Inflexiones sobre el Cine Mexicano a través del verbo renacer.
El cine de todos las regiones se ha reescrito en incontables
ocasiones siendo distintos los entornos que han marcado estas cicatrices o bien
nuevos rumbos. Desde los encuadres
políticos hasta las económicos, pasando por los siempre refrescantes
movimientos sociales o manifiestos artísticos, es algo que ni siquiera las
industrias existentes en el mundo han podido frenar. Podríamos resumirlo como
un sano entendimiento del renacer generacional.; Desde que se avala el cine con
la posibilidad de ser una representación social con Kracauer en la Alemania de
entre guerras, todos los países han visto enmarcar estilos y cualidades en
distintos periodos; algunos de éstos perdidos, algunos reencontrados años más
tarde para el culto o el gusto kitsch
de otros movimientos: banderas que ondean en el horizonte de corrientes
nutridas del pasado. Nuestro cine, tantas veces llamado al renacimiento de su
calidad, no está ajeno a todo ello.
Desde el llamado inicial por parte de la política
derrocada (Porfirio Díaz como protagonista de sus propias cintas) en el supuesto movimiento revolucionario; mismo que
llenara los primeros filmes de la llamada “Época de Oro”, el cine en México se
ve envuelto bajo ciertos criterios que han marcado su paso sistemáticamente.
Las razones de sus melodramas para convenir tanto con el miedo estadounidense a
una influencia fascista y/o socialista después de la Segunda Guerra Mundial,
como con la utilidad para hacer ver un mejor escenario de vida en las clases
baja y media baja, genera y regenera la nostalgia de un México contado a escala
de grises, adornado siempre con las buenas intenciones de los pobres (ahora
jodidos), en un cine que es parte sustancial de una educación que sirvió
consecuentemente para el encubrimiento de una “verdad” socio-política pero bajo un sello de calidad alto, muy alto en
ocasiones si partimos del uso del lenguaje, la técnica y la narrativa. Asunto
que, debido al alejamiento de la ayuda de nuestro siempre bipolar vecino del
norte, decae prontamente gracias a la falta de escuelas firmes: la degeneración.
Es entonces cuando la televisión se convierte en el medio preferido –y
predilecto– para ese velo de veracidad y el cine es heredado a la política con
toda su burocracia, por un lado, y a los favoritismos por el otro.
Surge así –tal vez resurge sea la palabra más incómodamente
adecuada– un cine nacional que lucha con garras por oportunidades mientras se
abrazan tramas de los bajos barrios del centralismo. La oportunidad de nuevos “estrellatos”
se da a una generación que busca el bienestar propio sin importar las
consecuencias (privilegios políticos de por medio), que se describe con un
total desinterés ante la calidad evolutiva, cinematográficamente hablando, de
aquellos tiempos vividos. Las anomalías de ese sistema, en este caso, daban y
dan aún la vuelta al espectro de los tiempos “dorados”… las elegidas por el
tiempo se cuentan como los amigos con los dedos de la mano. La mayoría, en
realidad, resultaron bloques burdos narrativos que
facilitaron y beneficiaron el amiguismo, el compadrazgo y la nueva industria de
la droga. Los “grandes” filmes de dicho periodo (que hemos aprendido a apreciar
desde una escala de valores distinta a la del mundo), no llegaron muy lejos
dentro de los escaparates mundiales debido a su escaso presupuesto y poco
espacio de manejabilidad fílmica (no creativa) bajo el paupérrimo contexto con
que era manejada la cultura en nuestro país.
Sin embargo, no todo estaba tan perdido…
Razones aparte se encuentran en nuestra ocasiones
olvidada, en ocasiones recordada, elogiada y citada (a conveniencia) escuela de cine nacional, CUEC (después su jactanciosa y
mediática hermana CCC), que más pronto que le llegó un movimiento –Cinema Novo–
al cual adherirse, le alcanzó la fuerza del estado (Díaz Ordaz, Echeverría) y
murió lo que podría haber sido una primera y segunda generación pensante de un
cine distintivo e inteligentemente nacional.
