Vía Libre.
Una Pequeña Historia de Amor.
A. Güiris V.
La verdad es que Rodrigo y Helena si tuvieron sus pequeños “enceres”. ¡¿Para qué negarlo?! Justo sería decirlo y no dejar que se desvanezca el amor y la ilusión que florece siempre en las caries del “Rodri” cuando se lava la boca en las mañanas de resaca. Por ejemplo, ¡y como principal símbolo de su unidad!, tienen esa foto donde aparecen casi juntos –a 5 cuerpos de distancia– en la 8va reunión de la nada apremiante generación 1986 – 1990 a la cual asistimos todos. La única a la que ha de asistir él (pues ha prometido ya no volver), curiosamente la única a la que ha asistido ella; anunciando su presencia con “bombo y platillo” con varios meses de antelación pues ya no vivía en el país cuando ésta se llevo a cabo. Guarda también –y con mucho recelo– ese amuleto en forma de moneda de diez pesos que su prometido le dejó como propina cuando fueron a tomar un par de cervezas al bar donde trabajó como mesero dos años, “Salón Lexico”, así como la anécdota, cuasi novela de aventuras, de cuando se los topó en la calle aquella misma tarde y lo saludaron, ¡le dio la mano!, y los invitó sin esperanza de que en realidad fueran a asistir. Tiene la imagen, en la pupila, en el iris, en la cornea (y aún jura que si lo miras detenidamente la puedes llegar incluso a describir) de cuando entraron por la puerta. Primero él, ¡bah!, no importa, un tipo cualesquiera (bofo y con corazón de marca) y detrás ella, ¡sí!, con ese vestido blanco con el que la ha soñado la mayor de las veces. Con el que practica su vals imaginario… Tiene el mismo sudor de ese día en las manos cuando se enfrenta al atardecer, tiene aún el temblor en las rodillas y las cenizas de los nervios acaecidos. Tiene la exacta versión (doble de lujo) de aquel disco, aún en su forro original, de Chet Baker que compró después de encontrársela con sus amigas en la tienda de discos y oírle decir que sería un bello regalo, una buena seña de que en realidad la conocían. Tiene la discografía completa de Baker bajó el colchón. Tiene una caja cerrada con el perfume que usaba nocturnamente los sábados, la casi notoria sensación de su olor en la mañana siguiente y una descripción detallada de su mascota escrita sobre una servilleta de papel. Tiene el recuerdo, sí, y la promesa de un café, de la broma malgastada que terminó en esperanza y sueño roto. Tiene aún la bondad de no usarla cuando sangra de la nariz en épocas de calor… Es más, aún se sienta en la banca del parque creyendo que ella lo cruzará entre las tres y cuarto y las cuatro y diez para llegar a su casa… Aún se imagina en las ramas de ese abeto, escondido, espiándola con binoculares y siendo ellos apenas unos niños inmersos en la década de los 50s: ella con crinolina y esas faldas bombachas, él –en su intento de ser un tanto más “macho”– con su camiseta blanca, su chamarra negra de cuero y sus gafas oscuras. Incluso aún se ríe al verse caer de aquel árbol enfrente de ella. Aún suspira al casi tocar su pelo mientras ella le cura las heridas después de llevarlo a su casa en la misma fantasía… Aún le lleva serenata, la más bella de todas, mientras se baña. Aún suele creer tener buena voz bajo el manto de la regadera. Aún conserva, sí, esa fotografía donde aparecen casi juntos, sólo a 5 cuerpos de distancia, donde él claramente la mira a ella, y ella posa para el lente.
Sabe que cuenta con sus palabras, con sus vertidas letras en aquella carta anónima que supo, en sus tiempos, le gustó, le gustó mucho, mucho y mucho. Sabe que al menos la guardo en su cajón privado (ese lugar secreto, cual corazón, que tienen las mujeres para las cosas que no deberían ser de naturaleza material) por lo menos un par de años. Sabe que lo buscó, que lo buscó y sabe, a ciencia cierta (y cruda), que nunca lo encontró. Que si lo hizo, fue dentro de un mejor empaque, con diferente nombre y un aliento más fresco… Sabe que ambos lloraron con esa misma película y en esa misma escena, aquella donde Clint Eastwood se le aparece a Meryl Streep en medio de la lluvia. Sabe que conoce la letra de un par de canciones que a él le agradan y que con el tiempo se han convertido en su favoritas. Sabe que en algún momento de su vida, estando un poco ebria, dijo que él le caía bien. Sabe que lo dijo, de varias fuentes. Lo sabe. Es lo único que sabe, y lo que le ha hecho vivir viendo hacía adelante.
No es que uno quiera levantar falsos o mirar las cosas a modo, no, esa teoría no nos concierne del todo aquí. No somos del todo tan optimistas como parece. En realidad, no es que Rodrigo, ahí, tirado a mitad de la calle después de ser atropellado por un taxista se preocupe por la vida y la verdad. Sabe en realidad que él y la “hermosa” (como le gustaba describirla) de Helena tuvieron sus “enceres”, sus asuntos. Aún los recuerda, conserva, guarda y suspira. Sí, suspira mientras los paramédicos le dan la mala noticia, a pregunta expresa suya, de que seguirá vivo, que aún se debe mantener un par de años, acaso un poco más, solventando el grandioso y magnifico esfuerzo de imaginarse una vida a lado de ella. Aún la piensa, sí, la ama y la extraña. Lo ha dicho, se lo ha dicho al cielo mientras lo levantan con la camilla para darle un nuevo reposo. Lo ha dicho, claro, “tuvimos lo nuestro, tu y yo. Lo tuvimos, Helena.” Y entonces se ha dormido y se ha puesto a soñar gritando.
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