Fanzine 38.
De joven jamás soñé con esto.
Soñé con colores y que me caía, entre otras cosas.
- Neil Young.
Había, en un de los rincones más oscuros del bar 2666 –aquel viejo cascarón situado en un callejón relegado a cualquier tiempo o era–, una desvencijada puerta que no conducía a ninguna parte, o nadie lo pudo alguna vez saber pues jamás ninguno de sus asiduos clientes, o quizá sería mejor nombrarles refugiados, la vió alguna vez abierta. Se solía decir que en una de sus esquina superiores se encontraba tallada a base de la punta de una navaja oxidada una indescifrable frase. Era uno de esos temas que debía de aparecer obligatoriamente en algún momento de la noche, todas las noches –más álgido acaso cuando el ambiente detrás de la puerta era templado. El consenso general de todos aquellos que pernoctaban a cada jornal en el sitio era que las cuasi runas rezaban algo parecido a esto: "Siempre hay espacio para algo más después de la última vez que se le pide”. Como era de esperarse, todos traspapelaban la frase con humor a las copas que portaban en sus mano y así zanjar el tema… así no dar el merecido descanso a sus cansinos y derrotados cuerpos.
Yo jamás vi dicha puerta, ni traté de acercarme a dicho espacio. En los pocos meses que asistí regularmente al sitio jamás conocí a alguien que me pudiera decir de viva voz que la había observado a detalle, que con la punta de sus dedos había rozado el talle de aquella madera o haber sentido el paso de aquella punta afilada que alguien había usado con fines igualmente desconocidos. Lo que me viene a la mente cada que recuerdo esos años es a Abelardo, uno de los asiduos del bar que solía sentarse siempre en la esquina más solitaria de la barra. Un tipo peculiar, solitario pero acomedido. No fumaba pero de sus labios siempre salía una especie de humo directo el cielo raso… parecía no encajar allí pero si somos sinceros, no creo que hubiera encajado realmente en algún sitio; no usaba sombrero pero el juego de las sombras que presentaban los siempre viejos focos del 2666 le formaba un alero pronunciado de la frente hasta la nuca. Si te acercabas lo suficiente como para poder distinguirle algún rasgo fijo del rostro lo encontrarías leyendo un libro, alguna nota del diario, o bien recargado en la pared con los ojos cerrados moviendo los labios; como hablándole a un pasado profundo, a una loza pesada sobre su espalda, cuando lo que realmente hacía era mirar hacía la esperanza futura y su interior; contándose todas esas cosas que querría escribir pero cuya meta jamás terminaría por realizar.
Varias fueron las ocasiones en que me senté a su lado, pocas fueron en verdad en las que me regresó el saludo. Su falta de tacto social en todo caso no se resentía, no era una falta de educación sino más bien un ensimismamiento tan suyo que uno tomaba como un halago cuando desviaba su atención para mirarte por un momento, para dirigirte una palabra. Ni se diga cuando intentaba establecer una plática contigo… Podría acaso, quizá injustamente, describirle así, como un hombre cuya presencia siempre fue un intento de algo; un ensayo por archivar a sus anchas un logro que nunca terminaría por resultar. Conversé con él un número invisible de veces, lo mencionó así porque uno no podía ceñirse a cantidades exactas estando a su lado. Podías platicar con él todos los días de una semana y en cada uno de ellos escuchar exactamente lo mismo, con las mismas palabras y los mismos acentos, casi con las mismas miradas; como si sus ojos se hubieran postrado en una fecha exacta para siempre. En otras ocasiones, por el contrario, podías conversar con él por horas, a veces hasta minutos y sentir que habían pasado días, jornadas enteras sin descanso; era como ir caminando y dar la vuelta en una calle al azar para descubrir sus recovecos más ocultos, sus infamias más secretas y sus pozos más oscuros hasta llegar a otra esquina y comenzar de nuevo, girar y empezar a empaparse de nuevo y de nuevo. Virar hacía otra calle y otra y otra y otra más hasta que te cansases de andar y simplemente, en algún momento, te detuvieses… Cuando eso pasaba era cansada su presencia, agotadora su palabra. Eran esas las noches en las que llegaba a casa y no podía dormir, me quedaba viendo la noche, como si su manto oscuro en realidad fuera la luz de todo aquello que se nos oculta: un enorme misterio ya resuelto frente a nosotros pero que nunca hemos sido capaces de descifrar. En aquellas ocasiones en realidad no me percataba cuando me quedaba dormido pero siempre despertaba tarde y con una fuerte resaca en la boca y en la fe.
