Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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viernes, 4 de noviembre de 2011

SUBMARINO. Las Series, Vol. 3


SUBMARINO. Las Series, Vol. 3

No creas que es algo muy importante, simplemente es algo que me hubiera gustado hacer cuando muriera.
A. Güiris V.



En el submarino los días de calor no pasaban desapercibidos por la cotidianidad. Creíamos que nadie se emborracharía por el hecho de refrescar nuestras sedientas corazas ante el enfático ataque del sol, pero todos terminábamos por dejar la comida en la cesta del sanitario al advenimiento del consecuente día como bien figuraba Mauro, nuestro poeta maldito loca "en tributo a nuestras cenas familiares de la infancia". 

En el bar, pues, nunca se hablaba de la familia; de los padres, de las madres, de los hijos (si acaso se tenían, o se querían aceptar), así como de las edades. Eran simplemente temas que no tenían cabida como la política, los gustos personales o la religión no la tienen en cualquier sitio donde se quiera contar con buena salud; esa venenosa particularidad del bienestar como también solía llamarle Mauro, y que en nuestro caso nunca fue una razón de suficiente peso cuando alguien fallecía y nos enterábamos más tarde de su padecimiento. No, no era un argumento de relevancia para impedirle a la costumbre revelarse como lo que es, cosa de todo los días, sino tan sólo un asunto regional que cada uno debía aprender a restarle la importancia necesaria. Solía decir Carmelo, el fastuoso portero del lugar, que la vejez no te llegaba sino hasta que el médico te persignaba en vez de prevenirte, te tomaba el vaso en vez del pulso y te abría los ojos para saber si aún gesticulabas. El azar, ese mentado vals de suspenso, formaba tan importante parte del lugar como el reverso a la cartas en una partida de gángsters. Y es que sin este, el mundo que galante y gustosamente habitábamos abotonándolo con polvo y niebla de etanol, habría estado desnudo de repruebo. Bien lo apuntalaba quejosamente José, el malencarado, malhablado y despreocupado trabajador social que siempre nos venía a contar los problemas más penosos y quejosos de la gente cuando se encontraba ebrio: “La vida es esa perra que no deja de ladrarte cuando quieres escaparte de tu suerte.”

Ejemplos, pues, sobraban para clasificar y denotar nuestras bajezas: cierta madrugada –lo recuerdo casi como si estuviera a punto de suceder– Pedro el Cazador le apostó a Kasuo que tan sólo con permanecer 15 minutos en el sanitario de hombres, podría salir diciendo quien era el responsable de haber ingerido que alimento ya cedido ante el mosaico amarillo que gobernó perennemente el soso tono del mingitorio durante los primeros siete años de vida del lugar. A lo que Kasuo, ostentoso de la realidad como solían ser la mayoría de los periodistas constantes al lugar, respondió con alto grado de jactancia al asegurar que incluso con cinco minutos menos, obtendría no sólo los mismos resultados, sino también el poder, y el placer, de indicar la hora en que fueron ingeridos. Frankie y yo, que habíamos llegado tarde en dicha ocasión por asistir a un funeral, fuimos los elegidos para juzgar las acciones, pero en realidad poco nos duro el gusto. Posterior a los alegatos iniciales –cervezas y rones de por medio– las conclusiones llegaron por si solas en un acto de apreciada justicia y exaltada armonía de devoción y cariño al re-conocer, ellos mismos, sus propios alimentos en el lavamanos del baño de mujeres.

La memoria era un refrigerador, todos queríamos congelar nuestros recuerdos el tiempo necesario para no quemarlos. Y es que si fuera así, “sabrían amargos”, comentó solemnemente Eva en aquella ocasión en que abrimos el cajón de nuestras ideas menos mundanas, mientras los tequilas mantenían nuestras nociones a flote. “Todo mundo, ¡todo mundo!” –aporté entonces– “necesita un madero para salir a flote, y lo más cercano aquí a ello es la barra”. Aunque pensándolo bien, reflexioné de igual manera al tiempo que soltaba el argumento, lo mismo podía ser ese soporte como también el pedazo de tablón que usaban los marinos para enviar un polizón a navegar. La barra, en si,era una etapa floreadamente dominguera –como presumiblemente aderezaba Raúl en las quincenas– donde en vez de apostarse los ligues y el honor, se desafiaba mejor la resistencia. Era de todos sabido, y conocido, que lo que caía en las manos de sus aposentos era transformado en restos de un tesoro ya vejado. El bar, entonces, podía ser visto como una especie de cofre abandonado en una isla desierta en la que todos sus tesoros se encontraban ya resguardados en algún museo de clase mundial. Lo dirimido, obviamente, se encontraba aún allí, abandonado por falta de valor o nulidad. Si bien insistías, como muchos al dejarse llevar por el brillo del latón en sus primeras veces de visita, e intentabas dar con aquello que jamás se había encontrado, tan sólo te hubieras hallado cansado de contar arena, inundando tus labios lentamente de sabor a mar.

…A la vida se le tenía respeto, a la muerte se le justificaba con un poco de resabio a caña, y a la salud se le negaba dándole la espalda. Eran las experiencias cosa de todos los días; anclas de los vicios otorgados por un innombrable ardor que provenía del inframundo. Bien decía Carmelo que era el calor lo que nos acercaba al infierno. Y quien, si no él, debía ser el curador de nuestro delirio. “A ver muchachos”, nos retaba constantemente, “¿quién conoce a alguien que no le gusta pecar? Quién chingada-madre conoce a alguien que prefiera gastarse las ganas con un cubo de hielo? Mírenme, mírenme a mi –aquí– cuidándoles diariamente las cenizas de la espalda…” Mauro, que solía jactarse de las resolutivas del buen guardafangos (como solía designarle Raúl al puesto de Carmelo), alguna vez lo definió como “una de las uñas más largas de Cancerbero.” Y es que ante todo, fue nuestra siempre honrada alarma –y garra– cuando una exuberante mujer se acercaba... Quien halla alguna vez visitado el bar, sabrá que bastaba tan sólo un par de piernas enfundadas en una falda cruzando el umbral de las ventanas, para que el milagro de la resurrección se revelará ante las cajas torácicas de la asidua clientela por medio de un suspiro que exhalaba tanto esperanzas falsas de una vida mejor, como un exacerbado olor a azufre.

El verano, sí, el verano, siempre fue una etapa que todos disfrutamos, aunque la mayoría lo negaba o simplemente lo ignoraba. Solía decir Raúl que era esa la mejor etapa del año para un cantinero. Y es que, si nos ponemos a pensar un poco en sus alegatos, en efecto el año se ha partido en dos y todo el mudo exige inconscientemente cierta venganza de lo aún no acontecido y esperado. No es la navidad, con sus atmósferas de ilusión y de esperanza embarnecidas con el rubor que pinta el frío y adornan los colores, no. No era una etapa familiar sino secularmente franca de amigos y calores carnales. Eran los días de calor, pues, claramente donde el beber era en realidad cosa de todos los días… En cierta ocasión de entusiasmo, Mauro, nuestro aterrizado poeta de casa, dijo que todos los asiduos al lugar eran como hielos. Se deshacían en la barra justo como las promesas de la perennidad en los albores de la humanidad, dejando tras de si un incontable número de difuntos.

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