Sobre Roger Waters y El Muro.
Advertencia: Este no es un texto que pudiera calificarse como reseña y mucho menos crónica. Es un escrito inspirado por el pasado concierto de la gira "The Wall" en México. Un texto sobre Roger Waters, sus últimas giras y su legado.
Roger Waters & el The Wall Tour 2010.
En alguna ocasión Roger Waters mencionó que los más “recatados” fanáticos de Pink Floyd no elegirían al “Dark Side Of The Moon” o el “The Wall” como su disco favorito entre la amplía discografía de la banda, que ese honor recaería mejor en alguna otra de las tantas producciones que hizo alado de sus anteriores colegas de profesión. Y no es que el otrora líder de la ya desaparecida legendaria agrupación inglesa quisiera desprestigiar con la mención de dichas palabras la zona comercial de su trabajo discográfico, sino el atribuir y sumar (creo yo) a la carga emocional de sus devotos, un agradecimiento al seguimiento pleno de su carrera… En todo caso, si nos sinceramos un poco, el compromiso con lo dictado en aquel comentario tenía algo o mucho de razón. A nadie –seamos francos– conocedor a detalle de los pormenores de la banda, le sería sorpresivo el realizar un ejercicio de calculo. Es más, a ninguno le resultará ajeno el hecho de dividir a los más fervientes admiradores de esta agrupación, una de las más conocidas del progresivo, en dos grandes y principales bloques para la elección del disco de sus predilectos. Por una parte se encuentran aquellos que se han inclinado siempre por su primera etapa musical –los primeros 7 discos– y en cuyo caso la gran mayoría elige al “Meddle” de 1971 por clásicos como “One Of These Days”, “Fearless” y la indiscutible y fabulosa “Echoes”, así como también el “Atom Heart Mother” de 1970 por “Fat Old Sun”, “Summer '68” e “If”. Por otro lado, claro está, en contraparte pero no en contra de los agrados anteriores, se hallan los admiradores (en lo que debo incluirme) que prefieren la segunda etapa de la agrupación, última donde participaría el músico citado en esta cuestión, por producciones como “Animals” de 1977 y “Wish You Were Here” de 1975 por temas como “Dogs”, “Shine On Your Crazy Diamond”, “Sheep” o la homónima y bellísima “Wish You Were Here”.
Ahora bien, resulta un poco curioso y hasta contradictorio que el mismísimo Roger Waters se haya embarcado en los últimos años en un par de giras que llevaron por el mundo el universo sonoro de esos dos discos que citamos en sus propias palabras como los menos estimados por sus admiradores al inicio de este asunto lírico. Pero repito, aquel comentario habría sido –y lo habrá (me atrevo a afirmar)– tan sólo un santo y seña para sus adeptos en forma de la palma de una mano golpeando sus espaldas; las nuestras en todo caso; los que hemos seguido no el camino de adoquines amarillos sino de ladrillos blancos, prismas resueltos en arcoiris, cerdos voladores, diamantes perdidos, brisas de acero, corazones atómicos, almohadas de viento, puentes quemados, dominios astronómicos y controles dados bajo el corazón del sol (por citar algunos referentes). Y es que el caso aquí, quizá, en una humildad desteñida por los propios egos en juego; el del mismo Waters que es bastante conocido y el de nosotros, los fanáticos de corazón –y años– que podemos darnos el lujo de contar con ese kilometraje andado de los lustros, que justifico las andadas en un simple examen de conciencia. Una revaloración de aquellos materiales que no sólo han quedado para los fans, sino para el mundo musical en general. Materiales con la calidad acostumbrada –alta muy alta– además del buen recibimiento de la industria. Algo así, pésenos donde nos pese, que no debería de, en el orgullo de haber elegido ya nuestro álbum favorito, se llama legado… No podemos negarlo, ambos discos en falsa disputa desde el inicio de este texto revolucionaron no sólo el género al que se atiene la banda, sino la música popular para siempre. Ya sea en el hecho de la ingeniería de sonido en un “Dark Side Of The Moon” que hizo que la producción de un álbum jamás volviera a ser pensada y diseñada de la misma manera (y en cuyo caso tiene mucho merito Alan Parker), como en el de un show mass-media interdisiciplinar por todas luces como se intentó en sus años con el “The Wall”… Es el legado, el legado, pues, de los años de fabricar historias, diseñar resonancias, crear universos y mantener sobre todo a flote una ideología pacifista y humana; que nos encontramos aquí, en estos años, con la oportunidad de una revaloración de aquellos álbumes que marcaron para siempre cierta historia de la música.