De Abelardo recuerdo que gustaba hablar de cine, le encantaba sacar de su chistera títulos de películas viejas y de todas partes del mundo, le gustaba hablar de libros, de arte, de cosas folclóricas, de baseball y de música, sobre todo de música. Creía fervientemente que el mundo no podía existir sin referencias, que si te apasionaba algo y no contabas con las referencias necesarias sería como ir tras un piso falso en un espacio oscuro y vacío. No llegarías, pues, a ningún lado; claramente sentirías un movimiento, argumentaba, pero en realidad estarías anclado al mismo centímetro de terreno. Tu ego se movería pero en realidad no habrías de avanzar nada. Con las referencias, aseguraba, pasaría algo similar pero estando consciente de la falsedad latente, de la ignorancia reinante de y tu espacio en el mundo. “El conocimiento no es para vanagloriarse…”, sentenció alguna vez con los ojos entrecerrados en una de esas tantas noches, “…no es un podium al cual querer subirse para ver el mundo desde lo alto. El conocimiento no debe de servir como trofeo sino como un ancla para reconocer las diferencias que existen entre nosotros”, concluyó tajante y guardó silencio; no volvió a decir una sola palabra hasta el amanecer.
En una ocasión me lo topé de frente en una de las calles principales de la ciudad, venía de comprar unos volúmenes en una librería de viejos. Para mi sorpresa se detuvo a saludarme. Se dirigió por mi nombre (nunca supe si en realidad alguna vez le dije como me llamaba pero ese lo día lo hizo así), con una especie de sonrisa formándosele en los labios y el rostro entero. Al querer despedirme le pregunté por sus planes, me dijo que no pensaba hacer nada esa tarde, que acaso compraría un bocadillo en el stand de enfrente y se dirigiría a su casa a leer, oír música y quizá tomar un trago. Abelardo siempre mostró una actitud de veracidad en la gran mayoría de las cosas que realizaba, en ocasiones era tan previsible que terminaba por ser el hombre más gris y aburrido del mundo. Aquella vez, por ejemplo, nos despedimos y lo vi cruzar la calle, acercarse al stand de enfrente para pedir y esperar su bocadillo. Una vez que se lo dieron se marchó sin volver la mirada atrás; donde minutos antes nos habíamos encontrado –¿por qué habría de hacerlo? A razones que aún no entiendo me quedé detenido por más de 15 minutos en el sitio y lo vi alejarse hasta que la mirada no me dio, hasta que lo perdí en el horizonte… Entonces me lo imaginé dando la vuelta en una esquina, entrar a esa pequeña callejuela donde decían que vivía y dirigirse a la tienda, comprar una cerveza y salir de ella, ingresar a su edificio haciendo rechinar la puerta, subir a su piso arrastrando los pies, ingresar la llave en la despostillada chapa de la puerta de su su departamento e ingresar en el. Le vi preparar la mesa, colocar un plato de plástico para el bocadillo, un vaso de vidrio para la cerveza y después coger algún vinilo de su colección, quizá algo de Jazz, y ponerlo a volumen moderado. Lo vi sentarse dándole la espalda a la tornamesa y comer y beber mientras hojeaba algunos de los libros que recién había adquirido. Sé a bien que todo pasó por mi mente pero no puedo dejar de pensar que en realidad así fue como sucedió, incluso podría jurar que no fue solo una especie de delirio sino una ilusión óptica… El resto del día, si soy sincero, me perdí por la ciudad y varios de sus rincones, no asistí al bar ni me acerqué a su ubicación, no quería encontrarme con nadie y mucho menos con Abelardo, me daba un poco o mucho de vergüenza; era para mí como haberlo visto desnudo en sus momentos más íntimos. No podría haberle mirado directamente a los ojos, no ese día. Llegue entonces bien entrada la madrugada a mi casa y dormí en plena paz y sosiego. Fue a los pocos días entonces que recibí la carta que cambiaría para siempre mi vida.
