Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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España, 2009.

El que Busca Encuentra

viernes, 15 de abril de 2011

Un Día

Vía Libre.


Un Día.

A. Güiris V.

Justo cuando las aspas del helicóptero en el que viajaba Susana empezaron a fallar, cuando los remaches comenzaron a ceder y el destino de sus tripulantes estaba echado a la suerte como una moneda sin cara, Alberto se levantó de ese sueño que recurrentemente había tenido un par de veces cada noche en los últimos quince días y que lejos de ir tomando fuerza, empezaba realmente a apenarlo. Aquella visión no era otra mas que la de su abuelo, muerto desde que él tenía seis, acercándosele en un prado enorme (gigantesco) que lentamente se iba convirtiendo en una ciudad por total desconocida, quizá el Londres de mediados de los 70s, para decirle, con acento de nostalgia, que cuidara a su familia, que hiciera y diera todo por ella. Que la amara. Al principio, sobra decir, Alberto sintió que la locura por fin le alcanzaba el tuétano de su inmaculada imaginación y que todo estaba echado en suerte, luego (por así decir), de un devenir de emociones trágicas donde predominaba el temor al propio deceso, la vergüenza, o algo parecido, le paso por la cabeza.

Se frotó los ojos, aún se sentía un poco ebrio –el olor a ron aún permeaba la habitación vacía que era su cuerpo– y encendió el televisor. Eran alrededor de las 8:30. Se preparó un café que a los dos sorbos tiró por el retrete (jamás le había tomado gusto a ese tipo de bebidas) e intentó dormir de nueva cuenta en el sofá blanco que acababa de comprar, no lo logró, subió nuevamente a su cuarto. Miró por la ventana a la ciudad y suspiró. Por un momento llegó a ver ese mismo cuadro en el que al final de su sueño, el abuelo desaparecía detrás de una neblina espesa. Buscó entre su ropa interior las botellas que guardaba para ocasiones como esa y se preparó una mezcla que había aprendido en Playa para curar la resaca. Dos tantos de ron, un tanto de tequila, otro igual de vodka, gaseosa y limón. No tenía hielos. Bajó por las escaleras de servicio con su trago en mano y cruzó el jardín hasta llegar a la cocina. Intentó comer algo pero todo le daba en demasía asco. Se paseó por la sala, vio desordenados todos sus acetatos y decidió escuchar algo. Últimamente había centrado su fuerzas en Gustav Holst y Mussorgsky (le habían encargado un par de guiones para una serie de ciencia ficción infantil,) así que prefirió algunos Blues. Encontró rápidamente sus viejos álbumes de Leadbelly, Lightning Hopkins (¡Por Dios!, cuanta le gustaba Lightning Hopkins cuando joven), Koko Taylor, Skip James y Memphis Slim, pero al final se decidió por aquel long play, ni tan viejo, donde James Cotton se juntaba al cuarteto de Charlie Haden. Estudió las canciones, asentó la cara B y puso aquella de “Sad Letter”. Se sentó en el suelo, recargó su nuca sobre la pared donde tenía esa pintura enorme que había conseguido en su último viaje a Rusia y se bebió apaciguadamente su trago hasta terminarlo. Vio el fondo del vas y un poco de tristeza le entró por las cuencas oculares. “Si el mundo guardara silencio”, se dijo, con los ojos cerrados y la cabeza hacía el techo, “podría oír como el fin se acerca. Como el fin no está tan lejos y nos tiene ya abrazada la vida.” Suspiró y la tristeza se esfumó en forma de vaho maloliente. Suspiró de nueva cuenta. Se levantó, se acercó al aparato y regresó la canción. Los ánimos le volvían, las ganas le nacían en el recién inaugurado día. Las ideas también comenzaban a llenarle la cabeza. Subió a la planta alta por las escaleras principales y se sirvió otro trago. El televisor continuaba encendido. Tomó el pasillo y se dirigió a su oficina, su recinto pulcro y sagrado de saciedad; lleno de ese olor a madera fina y tinta añeja por su extensa biblioteca. Apuntó dos que tres ideas para usar más adelante. Salió y dio un vistazo a los demás cuartos de la casa. El cuarto de juegos; que aún no tenía ningún juego, el cuarto de visita; virgen y sin cama, el espacio para la lectura; amplio y sin ventanas y el cuarto que había guardado para el hijo que algún día tendría con Susana. Pensó en ella.


