Vía libre.
Todos los Fines del Mundo.
A. Güiris V.
“Ha fluido la sangre incansablemente en mis venas, yo he fluido a veces con cansancio en las venas de la vida.”
Edmundo Valades.
El pequeño Jacobo dejó de tenerle miedo al fin del mundo a los 28 años. Y no es que ahora, a sus 35, se le pueda describir como un tipo valiente, no, algunos incluso le continúan considerando como noble con tal de ocultarle su frágil carácter. Siempre ha sido un buen tipo. A sus 7 años, por ejemplo, no podía imaginarse otra cosa más que las consecuencias de esa hecatombe final (no el hecho en si), y en su inocencia –perdida en la virginidad de los actos humanos– nunca le fue permitido formar parte del suceso. Se veía fuera de la humanidad, como un único sobreviviente en un mundo que simple y llanamente se había quedado vacío de un día para otro. Se imaginaba pues, bajando a desayunar, solo, con una fuerte aprehensión que le calaba su recién inaugurado corazón por extrañar en demasía a su familia; a su madre y su sazón, a su padre y las “luchitas”, sus hermanos (y los juegos) y sus peluches (y sus abrazos). A los 9, en cambio, cuando ya formaba parte de la palomilla de la cuadra y era ya un ente rebosante de aventuras diurnas (¡como olvidar la cueva y la casa embrujada!) y se atrevía ya a deducir el hecho –que constaba de grandes y cuantiosas explosiones por el cielo cual guerra estadounidense, cual televisión– aún continuaba mirándose como un sobreviviente. El sobreviviente. Le gustaba verse, entonces, surcando las más impresionantes aventuras en solitario, reconquistando el mundo, volviéndose viejo ante las cenizas de todo lo que alguna vez. A sus 15, como todo, las cosas habían cambiado; la complejidad se había perdido en el camino y tan sólo le quedaba en las entrañas –al hacerse presente el pensamiento de ese acto final– el temor universal de morir. Simplemente de morir. A los 19, habiendo ya servido a ciertos pecados de origen, lo único a lo que temía era a no vivir lo suficiente.
Para los 25, cuando la vida le debía de cambiar; venir a menos, como bien le había dicho Raúl, su mejor amigo de la universidad, Jacobo no sentía las deudas que a muchos de sus contemporáneos afligían, que a muchos de sus compañeros y amigos les dolían. Había sobrevivido ya a tres llamados del Armageddon y fuera o no fuera por eso, fuera o no fuera por los consejos de Raúl, Cristián, Osvaldo u otros de sus colegas, Jacobo se había dedicado a vivir en los últimos 5 años rápida y efusivamente. Tanto así que cuando, ¡una vez más!, la moda del Apocalipsis tocó a la sociedad, este se dedicó a mirar por encima de los hombros a todos los temerosos y les espantaba golpeándoles bajo los codos y dejándoles en la conciencia mezclas erróneas de profecías antiguas, mitológicas y modernas para que creyesen que este sí, este sí sería el verdadero final. A cualquier desastre natural, cualquier noticia de mala fe o acto que se supiese negativo, le ponía sentido histórico y de predicción. Le divertía la paranoia social. Le divertía el color del miedo. Le divertía el mundo y la vida, le gustaba sentirse vivo, vivo para seguir viviendo… Al llegar a los 28, como ya se sabe y he dicho, la catástrofe final era una jugarreta más de mala gana para él que algo que en realidad podía tomarse en cuenta. ¿La razón? Digamos que para esa edad, se quiera o no se quiera creer, ya la había conocido. La había tenido de frente. Frente a frente. No obstante, no sería hasta más tarde que la entendería.
