Vapor.
A. Güiris V.
La neblina había caído sobre el muelle, haría no más de una hora del ocaso y la cansada línea ámbar del horizonte que, me supongo nos habrá convertido en un par de sombras durante algunas horas ante la mirada de los curiosos caminantes de la playa, ya había secado su agonía.
Destapé otra de las botellas de vino e ingerí un gran sorbo mientras Sofía encendía el quinqué antiguo que había llevado por si oscurecía más temprano; era invierno y el frío nos quemaba un poco la piel. En ningún momento alguno de los dos intentó por acercarse más allá de lo que el irregular terreno nos había separado de manera natural. Ambos mirábamos hacía el mar, nuestras espaldas dadas a la entrada del pueblo. Para ese momento la neblina lo cubría todo y nos concentrábamos únicamente en el ritmo del oleaje… En algún momento sentí que ella volteaba a mirarme pausadamente, con cierta candidez en el atisbo visual. Yo, si soy sincero, cerré los ojos y recordé aquellos parajes casi desérticos en los que había crecido.
Una pequeña brisa de viento, sentí, comenzaba a despeinarme pero no lo era, era su voz la que penetraba mansa y paulatinamente en mi oído. Me contaba, pues, una vieja historia de amor que se había suscitado en el muelle en un día de neblina como ese. No recuerdo a bien los detalles pero trataba más o menos de una anciana que en cierto momento se encontró desahuciada en el mismo muelle; éste en sus días dorados. Nada a su alrededor se veía y caminaba tambaleante por la orilla tratando de encontrar el borde y lanzarse al vacío de las frías aguas. No quería más vivir, no encontraba más sentido a todo lo que le quedaba por asumir en sus restantes años. No obstante, al tratar de encontrar ese filo que la llevaría a dar el último paso, se topó con un buque que por la neblina no se veía en lo absoluto. Ahí, si mal no recuerdo, entablaba conversación con un marino que se encontraba en mismas condiciones; agarrado simplemente por sus temblantes manos por la parte externa de la proa del barco. “Dos personas que querían morirse, dos…”, me dijo, “…dos personas que se enamoraron en ese instante sin siquiera mirarse a la cara. Sin siquiera conocerse jamás…” –el barco habría zarpado media hora después del encuentro– “…¿lo imaginas?”, me preguntó, “dos vidas que comenzaron de nuevo a sentir el palpitar de su corazón con el estruendo de las chimeneas de un barco mercantil, ¿lo imaginas?...” Entonces sí que me miró a los ojos y yo miré a los suyos. Nos observamos acaecidamente por un tiempo, instantes antes de que la neblina comenzará a borrarnos de nuestro campo visual. Me acerqué, pues, lentamente a su espacio y con mi aliento casi helado apague el quinqué. Le pedí que me tomará de la mano y lo hizo. Ambos nos levantamos. No nos podíamos del todo mirar, sólo sentir, pero juntos bajamos la vereda al ritmo del océano rumbo al muelle, rumbo a lo atemporal y desconocido. Éramos jóvenes y pronto envejeceríamos.
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