Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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El que Busca Encuentra

jueves, 24 de marzo de 2011

Por un Momento

Vía Libre.

En esta ocasión, les dejó un breve relato que he escrito como parte de las notas de un proyecto que estoy desarrollando.

Por un Momento.

A. Güiris V.

…Me dijo que levantará mi copa, que me acercará a su mesa, que le besase en las sienes y que me dejará vencer por sus rizos postizos mientras pudiera aún sostenerse en píe… Que le dejara sentir mis manos sobre sus hombros a manera de un masaje de nostalgia, “como en aquellos tiempos, como en aquellos días…” Yo no hice más que alzar mi copa e intentarle al menos sonreír, luego –en sueños– me acercaba a su mesa, chocaba las copas, besaba su mejilla y le apartaba su rulos de la oreja izquierda mientras me acercaba a su oído con suma ternura, como si el cuidado exhaustivo de mis dientes que tanto me reprochan mis amigos por fin tuvieran una justificación, y le decía cautelosa y claramente que me hacía falta, que la extrañaba más que el primer día. Que nunca me olvidara, que nunca hiciera el intento por… Que jamás dejase de contar conmigo para andar por el camino. Que aún la amaba, que la amaba mucho, si, más, mucho más, incluso mucho más que al desierto…

Me tomó por buena la sonrisa y me mandó un beso por el aire. Yo cerré los ojos y ella le dio otro sorbo a su cóctel –hasta dejarlo casi vacío (acomparsado el momento de las risas y aplausos de todos sus acompañantes)–, y se dirigió a la barra donde le dio un billete a uno de los cantineros al tiempo que me señalaba. Éste asentó con la cabeza y me miró directamente, le sonrió y le dijo que esperase un poco con la clásica seña de los dedos y despareció. Entonces la vi sola por primera vez. Despreocupada del mundo, contaminada por esa luz verdosa de la esquina de la barra que le hacía resaltar el brillo cansino de sus ojos, sus dispares piernas, su enredado pelo, sus rasposos hombros y la súbita alegría de su sonrisa. La observé tanto que mis manos comenzaron a sudar, mi mente a sentir frío y mi memoria a borrarse. No sabía a bien donde me encontraba, que hacía yo en aquel lugar, a donde me dirigía, cual era mi destino, en que año vivía o si aún lo hacía con ella. Lo único que me pasaba por la mente de manera cristalina era aquella turbia escena de una película de Hitchcock, aquella donde Kim Novak sale del baño transformada en el deseo de James Stewart. Me daba tanto gusto verla ahí, con todos los desperfectos que le conocí en vida que me pregunté entonces por sus lunares, sus pecas, sus marcas de vida y sus malos hábitos. ¿Aún los tendría, aún estarían en ella; o habría sido yo el catalizador para su olvido? ¿Sería acaso una mejor mujer, la mujer de la que me habló era antes de conocerme?... Deseé tanto tomarla por la espalda, desvestirla poco a poco –acariciándole los brazos– y besarle todo el cuerpo para comprobarlo, que se me fueron extinguiendo rápidamente las ganas y las formas. Me volví débil, deseé odiarla pero no pude. Ni siquiera lo intenté… Cerré los ojos y esperé a que desapareciera; que ya no estuviera ahí al abrirlos de nueva cuenta pero ella continuaba infectada por ese verdor, por ese calor de cuento añejo. Me dije a mi mismo lo bella que era y le di el último trago a mi copa.

El cantinero arribó de nueva cuenta haciéndole otra seña que ella agradeció con una mueca de satisfacción. Luego se dirigió a su mesa –casi estoy seguro que sabía que la observaba– y al arribar se sirvió una copa y la levantó al aire como si brindara con el mundo; con las paredes y las luces que de vez en cuando le pegaban en el rostro. Entonces se giró y me miró directamente, me dijo que brindará con ella nuevamente. Le mostré mi copa vacía y se llevó las manos a su boca con un poco de gracia mientras abría de más los ojos. Luego me dio la espalda y se dirigió a la rockola, escogió una canción y en su camino de regreso no dejó de mirarme; ni yo de mirarle. Nos miramos, casi como aquella vez en que nos conocimos en un bar parecido a ese. Pensé en las coincidencias de la vida, en una vida llena de coincidencias amargas.

Al llegar a su mesa mantuvo la mirada sobre mi... Yo no dejaba de buscarle los secretos cuando llevó de nueva cuenta sus manos a la boca en sentido de sorpresa y rió, estaba feliz (y un poco ebria) mientras yo tontamente me mantuve serio. Me señaló algo detrás mío. Ahí se encontraba el cantinero, cóctel en mano, que se acercó a mi oído para decirme que me lo enviaba ella; la señaló. Luego se marchó y la miré, probé el brebaje. Era su cóctel favorito. Levanté la copa en forma de agradecimiento y ella me lanzó un pequeño beso. Luego se giró y tomó la espalda de un hombre, lo besó acaloradamente y le susurró algo al oído. Éste le beso cariñosamente la frente y la tomó de sus manos. Le señaló la salida.

Ambos se retiraban del lugar –colocándose sus abrigos– cuando su canción comenzó a sonar en la rockola. Era “I Just Dropped By To Say Hello” de “Johnny Hartman”. Lo supe de inmediato, no hizo falta el intento de reojo de su parte. Era la melodía que escuchábamos seguidamente en nuestra etapa de crisis. Creo que nunca la había vuelto a escuchar de esa manera, creo que nunca la había vuelto a escuchar. Puedo decir incluso que me volvió a apasionar, era como escucharla por primera vez y de nueva cuenta… Preferible a verlos partir, cerré los ojos y me imaginé bailando entre sus brazos en unos de sus clubs finos de los 40s o 50s en Nueva York, juntos, muy juntos, mientras nos decíamos adiós. Un adiós que nunca tuvimos ni nos otorgamos. Por mi mente sólo pasaron las últimas líneas que me escribió en esa nota de despido mientras la canción tomaba fuerza: “Adiós cariño. Lo que sea que al amor nos haya dado, la vida nos lo ha arrebatado de la misma forma que el viento se lleva los granos de arena del desierto. Ahora descansa, ahora descansa.”

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