La vida, pues, para él, siempre debió ser un simple recuerdo, un simple recuerdo/muro construido por ladrillos de momentos. Momentos mágicos, terribles, andantes y cansinos. La vida se debía de gastar, hasta el más mínimo detalle y sin ahorrarse nada de ella. Se debía de dejar exhausta bajo la vía, bajo las piedras y sin adeudos. Sin cobranzas. Para los 30, entonces, podemos decir que Jacobo había cumplido la primera parte de su proeza; dejarle al fin del mundo los restos de algo que ya había sido consumado en su mayoría. “Para que morir de viejo” se decía, “si se puede morir cansado.” Para esos 30, pues, Jacobo ya había besado a más de 20 mujeres, algunas de ellas de mala fama, había malgastado miles de pesos en revistas, discos, películas y vicios. Había caminado por 3 continentes; viajado, se había perdido y primeramente sentido el miedo de lo desconocido para después enfriarlo con el calor de la adrenalina del explorador. Se había creído todopoderoso y había caído. Había sido arqueólogo, científico, abogado y policía, también luchador. Se había dormido en el desierto y en los bosques. Había nadado en ríos, mares y lagunas. Había sido mordido y había enfermado; incluyendo esos tres días en que no pudo caminar. Se había recuperado. Había olido la tierra mojada al despertarse. Había pescado y había dejado libre a su presa. Había salvado y matado. Había visto los más bellos horizontes; en la sierra, sobre el aire y al límite del océano. Le había visto todos los colores al cielo: verde, morado, azul, rojo, naranja, negro, etc. Había corrido después de romper un vidrio, un alma, una nariz. Había soñado con volar, con leones, con casas y causas perdidas en medio de la selva. Había robado. Había sido un cobarde y un valiente, había ganado y había perdido. Había servido y había sido servido. Había trabajado en un bar como mesero, en una escuela como maestro, en un edificio como conserje, en un viñedo como esclavo. Había tenido su banda de rock donde había sido cantante y guitarrista. Había intentado con el pop secretamente. Había compuesto canciones que nadie jamás escuchó y algunas otras que gustaron a un par de personas. Había dejado sangre en un terreno de futbol americano, de soccer, de baseball y de basquet. Gustaba de ver el Jai Alai y el Golf, ¡les entendía! Había dejado restos de si en las cantinas más pueriles y las discotecas más galantes. Se había drogado, reído sin sentido por más de media hora con sus amigos más cercanos. Había fumado y tragado el humo de la vid hasta sentirse mareado. Se había emocionado hasta las lagrimas con una película, una actuación, una novela, un concierto. Se había quedado sin voz más de cien veces. Había saltado por pozas y cascadas. Sentido frío y calor. Se había roto una pierna y un brazo, quizá también un poco la razón. Había escalado, sepultado y asesinado en pensamientos profundos de ira. Había hecho el amor con más de una mujer en sueños. Y había deseado ser rico y había vivido días u horas como tal. Había cantado e intentado cantar; jamás olvidará cuando lo corrieron de aquella cantina y salió tambaleante y ebrio mientras iba intentando entonar por las calles esa canción tradicional irlandesa que habla de una rosa roja a pesar de estar en un clásico pueblo del bajío. Había visto la vida y la suposición del romance. Había amado.
Había amado, sí, y amado como lo dicta la vida; una vez nada más y sin pedir nada a cambio. Había sido rechazado, rechazado porque la vida era así para él, un muro de momentos que uno construye y no deconstruye. La había conocido de la manera más especial en que se puede ver a una mujer por primera vez; no entre un lecho de rosas, encima de una nube o dentro de la galantería de un sueño hecho realidad, no, sino como una parte más de la vida, de la realidad existente que uno quiere y desea inmediatamente sumar a sus años. Como resorte del alma, como calambre en el cuerpo, como espina en el corazón. Como realidad hecho sueño y con el ojo y el corazón tan abierto como el cielo en un día despejado y hermoso. La había visto y no soltado jamás, su corazón le había prometido jamás abandonarla; no hasta este día al menos que se cuenta hacía el final, no hasta la muerte, no hasta que el mundo termínase. No hasta ese día último, el último día. No hasta que se tuviera que rendir cuentas, donde él entonces hablaría de ella y el mundo hablaría de ellos. Y es que no ha habido día en que no piense en ella a pesar de todo… Había amado, sí, y amado como la vida nos permite; negando y aceptando. La había negado y la había aceptado. La había escuchado, la había soñado, la había olvidado (como ilusión) y sobre todo, la había hecho reír y le había llorado. La había hecho emocionarse y la había decepcionado. Le había dicho que la quería, que la amaba y alguna vez, casi en sueños, le había dado un beso en la frente. Le había visto una noche, quizá la mejor noche de todas, y le había tocado las manos. La había visto feliz, a su lado y sin reparos, queriendo que el tiempo se detuviese y todo pudiese quedar en ese segundo, en ese instante… Alguna vez, acaso, le oyó decirle a ella cosas con cierto cariño hacía él, y él se había sentido fuerte, fuerte tan fuerte como un martillo para comenzar a crear todo de nuevo... Le había ofrecido, sin exigencias, la mayor parte de si mismo. La ocultó, sí, la ocultó como quien oculta la mejor parte del día para los amigos más queridos, como quien esconde el tesoro para la mejor parte de su vida; cuando se pueden por fin contar las riquezas… Pero el mundo y la vida habían escrito la historia de otra manera y con ella, a fin de cuentas, Jacobo se ganó su fin del mundo. Se ganó su valor para hacerle frente a los mitos. No lo entendió hasta ese momento, hasta ese momento en que dejó de tenerle miedo al fin del mundo a los 28. Cuando la dejó partir de su corazón.
