3 Muertes Musicales 3 (Tercera)
Como era usual, Carlos terminó soltando por el micrófono una de esas frases que lo habían convertido en la sensación radiofónica de media noche: “Si B. B. King quisiera dar un verdadero ejemplo a la sociedad, bajaría de peso y tocaría su guitarra de pie al menos la mitad del concierto”, luego colocó una pieza del primer álbum de Bachdenkel y le encargó al último turno de operadores el final del programa. Bajó por las escaleras los tres pisos de diferencia con la recepción y salió airoso, como solía sentirse después de soltar uno de sus sardónicos insultos al aire, para dirigirse al Epitome, un pequeño bar centrado en literatos fracasados donde sabía a bien que pasaría desapercibido. Tomó un par de cervezas, pagó la cuenta y se encaminó al Poquian Town, sitio donde sería elogiado por unos e insultado por otros. El dueño era su amigo y solía colocar su programa en el sonido local mientras se hacía de ambiente. Nadie, excepto una persona esa noche podría haber supuesto que esa frase sería la última que habría de soltar al aire. 72 horas después –en ese mismo sitio– su cuerpo inerte saldría por la puerta de servicio directo a la morgue. Salvo que no estaba muerto.
Su cabeza terminó, 16 horas más tarde, en la calle Berlin. Tenía los ojos cerrados y un par de moretones sobre los pómulos. Su cuerpo sin pulmones. La noticia se corrió de tal forma por la prensa que la radiodifusora comenzó a repetir todos sus programas, uno a uno, con un éxito rotundo. La ironía de los hechos llevó a que varios de sus desertores le dieran una segunda oportunidad bajo un encantamiento sobrenatural. “Mira lo que son las cosas”, dijo en alguna ocasión Pedro Uscanga, uno de sus principales enemigos, “faltaba quitarle la cabeza a un hombre sin razón para que la fama por fin le fundiera las entrañas.” De cabello quebradizo y pecas sobre las encías, su personalidad era como la de un viento cruzado dentro de la habitación de un universitario soltero: sacudía la cama pero no se llevaba nunca el olor de la dama. Sus mejores amigos preferían sonreír cuando se les pedía algunas palabras sobre su forma de ser. “Así era él”, decían, “dientoso" y un tanto callado a menos que un micrófono estuviera cerca. Su actitud ante la vida, pues, se asumía como aquella frase que en alguna ocasión soltó en una cena navideña: “El mundo nunca me hará justicia, siempre seré un tipo de sociedad.”
Siendo la penúltima víctima de “El Acorazado”, como fue bautizado en los diarios el asesino serial que aterrorizó a la ciudad entre enero del 2016 y agosto del 2017, Carlos fue elevado a un estatus de leyenda mediática en diversos aforos; en las facultades de comunicación y mercadotecnia se hablaba de él como si de un virtuoso innato se tratase. Como si sus pasos fueran el camino hacía una vanguardia plenamente en onda y sumamente innecesaria. Sus gustos musicales se esparcieron por diversos rincones y algunas disqueras optaron por relanzar diversos álbumes que ya tenían más polvo que olvido. Su despido reunió a un gran cúmulo de gente sobre su féretro aquel 20 de agosto en que fue enterrado. Bajo un eco tremendo, entre lápidas y fantasmas, se le entonó al unísono –sobre el horizonte y el ocaso– una muy sentida versión de “Wish You Were Here”. Quizá el mejor de los finales para uno de esos hombres que siempre prefirió solventar las deudas en la resaca que con un crédito hipotecario.
En la ciudad se siguen escuchando sus programas. Hay incluso algunos discos piratas que recopilan en formato MP3 algunos de sus mas gustados y queridos. Su legado, pues, se consigue en las avenidas principales y semáforos por 35 pesos si es que acaso no existe el regateo. Su retrato más famoso, aquel donde rendía tributo a Rush en su época 2112, se ha ido convirtiendo de a poco en uno de los favoritos en las fiestas de disfraces de los preparatorianos. Quizá porque la muerte es ese destino que nos vuelve eternos, o porque las sospechas nunca terminan con el fin de los días sino con la verdad. Misteriosamente, como solía decir Armando, su mejor amigo, “nunca sabremos si ya muertos habremos de conocer tal propiedad.”
Carlos Montalvo murió ante el pavor de un hombre enfermo que lo miró a los ojos con un puñal entre las manos y un bozal sobre los labios bajo un grito que no despertó nunca a los vecinos de la cuadra. Su vida como una ironía no podría haber terminado sin un epitafio digno de su persona. Sobre la piedra éste aún reza así: “De esperar sólo tengo la respuesta, el futuro es pura fantasía.”