SUBMARINO. Las Series, Vol. 4
Lo siento, es sólo que en ocasiones me recuerdan más por el aliento que por el retrato.
A. Güiris V.
…A nadie le sorprenderá, entonces, que Raúl bebiera en otros bares. Solía decir Carmelo que un ser humano debe ser cliente y patrón para sentirse plenamente lleno, íntegro, leal. Por su parte, Lalo, estimada mano derecha de Raúl, afirmaba que un cantinero tenía el total derecho a ser asiduo a otros linajes, oler otro tipo de rincones y encontrarse al día siguiente con las manos vacías de la misma forma en que se había deleitado ganándose los centavos; ocupando profusamente las responsabilidades de la apasionante ironía de la vida (aunque si mal no recuerdo, esta última parte la mencionaba mas bien como: “partiéndose uno el lomo como burro mientras la vida nos escupe las agallas con sus pinches risas”)… Al final de cuentas, rezaba Mauro cuando nos seguía sombríamente el juego, todo era tan sólo una cuestión de enfoques: “Justo como la espiritualidad de un sacerdote que se fortalece los fines de semana inequívoca y equitativamente al arrebato de fe de sus parroquianos.” Repito, a nadie debe sorprenderle que Raúl fuera adepto a otras tabernas; era y continua siendo normal el encontrar a tu cantinero predilecto en busca de sus retiros el mismo día en que el mundo recopila las pujanzas y los retos. Recuerdo uno en especial al que asistía consecuentemente en las madrugadas. Su inercia era tan legendaria como el horario irregularmente precoz; los recién llegados a la capital siempre asistían a primeras instancias de la noche creyéndole encontrar abierto, para finalmente optar –a razones ocultas del ser que yo jamás he concebido– por retornar con alborozada sintonía junto al canto de los gallos y experimentar ciegamente el amanecer. Estar ahí, me dicen, era como sumergirse profundamente dentro de una máquina del tiempo construida dentro de un reloj de arena: los minutos eran polvo que perneaban cansinamente las comisuras de la manta y la mezclilla, la barra un oasis que en vez de ilusionar secaba las almas de los hombres que se atrevían a cruzar, y en la degustación de los “vinos”, ¡bueno!, digamos que siempre te quedabas con cierto sabor a recebo en el paladar.
Juan Ernesto Gómez, al que malamente vociferábamos como Godinez cuando el alcohol nos hacía su presa, fue una especie de sociólogo que Raúl conoció (o reconoció), allí y que al cabo de unos cuantos meses dragó su propia tumba al intentar hacer un estudio dentro de nuestros aposentos, cuyos resultados fueron los siguientes: un enojo, una deuda y una loca trasnochada con Carmelina, el travesti de casa que llevaba el sello del albergue justo en medio de sus pantaletas. A él jamás lo volvimos a ver, a ella tal vez... Algunos dicen que murió de cáncer en cierto territorio foráneo –otra cantina–, unos más que su alejamiento fue a causa de la vergüenza (o la venganza, pude haber oído mal)… o tal vez, y quizás el amor. Y es que de esa pasión, como bien solía decir Frankie, sólo se puede expresar su sensación de olvido: “Algunos, estimado amigo mío, como Eva, o como tu, gustan del cariño para relegar la anterior pesadilla de pareja que tuvieron; los sinsabores de su tacto, las quemaduras de humo en que se fueron convirtiendo sus labios, la dirección errónea de sus venas cual mapa sin tesoro, las pistas cenitales de su abatida respiración, e inclusive, la amarga sensación del sudor que emanaba de su pecho en un día de común frío. Otros, en cambio, como yo y todos los que aquí asistimos, simple y llanamente nos olvidamos del trabajo, los hijos, el dinero, el orgullo y la mortandad”.
En el Submarino, pues, todos éramos parte de un núcleo ocasional que se encontraba muy de vez en cuando en otro sitio para refrescar memorias, nociones y sentimientos. Si mal no me equivoco, Carmelo solía afirmar que toda familia perdía su encanto el mismo día en que te hacías consciente de que era para siempre. Pero eso, créanme, en realidad no era tan negativo como el flujo del tiempo en si, y es que todos, o la gran mayoría al menos, no soñábamos con un futuro sino que anhelábamos envejecer en el pasado. Gente como Eva y potencialmente Estefanía, en un libro de antaño o bien una de las originales imprentas. Gente como Frankie o como Mike, posiblemente en una cartuchera de los años 20s. Gente como Mauro o Marcos, sin duda alguna en una pieza virgen de mármol griego. Otros, como Pedro el Cazador o el Ballenas, seguramente en una escopeta del siglo 19… Y Susie, gente como Susie, bueno… en gente como Susie pero 10 años más verde… Supongo que muchos se habrán sentido decepcionados cuando, al igual que los recién llegados a la ciudad, se encontraron por fin con las puertas cerradas del lugar… Más aún cuando al regresar, acompañados ya del canto de los gallos, la hallaron en exacta posición dentro de la penumbra en que se había ido convirtiendo nuestra antigüedad.
“No hay a quien no le llegue su hora”, decía Carmelo cuando te mostraba la puerta abierta con una enorme sonrisa y las sanas intenciones de desearte unas buenas noches que nunca terminaban por concretarse… No lo sé, quizá tenía razón, quizá tan sólo asumía las ganas de sortear la fortuna de los hombres que se acuestan temprano para despertarse con la vida echada al borde de la cama. ¿Quién puede saberlo? El caso aquí, tal vez, es como alguna vez escribió Kasuo al cierre de unas de sus aburridas columnas de la edición vespertina dominical: “Cada quien es responsable de ir forjando su camino, sabiendo exactamente donde acomodar los clavos para aquellos que intenten seguirnos nuestros pasos. Y es que uno, en realidad, nunca sabe cuando hay que retornar.”
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