Una Carta de Amor.
Basurto era uno de esos individuos al cual todos le adivinaban de manera secreta la suerte y el destino. Incluso antes de la presentación formal todos soltaban al aire la frase: “ese hombre se equivocó de profesión” con tan sólo mirarle la comisura de la dentadura cuando osaba sonreír. Fueras o no un amante de las actividades deportivas sabías, por más extraño que parezca, que su dirección en vida debía de ser el boxeo. La silueta de sus pómulos atraía hasta el más pacifico hacía su sombra con el puño hecho nudillos. Era en realidad la trompeta de un sexteto de Jazz local cuyo talento se encontraba más en las intenciones que en la partitura. El pianista, que era el mejor de todos, intentaba siempre imitar ese puente entre el Blues y el Jazz que hizo leyenda a Red Garland pero en realidad terminaba siempre por acercarse al Free de Pharoah Sanders, bajo el entendido –claro– que nunca había escuchado siquiera el A Love Supreme de Coltrane. Eran apasionados, sí, pero más les podía el amor que la disciplina. Recuerdo entre destellos de polvos y humaredas sacadas de uno de los personajes de John Kennedy Toole que estaba enamorado de una dama cuyo nombre nunca se repetía en las conversaciones, ni siquiera en las del mismo día. Era de una de esas personalidades que para escoger el nombre de su hijo hubiera preferido un anagrama que el tributo a uno de sus héroes de adolescencia.
Compartí el licor con él en no más de tres ocasiones, aunque quizá la memoria me falle un breve de octava. En una de esas veces me platicó de una carta que redactó con la intención de entregársela a aquella mujer que se la ganase. Habló de ella por escasos minutos pero yo pensé en ella por horas. Me cuestioné si alguien bien podría realizar la máxima carta de amor: no encontré respuesta. Preferí seguir hablando en el circulo de amistades sobre la banalidad mayormente entretenida del mundo, la música. El hablaba de bajistas: Clarke, Wooten, Wikenfeld, Dixon, Brown… Yo de su voz: la trompeta: Farmer, Terry, Baker, Morgan, Beiderbecke y Gillespie. A los pocos días me llegó a mi buzón, petición expresa personal, la carta en la que había trabajado con tal esmero. La leí un par de veces sin encontrar algo que pudiese funcionar. No obstante, debo admitir que aquellas letras escritas a mano con una pluma standard de papelería podrían representar, en mis memorias, su mejor nota ejecutada. Su mejor solo. Quizá más adecuadamente deba decir su mejor golpe: el tiro al hígado más halagador y potente en cualquier cuadrilátero. De esto ya hace mucho, pero hoy le recordé porque en sueños escuché al buen Miles en su época del Star People y vi a todos los luchadores que he conocido en vida. De aquella carta, sí, esto es lo único que se me viene a la mente.
“Aquel día recogimos el carbón del pasto, el ultimo pedazo de carne se había rodado en las cenizas y terminamos por dejarlo desaparecer dentro el fuego. Fue el mismo día que hiciste aquella mala broma sobre parecer recolectores de algodón a punto de inventar el Blues. El mismo día que pudimos despegar los pies de la tierra y ser los primeros astronautas del mundo en un sueño que nos hubiera terminado amando. ¿Y sabes por qué? Pues porque hubiéramos creado algo nuevo que el mundo en realidad no hubiera necesitado y, por ende, habernos dejado vivirlo solos. Y es que creo que el amor debe de vivirse así, sin influencias y eternizando el momento de la explosión inicial: el fuego que emana y mata a la mayoría; que no deja rezagos ni efectos secundarios. Lo que une en la otra vida y sobre un jardín en el que siempre ha de sonar la escala perdida del mundo. ¿Si es así, te gustaría bailar conmigo y sobre la lluvia, a tiempo relantizado, y haciendo explotar nuestros oídos? No lo tomes a mal, pero quizá así encontremos nuestra música y no necesitemos, por fin, nada del mundo. Y nada del amor que se profana de ese lado y sí del nuestro. Que habremos de inventar.“
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