SUBMARINO. Las Series, Vol. 8
No te laves nunca las manos antes del pecado. Se gastará
más rápido el jabón..
A. Güiris V.
Era tan excéntrico y testarudo como buen
amante, me lo confesó Estefanía cierta noche en que las copas se tornaron
“volteretas indiscutibles del destino” (como ella le llamó al suceso); su pluma
en ese momento se encontraba en su más álgida y acre madures. “Pero no
imagines”, me dijo, “tan sólo nos dimos un beso al final de la noche, uno de
esos que bien podrían catalogarse como tiernos. Después, claro, de revisarle
muy bien la cartuchera y las balas… Si algo te puedo decir, es que maneja muy
bien su calibre…” Para muchos, no lo dudo, les habría sido casi imposible
sacarse de la mente una imagen sumamente sugestiva en la cual se conjugaran un
sillón ahuecado, su mejor amiga y el tipo más demencialmente misterioso del bar
al que es asiduo, pero en realidad eso no se me cruzó ni por las sienes en
aquel momento, ni ahora, no. Si bien hablo con honestidad, lo que en realidad jamás
logré sacarme de la cabeza fue la imagen de un Frankie engalanado en la pasión;
detallista y bien entonado en las artes de la seducción. Digo, era como
imaginarme una reunión de gángsters en pijama cediendo amorosa y ecuánimemente
la parte correspondiente a sus ex-esposas. La de un Marlon Brando joven sin motocicleta,
la de un James Deen aún con la cabeza puesta. Pero en parte creo que era esa en
realidad su naturaleza, su rol impuesto –por así decir– dentro de nuestro nada
peligroso y tampoco cortés ambiente. Sugería, pues, su silueta, una pesadilla y
amenaza para nuestros más claros deseos de hombría. “Por algo Dios no exigió
llevar a dos Noés en la barca, ¿cierto?”, como sopesó alguna vez Carmelo cuando
recibió la demanda de divorcio y potestad.
La
sombra de Frankie, quedaba claro, tenía un grosor y peso especifico que nos
hacía verlo por debajo de lo hombros. Un grosor y peso específico que hasta ese
momento, en aquellas “volteretas del destino”, comprendí que él nunca había
sabido, controlado o bien ansiado sino que fuimos nosotros quienes la creamos
para estar más unidos en la desdicha. En aquellos años jamás confesé o mencioné
parte de las palabras con las que cerramos aquella conversación nocturna Estefanía
y yo, pero de haberlo hecho estoy seguro que su figura, lejos de ser destruida,
hubiera roto todo aquel mito en que gustan aún vivir todos los hombres que, pongámoslo
así, se inclinan ágil y románticamente por la botella antes que por una mujer.
Es decir, estar por debajo (respeto) y encima (orgullo) de tantos otros como
él: yo bebo más, él bebe más. Pero ahora, a tantos años de los decesos de ambas
figuras tan importantes en el sitio, me atrevo a detallarlas con la precisión exacta
con la que me fueron mencionadas: “Es curioso como de un tipo tan lleno de
misterios no sacas nada de lo cual sospechar en la primera noche que le cedes y
pasas con él después de tanto rogarte. No lo sé, tu sabrás más de eso, pero
quizá sea esa la razón del porque son tan populares entre ustedes las películas
de espías.”
En
El Submarino, es cierto, los amoríos eran más comunes de lo que uno podría
llegar a suponer. Eran, por así decir, asuntos tan rutinarios como los
quebrantos, los cuales eran, implícitamente, más constantes que el calendario...
Te cruzabas con ellos de la misma forma en que sonaban las canciones de Sabina:
a veces hasta el hartazgo, a veces con clara y honesta empatía y solidaridad. Mayormente
se suscitaban en el área de fumar –cuando fue instaurada dicha “ala”– dado que
en la barra, debido al poco espacio que dejaban los clientes seculares, sólo se
podía aspirar el humo de las hieles del recelo. Muchos renegaban del hecho, sí,
se negaban a creerlo hasta que un día la experiencia se les presentaba de la
misma forma en que uno secretamente se empeña en beber hasta acabar dormido en
la azotea. Todos, y digo todos, pasamos por “esas tersas y tediosas manos de
cupido”, como alguna vez simbolizó Mauro, nuestro refinado juglar de cabecera,
cuando por fin alguien le compró voluntariosamente su libro de poesías.
