Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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El que Busca Encuentra

viernes, 24 de junio de 2011

Con Las Luces Apagadas

Con Las Luces Apagadas.

A. Güiris V.

Muy pocos los saben y en realidad no me importa mucho darlo a conocer bajo este conducto, pero hubo un día, cierto día –tal vez noche (o más bien un par de horas en la nocturna experiencia lúdica de esta ciudad)– que salí con Claudia. No es que nos hayamos puesto de acuerdo bajo el creciente ritmo de nuestros hormigueantes egos enmascarados sobre el tentador resguardo de nuestras sonrisas del otro lado del cristal de los medios; el teléfono, la computadora o bien las señales de humo, no. La verdad, si es que existe una aquí, es que todo en realidad fue obra de la casualidad. Sí, la providencia fue la que nos hizo encontrar en el mismo bar aquella media noche de viernes. Por mi parte, si soy un poco honesto, tomé la partida como una oportunidad de alejarme de cierta situación que se había salido ya de todo orden y control con mis amigos. ¿De la suya?, bueno, aclarando que no puedo afirmarlo del todo, creo que fue tan sólo un acto de caridad.

En realidad todo fue un tanto extraño, y me refiero a la eventualidad de que todo se hiciera denotar como ameno entre nosotros (creo en realidad que nunca nos habíamos –y hemos aún– caído bien del todo), e incluso mucho más que al termino de la aventura, el tiempo se haya detenido con un poco de asombro ante nuestras miradas que se despedían bajo el alejamiento no deseado de ambos para poder decirnos, por fin a ciencia cierta, que había sido algo casi especial.

No fue la más romántica de las noches, ni de las historias. ¡Pero que diablos! El otro día me la encontré en una fiesta y traté de rememorar aquel suceso. La miré directo a los ojos con la esperanza de que observará en mis derruidas retinas un poco de aquel dejo de nostalgia, de aquel baile casi de salón –aunque la música era por completo moderna (que puedo decir, no soy el mayor de los danzantes)–, de aquella corrida en medio de la madrugada por las calles recién mojadas por el rocío, de aquel juego con los sombreros, de aquellas sonrisas, de aquellos extraños miramientos y las chapas de apocamiento o timidez. De aquel intentó de abrazo, de aquella conversación casi perfecta en una cena que podría haberse llamado desayuno, de aquellas manos cruzadas y la lucha por la paga. La miré como quien pudiera mirar un recuerdo, como quien pudiera cerrar el puño y sujetarlo con la mano para no perderlo nunca. Como quien pudiera escuchar un instante antes la última nota de la sinfonía para poder ponerse de pie antes que todos y comenzar la ovación.

Su respuesta al principio fue elegantemente cordial. Quizás, es cierto, no pudo observar en ninguna de las partes de mis enrojecidos ojos aquel viejo anecdotario, pero después de que insistí con un par de cuestionamientos en los que no mostré del todo ser tan hábil, o más bien me mostré como lo que soy: inhábil para el acercamiento femenino, se alejó escapando… Justo como lo hiciese yo mismo aquella, ya, fermentada noche de mayo para con mis amigos. Bailé entonces con Valeria, Teresa y un poco con Raquel. Canté algunos clásicos del pop con Paulina pero pronto recordé que estaba pronta a casarse. Me alejé de ella un instante, le agradecí el momento, le besé la mejilla y le deseé la mejor de las vidas junto a su futuro marido; el clásico tipo arrogante con perfecto bronceado que causa sensación entre las extranjeras –y las connacionales que quisieran ser extranjeras– a través de sus atrevidos movimientos de cadera y su sonrisa y aliento perfectamente conjugado con el perfume de moda. Me volví a sentar en la improvisada mesa que nos habían, o más bien nos habíamos acomodado en el bar, y pedí otro trago. Después de dos rones me desperté con la sorpresa de que había estado hablando una media hora con una muchacha de tan sólo 19 años que ni siquiera tenía intenciones de acabar la preparatoria. Me sentí devastado por el momento. No es que –y quisiera aclarar– me sienta viejo a mis casi 30, pero de alguna manera (espero me entiendan), fue como verme frente al espejo de la mediocridad por un instante. Delante mío se encontraba Javier, el tipo “maduro” del grupo –de unos 35– conquistando a la hermana de mi fantasmal “acompañante.” Ésta de tan sólo de unos 23.

Sin despedirme salí del lugar, ingresé de lleno en el frió de las calles citadinas y el sol, si mis cálculos no me fallaban, aún dormiría un par de horas antes de comenzar a alzar los brazos mediante su particular bostezo matutino. Pensé en Claudia, pero nunca mire hacía atrás, quizás se encontraba en una noche como aquella en la que ella y yo nos despedimos con esas ganas de –que sé yo– no querer que se apague la vida cada 24 horas, de desear que la noche y la luna se mantengan en esa misma posición astral. No lo sé, quizá en realidad sí fueron los astros, quizá las agallas inmersas en un vaso o simplemente las estadísticas que tanto nos enseñan en las escuelas. Me fui alejando, pues, de todo sitio para acercarme a mi hogar: no encontré las ganas suficientes para convertirme en un estatua de sal. Durante el camino figuré mi corazón y dentro de éste apareció mi madre, vestida con un enorme vestido blanco y pensé en ella, que ha sufrido todo lo que no he querido yo hacer sufrir pero que sin querer he hecho un poco. La vi, tan clara como se pudo entre la niebla de mis ojos borrosos. Con las luces apagadas de la noche, con las farolas prendidas de esperanza de un nuevo día. Alcé la mirada, me froté los sentidos, me acaricié la piel y allí la encontré, nuevamente, en medio de la penumbra, justo como la mujer más bella cruzando en bicicleta la plaza central de un pequeño pueblo en medio de la nieve. No sé porque, pero tuve ganas de llegar a mi casa y soñar. Simplemente soñar.

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