El llamado “Nuevo cine mexicano”, el mismo en el que
nadie se pone de acuerdo cómo y dónde nace, dónde muere (si es que lo hace) o
re-nace o re-muere, aparece por brios de sacrificio personal. Un cine apoyado, sí, en parte por las mismas instancias gubernamentales
pero que es, y está, educado fuera de éstas. Una generación que salta a un
ruedo casi vuelto a la virginidad del mercado que acapara la atención por parte
de organismos más fuertes y avocados al oficio de hacer, estudiar, criticar y
analizar cine (nuestras escuelas se integran a éstas tareas gustosa y eficazmente), así como de algunos medios que le ven
provecho para sí y algunos personajes (realizadores) educados y/o gustosos de
lo extranjero. El cambio de estafeta, es
cierto, no queda tan claro como los resultados puesto que realizadores que
pelearon en el ring más reacio
retoman los nuevos aires.
La época actual de nuestro cine, guste o no, es el
resultado de esa apertura ochentena-noventera que se hizo a través de la
expiación, el homenaje, la inmolación y el ofrecimiento al marketing –el tártaro de nuestra era–, que bajo sus preceptos,
lejos de ir degenerándose como en otros tiempos, se ha abierto a distintas
fronteras, mercados le llaman ellos,
y es así como tenemos hoy opciones de producción tan diversas. Lemon
Films en su afán de creerse parte de una
industria-espectáculo Mexican-hollywoodense. Los Three-Amigos, que lejos de
acrecentar la producción nacional, propagan la de su familia y la de realizadores
noveles de otros países (pero que llevan la bandera de México en cada festival
al que visitan cual seleccionador nacional de futbol), los Mantarraya que
reivindican el cine de autor con aperturas a las reglas cinematográficas (así
como a su ego) en algunos de los más prestigiados festivales de cine del mundo,
como también su brazo comercial: Cadereyta Films. Están los Canana, otrora guapos y deseados de la nación,
que tratan de dar (o más bien darse) oportunidad(es), está su gira Ambulante
que abre caminos al documental, están distribuidoras como Corazón Films, Zima,
los propios Mantarraya que se auto-mercadean. Están los festivales nacionales a
los que asisten algunos de los directores de mayor renombre y que cumplen más años
de los que uno estaba enterado de su existencia… y un largo, pero no tan largo
etcétera.
El cine mexicano está, sí. Está y se encuentra en una época
en la que existe alrededor del mundo con garbo, presencia y sustancia. Como
todo en su historia, tiene sus excepciones para bien y para mal, para mal y
para bien. Las instancias federativas continúan rigiendo gran parte del
espectro fílmico, pero ahora, por fin, se puede dar paso adelante por lados
alternos. Eso, claro, no quita el siempre combativo territorio de esta
maravillosa y terca guerra de querer hacer un filme, llevarlo a cabo,
terminarlo, venderlo, distribuirlo y, sobre todo, ver ganancias en ello. Pero que más da, el sentido de
una industria no nos pertenece, como a ningún otro país exceptuando la India y
Estados Unidos (donde cada vez el cine independiente lo es y lo parece menos).
Nuestro cine es lo que cuenta su propia trama: parte de una historia de por sí
ya rebuscada como para irla fragmentando más y más. No se trata de una cadena
con eslabones que se dan paso unos a otros –para eso tenemos ya el día a día–,
nuestro cine es uno solo y sólo uno. No hay ni uno nuevo, ni uno viejo, ni uno
clásico o dorado. El cine nacional es su pasado, presente y futuro. Uno que nos
atañe, sí y es innegable que en él nos veamos y escribamos; que en él nos
inventemos y también nos reinventemos, que nos analicemos y nos describamos fielmente… A final de
cuentas hemos sido lo que hemos de ser a lo largo del camino, pero eso, sépase
de antemano, pasa en todo el mundo.
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