Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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El que Busca Encuentra

jueves, 12 de noviembre de 2015

Candados

Candados.


Abigail cruzó el umbral con la cara de aquel que ha ido al baño a desahogarse y a mitad del recorrido le han colocado la canción que más le revienta la nostalgia… Si bien su pelo enmarañado había sucumbido al polvo resarcido por los meses del invierno, su vestido mantuvo a bien la figura de una mujer que gustaba de asumirse carmesí. La sonrisa con que saludó era una imitación, su saludo vil costumbre. La belleza de sus palabras, y la suya: silencio. Jimmy solía decir que nunca debíamos fiarnos de unos dientes plenamente blancos, que “una pulcra encía asomaba la costumbre de un caníbal por limpiarse a detalle los pecados”, que más bastaba aferrarnos al abrazo sudoroso, retorcido y vengativo de un púgil alejado de su cuadrilatero. “La sangre se confundirá en los ríos de la guerra bajo un extraño acto de justicia, hermanos… Suena extraño, lo sé, pero es cierto… La batalla, a pesar del perdedor, hermana a fin de cuentas en un cansino abrazo.”

Nadie siquiera intentó deslindarse las miradas con el resto, todo el hecho resultaba tan significativo como indiscutible el maltrato que Martín le daba al piano bajo pretexto de John Lewis. El semblante de sus pasos cruzando el siempre irregular arco que formaba el humo del tabaco no le había sentado para nada bien. No hacía falta preguntarle su procedencia y actividades del día, el brillo desgastado de sus labios, sus manos cenizas y apagadas así como el asomo de ginebra entre la sombra de sus ojos cumplían la excepción a la regla de siempre mostrarse cautivos y asombrados ante la belleza y elegancia de una dama que recién se ha maquillado. No es que no quisiéramos hacerla sentirse un tanto mejor y compartir la desdicha, no, pero al verla entrar así, con tacones silentes ante las maderas crujientes del lugar y bajo candados colgando de sus sentimientos nos hizo a todos morir un poco y lentamente. Había tirado las ganas en el callejón contiguo, las ansias en el bar de enfrente –la competencia– y se le había esfumado su talento de inquebrantable como ennegrecido su talento a un trompetista con los primeros síntomas del Parkinson. Una nube le perseguía como a Jimmy las malas noticias y la pólvora de las balas cada que viraba en alguna de las esquinas del barrio oeste. Su detonante de mujer se había ahogado en un ligero charco de flores mojadas con notas de Baker y Jarrett, de Tatum y de Webster. Nuestra beldad sucumbía a emociones humanas, nuestra mujer fatal dejaba de serlo; se bajaba del ring sin guantes y con la cartera perdida vaciada de efectivo y repleta de pañuelos usados. Morimos un poco, sí… morimos. Algo dentro de nosotros nos dejaba para siempre.

El asunto resultaba en sí en algo trivial, una nota más del corazón. Una gota más al vaso perdido de las propinas no otorgadas por nosotros los asiduos. En realidad no era algo para asombrarse; se había enamorado de David Arguenta, un tipo con un rostro tan bien parecido que sus ropas siempre olían a las paginas de publicaciones de moda y etiqueta. Era un buen tipo, no puedo negarlo, pero era uno de esos tantos que llevaba a leguas el destino pactado en cada día de pago. No es que no tuviera en realidad algún talento oculto, no, pero al igual que a un James Dean (por ejemplo), sabíamos a ciencia cierta que la fortuna se le acabaría tan pronto le quitaran esa sonrisa del rostro. Conversé con él un par de veces, y si mal no recuerdo trabajaba como asistente de una figura importante en uno de esos sindicatos cuya relevancia es la misma que la de sus incompresibles siglas; quizá era más bien un Jimmy Stewart. Joaquin era quien solía decir que en la política todo resultaba ser lo mismo “todos trabajan siendo el perro de un perro aún más grande”. Con Abigail nunca toqué el tema, acaso apenas cruzábamos palabra, pero supe con el tiempo que le conoció en una de esas reuniones quincenales en casa de David, nuestro laureado cronista, donde se solían apostar hasta los enunciados, los retablos y las primeras planas de los diarios.

No puedo decir que fuera amor a primera vista, nadie nunca en el bar creyó en algo parecido a ello, pero podemos afirmar que fue más bien un amor a primeras de cambio. De esas pasiones promesa que llegan contrariadas; cuando uno mayormente las desea pero no las necesita para nada. De las que se sabe, claro, que duran lo que un sueño a una noche de juerga. Lo que un abrazo al recuerdo, lo que una ceniza al polvo. Lo que una canción al álbum, lo que una sonrisa a una mueca  y un eslabón a los brios de libertad. 

Nadie hubiera imaginado verla así, escondiendo su tristeza y depresión detrás de unos labios partidos, unas chapas retocadas, unas zapatillas altas y un nuevo corte de pelo. Bajo la falsa apuesta a un grupo de hombres que se toman un par de horas cada fin de semana para verse agotar y acabar de a poco, la escena no resultaba muy digna que digamos. Cada que entraba por esa puerta –que cruzaba aquel umbral– todo momento se volvía especial: blanco y negro, elegante, suspicaz y con un poco de suspense en la belleza. Quizá lo más cercano que habremos de vivir a ese primer plano de Grace Kelly en Rear Window de Hitchcock… Aquel frío día de febrero no fue la excepción, quizá y hasta fue el más grande de todos sus momentos. Suele pasar que las desdichas son la tinta de la pluma que ha de escribir el epitafio de los apesumbrados. Y en esta ocasión, sobre estas hojas donde suelo escribir acerca de mis amigos muertos, puedo decir que las cosas no terminan así. Si bien Abigail desapareció por años sin que nadie supiera de ella, a la larga resurgió como una mediana escritora que ha sabido vender, a la fecha, su obra a lo largo del continente que osa decir entender a Cervantes. ¡Qué puedo decir!, la justicia no es para todos, así como el sazón no se encuentra en cada sartén que uno compra en la confitería. 

No hace mucho fue que durante un viaje me topé con unos de sus libros. Me hice de él y lo leí en el trayecto. No puedo asegurar que lo que puso ahí se trate de una referencia clara a esos momentos que hoy conmemoro, pero a bien puedo decir que yo lo tomé de esa manera debido a que me hubiera gustado pensarlo así cuando estuve en momentos parecidos, y vaya que los hubo… El texto es el inicio de unos de los capítulos centrales y reza lo siguiente: “Lo que en realidad pasó, cariño, es que siempre hubo un desierto entre ambos. Y aunque podríamos haber intentado cruzarlo y buscarnos a mitad de sus arenas, créeme que de haberlo logrado, a pesar del sudor en la lucha, todo esfuerzo habría servido únicamente para compartirnos esa sed, esa inevitable sed, de vernos cada día.”

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