Es un mundo globalizado, sí (que en cierta parte le dio la razón a muchas de las cosas dichas en los 70s por la banda), con los avances tecnológicos a flor de piel (y aquí espero no sonar arcaico en un par de años aunque el anhelo sea casi imposible) y con un poder de nostalgia tan mayor como el ejercito de hombres, mujeres y niños al servicio de los himnos culturales del pasado. Es el mundo en el que Roger Waters se ha embarcado en esta década que termina, con el relanzamiento no únicamente sonoro sino visual, muy visual, de sus obras más sonadas en el mundo nuestro.
Ahora bien, tuve la afable oportunidad de vivir ambas giras. De asistir al foro sol y revivir en una primera parte clásicos de Pink Floyd, clásicos de Waters en su carrera de solista, de gritar a los cuatro vientos muchas de sus letras y rendirle un merecido homenaje a Syd Barrett cuando su rostro apareció a la mitad de “Shine On Your Crazy Diamond.” Asimismo, tuve la oportunidad de ver ese cerdo volando sobre las cabezas de los asistentes. Reviví, pues, como era anunciado, el “Dark Side Of The Moon” en su totalidad, sintiéndome ajeno a este mundo y creyendo que allí, cerca de mi sitio, existía algo mejor a lo que aspirar y aprehenderse. Fui bañado por ese arcoiris gigante como cascada y mi cerebro nunca supo a donde mirar con el sonido cuadrofónico que nos hacía perdernos en el entorno. Fui participe del juego cerebral, y la luna –la misma luna– se dejó conquistar posando por encima del escenario... Algunos lo recordarán con grácil caricia de soberbia, con presunción. Fue quizá una de las noches más bellas que hayamos vivido hasta ese entonces. Nuestros anhelos estaban casi en su entereza sedados, fue algo único y especial que, lejos de la arrogancia de mencionar que he podido asistir a muchos conciertos en lo que van de mis años de experiencia musical, dictó y rigió un nivel imposible de alcanzar. Fue algo espectacular, una fuerza mayúscula. El mundo, pues, comenzó a ser más simple desde ese día.
No fue hasta hace unos meses, cuando los rumores comenzaron a sonar, que al cabo de unos cuantos días el anuncio oficial se hizo: Roger Waters saldría de gira nuevamente, esta vez, con el show de “The Wall”. Las primeras declaraciones fueron tomadas como exacerbadas ya que el músico inglés dijo que si bien no había vuelto a retomar este espectáculo en 20 años, esto se debía a que la tecnología para realizarlo tal cual él siempre lo había visto, no había sido creada. Muchos no supimos que pensar, así que imaginamos, lo hicimos como lo habíamos hecho momentos antes de entrar al Ex-Autodromo Hermanos Rodríguez para alejarnos del mundo. ¿Qué traería consigo ahora este hombre con un ingenió casi exclusivo en lo que se respecta a los conciertos de rock? No pasaron ni muchas semanas ni muchos ruegos para saber que la ciudad de México estaba en la lista de las ciudades en las que aterrizaría la gira. La lucha por los boletos comenzaba, pero esa, al cabo de su desenlace, muchos ya la conocen.
Con boleto en mano, pues, al igual que muchos de mis colegas más allegados y ajenos, esperé. Esperé como quien desea arribar a la meta de un largo camino donde nada se sabe y todo puede pasar. Conservado en mi integridad, por azares de la fortuna, me presenté esa noche junto a mi fe y unas expectativas muy altas, inclusive más que eso (siendo la primera vez que me dejaba conquistar antes del concierto en si; esto debido a mi anterior experiencia ya citada) en un palacio de los deportes al que he asistido tantas veces, pero en esta ocasión con la inusitada inocencia con que un niño espera el comienzo del show circense –o los pubertos contemporáneos (o jóvenes mediocres e inmaduros) el arranque de una nueva cinta de Harry Potter o algún capitulo más de cualquier situación de esta boga vampirezca tan sosa como trivial– para dejarme llevar por lo que para mi y muchos era un momento trascendental en nuestros agrietados relojes de arena. Sentado, por fin, en mi asiento, frente a un muro frente apenas construido y un enorme hueco al centro, esperé, esperé de nueva cuenta pero tan sólo los últimos minutos que limitaban un anhelo ni siquiera pensado o soñado en mis listas de gente a ver o escuchar en persona... A las 20:30, como ya se sabe, el show dio comienzo con la extraña característica de que la mayoría de los presentes sabíamos ya el orden de las canciones a escuchar, la historia a escuchar, pero faltaba el ritmo, el acercamiento a la actualidad y sobretodo, la grandiosa presencia de la puesta en escena en cada una de las interpretaciones. El show individual de cada una de las partes. Marionetas gigantes, juegos de luces, explosiones, sonido circundante, proyecciones alusivas como criticas a una sociedad consumista y sobre todo bélica es lo que nos fue inundando no sólo la mirada y los oídos, sino el sentimiento y la pasión que para cuando acabó la primera melodía, ya no existía más adentro sino a flor de piel.