Regularmente,
salvando las siempre lógicas excepciones, era en plazos de cierto candor
quincenal que las miradas perdidas entre las sonrisas de un hombre ligando y
uno ebrio de deseo se conjugaban a futuro cuando aquellas muescas de
divertimento las daba, pasados los días, aquel que escuchaba al derrotado en la
jornada en que éste último llegaba primeramente a beber y luego a contar –con
lujo de detalle– su impotencia ante las ciencias oscuras del amor y el dinero, a
sabiendas que su relación nunca más, podría llegar a contabilizarse como parte del
misterio y/o milagro del Fénix. “Cuantas veces no he visto salir el dolor por
la boca después de una buena ronda de tequilas” solía decir Raúl, que
aparentemente tenía una nuez acojinada en vez de corazón, cada que las
lagrimabas asomaban cerca de la orilla de los vasos donde conjuraba las micheladas.
Hubo,
claro, con el tiempo, ciertas parejas que hicieron creer a varios de los
asiduos que el romance podría llegar a buenos términos pasados los años, los
ciclos y los tragos. Muchas de estas, sí, se fueron conformando como una parte
más de las ganancias del lugar. Vaya, con su presencia el sitio se fue
transformando no sólo en un lugar para que ciertos especimenes otrora
contraculturales escaparan de su realidad, sino también en un buen rincón para
llevar a tus posibles conquistas. Estaban Alfredo y Marina, que aunque pocas
ocasiones se les veía juntos, eran parte del linaje debido a que algunos de sus
familiares se contaban ya como parte del inmobiliario. Estaban también Nicanor
y Manuela, que a su edad siempre mostraron briosamente a las nuevas
generaciones como el alcohol no sólo era una moda sino un estilo de vida… Si
mal no recuerdo, sólo fue Jimmy él que no entendió del todo las razones de sus
cada vez más habituales inasistencias –supongo que ya se los habrá preguntado
con ahínco y ahora se encuentran juntos brindando en aquel “lugar mejor”… Se
encontraban de igual manera Alberto y Carolina, pareja que orgullosamente inicié
en el sitio a base de ron, caña, folclor y que terminó por ser más aplicada e insistente que yo en el tiempo en que
comencé a dejar de asistir regularmente, inclusive cuando se separaron. Supe con
los años que, como se dice por ahí, el paso de los ciclos y unos buenos roces de
mojito los reunieron pasadas varias parejas de por medio, que en el tiempo restante
que duró el bar abierto se mantuvieron juntos como una sola silueta dibujada en la pared, pero para esos
momentos yo ya no me encontraba en
la ciudad. Obviamente, en cierta parte de la línea del tiempo Marcos y
Estefanía fueron una de las parejas más populares, lamentablemente su termino
salió peor de lo estipulado. Juntos, sin saber a ciencia cierta de sus traiciones o trivialidades, hicieron
de su quebranto la insignia máxima para que cualquier candor de esperanza en el
romance terminará por consumirse en el fondo de la tasa del sanitario. Igualmente
podemos hablar de Sussie, quizá la mujer más hermosa que haya pisado nuestros
aposentos; deseada y admirada por todo aquel que cruzase la puerta por vez
primera, y su cartera, Frankie, nuestro misterio casero que siempre deseó a
Estefanía ni tan secretamente y que un día, de luna llena (no exagero), la
llevó a la cama dejándole “la sonrisa más grande y honesta de su vida” –palabras
de ella– pero que en el fondo resultó no ser más que un ser humano cualquiera; como
yo o como aquel que jamás piso el lugar. “Nada de ese príncipe azul que nos inculcan
ir a buscar”, me comentó aquella noche de las “volteretas” con los ojos ya brillosos
de tanto alcohol y nostalgia. “Es cierto, amigo, es cierto,” y me tomó del
hombro, “créeme que incluso algún día pensé en invitarte a los arrumacos conmigo
en tu colchón, pero es cierto, muy cierto: El amor, como dicen, no existe. Sólo
es parte del imaginario de esa generación que creció viendo los Muppets, o
cualquier otro programa de televisión para niños.”