Me fui de la ciudad un 19 de febrero, digamos unas tres semanas después de ese encuentro con Abelardo en aquella avenida a la cual le he perdido el rastro a su nombre. Me habían llamado de una agencia de colocación para ofrecerme un puesto administrativo en una empresa dueña de varios medios impresos; revistas especializadas, periódicos y algún que otro fanzine. Habré asistido al menos un par de veces más al 2666 antes de mi partida, comentado a un par de los asiduos sobre mi partida pero en general me fui sin despedirme de nadie. Me di a la oportunidad de reescribir mi vida y así fue día a día hasta que en una fiesta de trabajo alguien me pidió que contase parte de mis años previos en la empresa; yo hablé de la manera más honesta sobre mis fallidas parejas, mis constantes mudanzas y sobre el 2666; acerca de las sombras que ahí habitaban, acerca deAbelardo y acerca de la puerta que no habría de llegar nunca a ninguna parte aunque esta fuera abierta, acerca de esa marca en ella que jamás alguien había visto en realidad… Supongo que aquella noche cautivé a más de un par pues a los pocos días me encargaron dejar mi sitio en la administración para ponerme en el departamento de contenido; querían que escribiese sobre todos esos momentos que aguardaban en mi mente. Fue así como comencé esa columna sobre un bar ficticio y todas sus añoranzas, sobre todas las pesquisa que allí se daban por alcanzar un corto logro en los más básicos aspectos de la vida, que a muchos deleitó por años convirtiéndoles de a poco en verdaderos seguidores de mi pluma, lo que claramente me puso en el mapa de las editoriales gracias a grandes compilaciones en diversos formatos y junto a diversos encargos de distinta naturaleza. Fue así, pues, como sin querer me convertí en escritor. O algo muy parecido a lo que ello significa aún en la industria.
Ahora todo vive en mí como en un cuento, visto hacía atrás, con sus altibajos resumidos y con más humor que con su natural revestimiento de acidules. En realidad poco me doy el tiempo de pensar en el futuro, la frontera con el tiempo se hace más angosta cada vez y el miedo en ocasiones me vence las entrañas. Poco en realidad me observo en el presente, he logrado mucho más de lo que pensé alguna vez hacer… Poco miró entonces hacía el pasado, mucho me temo que no podría asegurar haberlo vivido tal cual lo he maltratado todos estos años en mis textos. Poco me queda en realidad, muy poco, quizá apenas las cenizas últimas para el fuego de mis días finales. He optado por ello desde hace meses vivir en ese pasado, en esa bella captura fría de los momentos. Me he confinado a un espacio fijo en el tiempo y en el terreno físico. Me he quedado en casa y me he convertido en Abelardo, en el Abelardo joven cuando yo también era joven. Me he ensimismado y las preguntas y condicionales me recorren a tope las sienes: ¿Reconocería a todos los asiduos del bar si me enseñaran una foto de ellos en tiempos presentes? ¿Me reconocerían ellos a mí?… ¿Si me enseñaran una foto del bar en los años en que yo asistía sabría de quién se trata cada uno de ellos? ¿Ellos sabrían lo mismo de mí…¿Me reconocería a mí, a mí mismo? ¿Sabría a bien quién es Abelardo si me lo topará en la calle sin que quedase alguna duda?… ¿Me lo habré topado alguna vez en todos estos años? Y de ser así, ¿en algunos de esos encuentros él supo quién era yo y yo no quien era él?… Quizá me buscó para reclamarme enfurecidamente por tomar su lugar en las letras, en las hojas impresas y en los relatos cortos. No lo sé, ¿será acaso que todos tenemos un Abelardo en el camino y todos somos un Abelardo en el paso de otros tantos más?… ¿Será por eso que no me reclamó –de haberse dado ese encuentro– o quizá jamás volvió a saber de mí como yo nunca supe más de él? ¿Qué habrá sido entonces de nosotros?
Decir que Abelardo nunca venció la hoja en blanco quizá sea faltar a la verdad. Eso no puede asegurarse. Quizá lo que nunca haya vencido sea ese entramado muro de la popularidad y la certeza de un legado. Quizá él era ese espacio para algo más después de la última vez que se le pide, o quizá ese era yo… Quizá él estaba ahí para abrir caminos y no para transitarlos. Quizá él era aquella puerta que no se abría simplemente porque a él no se le permitía ingresar… Y si esto resultará cierto, ¿qué cosas pude haber logrado yo si no se me ceñía a este camino que me llevó al ruedo que pretendo dominar? Nunca lo podré saber, nunca nadie lo podría… es por ello que ahora me quedo en casa y escucho música dándole la espalda a las bocinas mientras como, mientras bebo un trago de ron o vodka y resuelvo el crucigrama diario hablando en voz alta todas esas cosas que ahora me llegan con la sima de los años. Cosas que no pondré –no podría– tras la tinta sobre un mantel blanco pues a la vida, me queda claro, le debo un misterio y viceversa… Viceversa… Sobre todo porque en las mañanas me encanta abrir las ventanas de mi cuarto y ver como todas esas quimeras –verdades, mentiras y ficciones– se alejan lentamente de mi para llegar a sitios que nunca habré de saber y conocer. No lo sé, quizá lleguen a gente en sus últimos suspiros, o a gente que festeja algo (un año más, un día menos), o quizá le lleguen a Abelardo; esté donde esté, o sea quien sea.
A. G. V.
Mayo 2020.