Canción tras canción, entonces, ladrillo tras ladrillo que fue armando el muro hasta completarlo y ofrecernos una de las pantallas más grandes y peculiares jamás vistas, fue que se suscitó la noche. Fue que las minutos y las horas se fueron extinguiendo hasta el arribo de ese momento, crucial en el espectáculo, en que todas las voces presentes –que no habían dejado de soplar a la distancia los ecos de las letras con la energía de la chimenea de un barco– exigieron el derrumbamiento de esa pared construida por la ensombrecida historia de “Pink”, personaje central de la historia de “The Wall” que el muro cayó. Y calló. El concierto, que se había convertido en una aventura onírica excepcional e inaudita había llegado a su última melodía, a su último fragmento; con los retazos sobre el suelo de aquella construcción que habíamos visto poco a poco erigirse, había llegado el fin a una velada que de nueva cuenta nos dejó a los presentes con las ansías agotadas y la sangre alborotada. Con la mirada sumida en el extravío de un delirio mágico y las pesadillas agotadas en seis simples cuerdas de guitarra. El momento de despertar ante una realidad más cruda y mordaz, la cual también había sido participe dentro de los mensajes dentro del show había arribado y el contacto era innegable. Al salir del foro todo era como antes. Como siempre ha sido y ha de ser…
Está bien, sí, quizá las pasiones se desbordan sobre la mesa cuando uno recuerda tales eventos, pero creo que ciertas personas –que saben de lo que hablo por experiencia propia– perdonarán tan trastabillado texto. Es causa natural de lo vivido. No siempre se está dentro de las entrañas de un sueño tan conmovedor como impresionante.
El concierto pues ha quedado atrás. Se ha rebasado y superado ya la línea de la expectativa, de la hora cero y ahora hay que ir delimitando los terrenos de los vivido… Quizá, si no es traición, podríamos asentar las pasiones y detallar más en el mensaje. Aquel donde se critica al consumismo y a ciertas marcas que, hay que decirlo también, deben formar parte del equipo técnico de la gira. ¿Será entonces como la regla del marketing mundial solicita: una critica y publicidad al mismo tiempo? No lo sé, quizá tan sólo sean ironías de un mundo enrizado en los pequeños objetos pero no en los pequeños detalles… Ocurrencias y sarcasmos de un momento vago donde la comunicación se ha intentado dar paso, quizá (aún recuerdo a aquel “hijo de Dios” que al finalizar el concierto aventó su vaso a media cerveza contra ciertos humanos de mi sección) pero que por otro lado, en su naturaleza social, nunca se sabe a ciencia cierta si se logrará. ¿Basta con soñar tal vez, con vivir el sueño como lo hemos hecho los asistentes a tal evento, a tales eventos; a las dos giras donde el buen Roger Waters se ha redimido, ha sonreído y nos ha revitalizado dos discos que al principio, en palabras suyas de hace algunos años, citó como alejados del gusto en primer plano de sus admiradores? No lo sé, lo que me queda claro es que nos ha mostrado su ingenio, nos ha cacheteado con su lagado y nosotros, gustosamente, hemos puesto no únicamente la otra mejilla sino todo el espíritu de nostalgia y creencia en ese movimiento contracultural que alguna vez, hace décadas atrás, tuvo la noble ilusión de hacer del mundo un lugar mejor a través de la música. ¡Vaya!, que tiempos aquellos. De tan sólo recordar lo mal que está todo este asunto, incluyendo el musical, me dan ganas de volver a ese gusano del tiempo pasado donde las cosas se decían con valor y ensoñación. ¿No podríamos vivir en un mundo así al menos un par de años?, ¿no podrían ese par de giras repetirse y perdernos en sus alucinantes laberintos de buenos deseos?
Yo aquí termino, sin recelos ni conclusiones determinantes. Me quedo con la pasión desbordada en dos de las noches más alocadas y bellas de lo que será mi entera vida al final de mis recuentos. Sé que quienes estuvieron ahí, empuñando su voz en conjunto con la mía en esos días, lo entenderán y sentirán una fuerza similar. Me despido con los puños cerrados, mirando al cielo y soñando en alumbrar todos los espacios oscuros de las personas, y derrumbando todas las murallas y fonteras sociales del mundo.
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