llevaba prisa. Sigifredo nunca llevaba prisa... No iba
a ningún lado en especial... A mitad del camino, cuando vio a detalle como el
camión mojaba con el agua sucia de un charco a un transeúnte, se dio cuenta que
lo más lejos que había marchado en su vida había sido en un viaje a Ixatapa
Zihuatanejo que realizó a los 8 años junto a su familia, hoy deshecha. Se percató,
con un sinfín de sentimientos cruzados, que su vida estaba o bien libre o bien faltante
de los estereotipos de su generación; no conocía Acapulco, Chiapas,
Guadalajara, Oaxaca, mucho menos Europa, Asia y Oceanía. Pensó que le
encantaría conocer la Isla del Japón milenario; aquella que prohibía la entrada
a los comerciantes extranjeros, aquella que mataba a quienes eran sorprendidos
exportando cualquier tipo de mercancía pero igualmente se percató que se
encontraba muy lejos en el tiempo y la distancia.
Repasó
su biblioteca mental de historias a desarrollar al cruzar la frontera que le
era asignada popularmente a su colonia; una patrulla de policía y una tanqueta.
Pensó en la del hombre que busca la tumba de su hija en un viaje de expiación,
en la de los Mexicanos muertos en el extranjero, en la del padre que secuestra
a su hijo para demostrarle su amor… La del detective que es contratado por otro
detective para hacer el trabajo sucio que él primero no se atreve. Recordó
entonces que en ella había un diálogo que le había hecho reír mucho cuando lo
diseñó.
El
detective principal última detalles con él que lo empleó, que es a quien contactó
la familia para un caso inspirado libremente en una novela de Fadanelli. La
conversación, de un humor negro más inclinado hacía lo acido, se torna hacía un
antiguo amor platónico del primero. El detective oficial, no el principal de la
trama, le cuestiona al protagonista si no andaría con la mujer en cuestión pues
en el presente de la historia que se desarrolla se encuentra sola (libre), a lo
que el principal se niega y defiende entre sombras y humo de cigarrillo detrás
de su escritorio: “Me enamoré de la mujer que era ella en sus tiempos, no de
ésta que es ahora y busca desesperadamente el pasado. Al igual que ella, tengo
el mismo derecho a fantasear; con su cuerpo joven, su rostro joven y su cintura
joven. La quiero a ella, a ella de 23, porque nunca me dejo tenerla cuando la
deseaba obtener de todas las formas posibles. Ahora no me interesa, se me hace
un tanto como todas… Créeme, todos los hombres y mujeres deberíamos tener ese
derecho pactado en la ley… Te aseguro que si ella tuviera una máquina del
tiempo, en este mismo momento correría hasta su casa para acostarme con ella.” Sigifredo
volvió a reír y trató de recordar quien en realidad le había inspirado esa
frase. No había sido “M” pues en ese tiempo aún no se dedicaba a crear guiones
mentales. No habían sido las tantas otras “emes” que le siguieron en esa etapa
en la que al parecer era un requisito llamarse así. Habrán sido “F”, “G”, “P” o
“Z”, pensó, quizás. El tiempo cuadraba mejor pero no logró dar con la verdadera
personalidad detrás de la amargura pasional del detective. Sus personajes, por
obvias razones, nunca tenían nombre.
Se
imaginó con un sombrero y una gabardina al bajar del camión. Aún le tocaban
caminar 5 calles, 3 de ellas comidas por la oscuridad. Paso a paso cedió su
andar al ritmo parsimonioso del cuidado y la precaución. Recordó la frase que
alguna vez le sacó a Fernando, uno de sus mejores amigos en la secundaria,
cuando le cuestionó si no tenía miedo al sacar a pasear a su perro a las once
de la noche: “Doy más miedo yo del que me pueden dar” y deseó por un instante ser
él al menos esa vez; en ese instante y no otro u otros más. Pensó como sería
una película sobre la vida de Fernando, o la de toda la cuadrilla de amigos que
siempre se le hicieron especiales. Pensó si tendría algo de interesante una
historia sobre él mismo, se preguntó de que manera podría ser mejor contado:
¿en una canción, una novela, una serie de televisión o simplemente una revista
de espectáculos? Un chiflido le despertó de su trance, era El “J”; en la
esquina de su cuadra éste personaje de la vida real le exigía “la renta”
semanal puntualmente. Era viernes. Sigifredo se acercó hasta él dándole 50
pesos en sus callosas manos sin decir nada. El “J” entonces le sonrió y le
deseó las buenas noches con un gesto. Se perdieron de vista bajo la luz de las
farolas de su unidad habitacional.
Si
bien era cierto que no iba a ninguna lugar, había llegado hasta ese rincón al
que pertenecía. Subió las escaleras hasta el quinto piso bostezando y todas su
elucubraciones se perdieron, se tornaron grises y sin que se diera cuenta todo
el mundo a sus espaldas se tornó blanco y negro: cual personaje de Jordi Soler,
sólo podría encontrar la libertad después de que alguien lamiese el iceberg que
le tenía prisionero. Arribó al departamento 32, enumerado éste con un masking
tape que resistía a su funcionalidad debido a la imaginación de los vecinos y abrió
la puerta; se quitó los zapatos. Cenó un sándwich de jamón de pavo después de
unos corn flakes calientes sumamente azucarados y entró a su cuarto cerrando la
puerta. Se quitó los calcetines, la ropa y se enfundó en su pijama. Pensó en
todas las letras que había dejado pasar en su vida, sobre todo “V”, quién
deseaba fuera inscrita en su epitafio de alguna manera simbólica, quizá como un
compás que redireccionó su vida para bien. Igual pensó en sus personajes, en
sus historias y en su vida... En como sería el terreno que dejaría detrás suyo
al partir a la inexistencia y ver
de cerca el ocaso de las jornadas; la última de ellas. Se sonrió y quedó
dormido imaginándose que se confrontaba a si mismo por la vestimenta a
colocarse en la mañana, como “V”, pero no sin antes mencionarse que quizá todo
sería más sencillo si todos fuéramos tan especiales como conocer el alfabeto.
El alfabeto. Deletreó la palabra y cerró los ojos. Jamás volvió a despertar. Ese
era el pensamiento al que estaba predestinado a llegar… Y como solía decirle a
“V” con una sonrisa secretamente entre los labios mientras ella se alegraba o se enojaba: “cuando uno llega, cuando uno verdaderamente llega, es para quedarse… Quedarse
para siempre”.
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