Si
de mi habría que hablar, bueno, mis aventuras se cuentan por botellas. Nunca
las concluía antes de que perdieran su sabor. Si acaso alguna vez salí del bar
con una mujer bajo el brazo, ésta sólo me sirvió para taparme con las colchas
de mi cama al quedarme dormido y así despertar con menos frío. Es cierto, lo
digo sin rencor; en realidad tampoco me hace sentir del todo orgulloso, pero
podría decirse que en aquel tiempo era de ese tipo de borrachos al que de la
figura clásica e icónica de un caballero en plena batalla, sólo le entalla el
olor de la armadura. Si acaso indago un poco más, en este momento recuerdo una
ocasión en que la libido me traicionó quedándose un tanto más despierta que la
garganta. Se llamaba, o se hacía llamar Bibby (si es que aún respira); una
mujer cuya descripción me daré la libertad de licenciarme a groso modo. Tan sólo
diré que era de esa clase, físico, y sobre todo personalidad, que llegado el
momento no sabías a ciencia cierta si hacerle “el favorcito” significaba a bien
otorgarle un beso en la mejilla, o bien propinarle una bofetada para que por
fin –y por vez primera– se sintiera flotando por las nubes.
Kasuo
alguna vez escribió en una de sus columnas que los hombres que visitaban aquel
“oscuramente atractivo, polvoso y encantador rincón de la ciudad”, eran la “vil
y máxima prueba de que las personas feas tampoco terminaban con una vida
feliz”. Lo hizo bajo pretexto de un líneas en que enjuiciaba los melodramas
nacionales, hasta cierto punto con rencor, utilizando nuestras figuras como
explosión más que esclarecedora de las consecuencias en los actos opuestos.
Éramos, pues, si mal no recuerdo, masas que chocábamos sin volvernos más
complejos o intentos de llegar a un común acuerdo, o desacuerdo, sino más bien
testigos del cortejo fúnebre del equipo contrario. Carmelo, que siempre
resolvía de tajante manera todos los acertijos del lugar, categóricamente
disipó las dudas el mismo día en que perdió la “pujanza por sus hijas” –como
describió un cada vez más amargado Marcos– antes del tercer, tal vez quinto
tequila, mientras el resto se pasaba el segundo por el escote de las vanidades
con cierta tristeza compartida: “Lo único que sigue las jodidas reglas aquí, es
todo eso que cantó José José en aquella de El Amor Acaba”.
En
realidad nunca hubo algo peor que ver a uno de los nuestros en un estado de
total inquietud. Era como querer abastecer con maquillaje a una bien ganada
ojera, abrazar una sombra con delicadeza o sustraer el suspiro de los pensamientos
en el pleno de un concierto. Era tan imposible “como querer beber pagando la
cuenta” dijo Jimmy alguna vez, cuando para variar, traía más aire en las bolsas
de los pantalones que en las de sus propios pulmones. No lo puedo saber a ciencia cierta, pero me
supongo que ahora las tristezas se encuentran aún allí, guardadas y preescritas,
junto a todas las historias confinadas en el suelo cual hojarasca de memorias,
junto a todo hallazgo que no fue descubierto y que ahora se ha tornado tan
fantasmal como nosotros, los sobrevivientes, que después del cierre tan trivial
nos hicimos limadura como los amores, las vidas, los quebrantos y las bajas
pasiones. El destino, pues, bien podría describirse con aquel pasaje que en
alguna ocasión encontré debajo del lavabo un 14 de febrero: “Si te dejo esto
aquí, es porque con tus actos has rechazado ser la tinta en la pluma de mis
hojas en blanco por venir.”