“¿Cómo tenerle miedo a la muerte cuando la vida se me ha dado como una bella película sin final? ¿Cómo?” Se pregunta ahora, en estos años, cuando camina por las calles esperanzado a que un meteorito caiga por sobre el horizonte y todo acabe por fin. “¿Cómo sobrevivir sin tener ganas de ir a otro lugar a contar todo lo que hemos hecho aquí?, ¿cómo?”... No lo imagina, no lo concibe. Quizá no lo haga nunca. Nunca. Ahora bien, no podemos decir tampoco que Jacobo haya vivido ya, a sus 35, todo lo que un hombre pueda llegar a vivir en una larga vida como para llegar a esas conclusiones. Éstas, en todo caso, forman parte de esa otra historia que como muchas otras de corte amargo, reverdecen en ocasiones sin dejar de ser narrables… pero ya tendrá su tiempo; ”...todo a su tiempo”, como dice el buen Jacobo, “…todo a su tiempo… y hasta el fin del mundo”. Pero si bien somos honestos por otra parte, ha tachado ya más de los esencial en una lista que dista mucho de los reglamentos seculares, sociales y escolares. Más de los que muchos hombres a los 45 o 50 pueden presumir. Ha vivido, sí, y ha vivido bien. Tanto, que está preparado para sonreír en ese último segundo, en ese último instante en donde está seguro, todos buscarán a quien abrazarse con temor, con sudor frío y dolor; no para ver su vida pasar, sino por todo lo que dejaron de hacer.
Después de los 30, claro, le tomó cierto sentido profundo al sonreír. Y no ha habido otra cosa que lo haga más sonreír que recordar. Recordar e imaginar, imaginar que por fin Dios, o quien debiese ser, quizá la Madre Naturaleza, decida por fin darle gusto a los miedos del hombre y acabar con su creación, hacerlo poco a poco. Dejar que los despidos se presenten con nostalgia mientras una especie de mensajero da cuenta de los hechos de cada uno de los habitantes de esta tierra. Primero las plantas, luego los animales, después el cielo y el infierno y al último el hombre, ya inmerso en un vacío infinito para que por fin se percate de su rol en este mundo. A sus 35, claro, tiene muchas que contar, muchas más que inventar y unas cuantas anécdotas de las cuales apropiarse. Sabe que todo tiene un fin y que el mundo se termina a cada día. Sabe que todos los días se acaba el mundo, que el final no llegará sino hasta que nosotros ya no estemos aquí. Que no nos hemos ganado el derecho de contarlo. Sabe que hay que despertarse a cada día a construir el mundo a pesar de las explosiones, los extrañamientos, los temores a morir y las vidas ya hechas y gastadas. Sabe que todo tiene su fin, que a él se le ha acabado el mundo, que ha tenido su fin y que esa hecatombe tiene, para cada persona, nombre de mujer, de hombre, de premio, tarea o trofeo. Que el mundo es cruel. Que en su lecho de muerte, cuando por fin el mundo a través de él llegue a su final, el último final, su último final, verá primeramente todo eso que hizo y se sentirá cansado, muy cansado. Entonce reirá. Entonces verá todo eso que no hizo, todo eso que faltó, todo eso que es dolor y no lo es a la vez… La vera a ella, lo que nunca pudo hacer y ser. La verá, y su final del mundo habrá llegado de tal manera que nadie se la podrá quitar; será suya, suya para siempre y en memoria, sabe que se la llevará, se la llevará para siempre; para hablar de ella y seguir hablando de ella. Para contar todas sus historias como si hubieran estado siempre juntos… Será su final, su final del mundo, como todos los tienen a diario y en vida... Sí, Jacobo –el pequeño, el noble, el valiente, el frágil– hoy no le tiene miedo al fin del mundo, sabe que llegue como llegue, su destino está pactado para poder sonreírle a la belleza. Y así, sin más ni más, los miedos han quedado atrás. El fin del mundo, en realidad, para él, es muy poca cosa.
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