Cuando los bomberos llegaron había poco o nada que hacer. El trafico los había cercado y para cuando su arribo se dio, el fuego en si mismo se había controlado. El público era expectante, había dos que tres mujeres en pánico que no dejaban de llorar y un par de hombres con quemaduras o manchas negras conseguidas obviamente por tratar de acercarse a ayudar. Sobre el caos reinaba un poco el orden, nada más que el respeto que se tiene cuando la muerte se encuentra cerca y uno no quiere llamarle del todo la atención. Las mangueras comenzaron a cesar los retazos de calor que aún se negaban a desaparecer cuando los policías llegaron y con estos la ambulancia. Un par de hombres trajeados se acercaron por fin a los restos mientras algunos policías cercaban el sitio. Más gente comenzó a llegar. El cielo de la ciudad comenzaba a tornarse oscuro, a mimetizarse con el humo. Un anciano dijo que pronto llovería. Las mujeres no dejaban de llorar y uno de los hombres manchados con ceniza comenzó a hacerlo de igual manera. Sobre el concreto un brillo especial captó la atención de uno de los trajeados. Este se acercó y lo levantó con una pluma. Era parte de una pulsera.

“¿Qué será de ella?”, se dijo mientras contemplaba el cuarto. Mientras recordaba como imaginaron y escogieron juntos ese espacio, mucho, pero mucho antes del divorcio. Los dos querían tener un niño, hombre, varón. Se llamaría Luis y sería de espíritu aventurero. Una de las paredes habría sido pintada como el cielo (con varias formaciones de nubes pero sin el sol), otra como selva (con árboles frondosos y varios animales), la tercera con un enorme barco en medio de una estrepitosa tormenta y la última en blanco; un lienzo para el futuro artista de la casa. Alberto se imaginó por un momento esa vida, con su hijo en las rodillas pidiéndole que terminará de leerle el cuento. Él pidiéndole a Susana que lo atendiera mientras hacía una anotación en su oficina que recién le había llegado a la cabeza. ¿Habría hecho esa novela de humor negro sobre un club de mujeres divorciadas asesinas que tanto augurio le daba en sus años de universitario?, ¿habría sido más delgado, menos calvo, más abierto? ¿Habría sido Luis un niño sano? ¿Y Susana?, ¿habría sido feliz, muy feliz? ¿Habrían llegado juntos a ser viejos? Terminó su trago y de nuevo bajó a la sala. Quitó el disco de James Cotton y permaneció un largo rato en silencio. Apenas se escuchaba el televisor a la distancia. No le gustaba sentirse solo.

Los restos fueron llevados al Semefo para comenzar las arduas tareas de reconocimiento. El encargado dijo de primera mano, al verlos, que sería difícil. Que sería difícil esta vez. Eran 4 personas, los detalles –más bien– de 4 personas las que se encontraban en las planchas de acero frío teniendo como duro jurado a un par de detectives, un medico forense y tres de sus más experimentados asistentes. Uno de los presentes dijo que al menos un par de ellos no murieron en el impacto. Susana, sin que nadie en realidad se lo pensase, pudo haber sido uno de ellos. Era lógico; si al menos algún conocido hubiera podido escucharlo. No fue sino hasta la noche, empero, cuando tuvieron los 4 nombres confirmados, que las autoridades buscaron y hablaron a sus familiares. En el caso de Susana fue a su esposo, él cual al oír la noticia no pudo más que quedarse mudo, colgar, decírselo a su madre, que estaba de visita aquella noche y juntos subir al cuarto del pequeño Raúl para arroparlo. Hacía un poco de frío.


Pasadas las 7:30 de la noche Alberto se levantó de su silla, llevaba todo el día trabajando. Frente a él tenía terminados los borradores de ambos guiones que tenía de encargo. Le habló a un amigo, le habló a su representante y le habló, al final, al productor del programa. Le dijo que había terminado los borradores y que en ese mismo momento se los estaba enviando. Holst sonaba a todo volumen por la casa cuando bajó a prepararse un emparedado de jamón serrano, lechuga, mostaza y pan de centeno. Una pequeña pulsación le incomodaba en el corazón desde hace un par de horas. Pensó en hablarle al medico pero prefirió comer, tenía hambre. Mucha hambre. Al cabo de unas horas apagó la música y todas las luces de la planta baja. Se dio un baño y se dispuso a dormir. Programó el televisor y cerró los ojos mientras oía las noticias deportivas del día. Cayó en profundo sueño, soñó a su abuelo, soñó lo usual en los últimos días. Soñó entonces que su abuelo desaparecía por una espesa neblina pero en esta ocasión, por vez primera, y sin saber porque, se atrevía a seguirlo. Cruzó el muro de humo y se tardo en enfocar, en encontrar de nuevo siluetas conocidas con la mirada. Cuando lo logró, se encontró volando, sobre las nubes, sobre la gente, sobre la ciudad que era de un tamaño diminuto. El rotor sonaba a marchas forzadas mientras él continuaba elevándose. El mundo se convertía lentamente en un pequeño pedazo de arena sobre la inmensidad del universo. Sonrió, lo que veía era tan indescriptible como inesperado, se sentía en las mejores manos del mundo. Respirando el mejor aire del mundo. Cerro los ojos y jamás volvió a despertar.

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