Replicantes.

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España, 2009.

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viernes, 6 de mayo de 2011

4 Historias Negras sin Conclusión II: Los Restos de Aurora

4 Historias Negras sin Conclusión II

Los Restos de Aurora.

A. Güiris V.

Alberto tomó su copa de vino y miró a través del viento que movían las cortinas de la ventanilla principal. Por algún momento cerró los ojos y agachó la cabeza deseando con todas sus fuerzas que fuera el asesino entrando a su departamento –paso a paso y lentamente– para así poder rendir cuentas frente a frente. Hombre a hombre. Le apeteció que le hiciera todo aquello con que le había resuelto la vida a Aurora. Se le antojó estar muerto y tener en la mesilla del recibidor una caja de regalo con su propia cabeza dentro. Por algún momento se lo pensó, incluso podría decirse que llego a sentir el filo frío del hacha sobre su cuello… Empero, no eran más que las estrías del tiempo las que movían al viento… Le dio otro sorbo a su vino y descolgó el teléfono, Aurora no marcaría esa noche, ella era la que estaba muerta, no había podido salvarla. Su cuerpo estaba siendo incinerado en algún lugar al sur de la ciudad. Entonces recordó su frío estado en la plancha de la morgue, los moretones alrededor de sus senos y sus piernas. Las marcas de dientes en su vientre y entrepiernas. Su boca seca y su sexo hecho jirones. Sintió asco al ver su copa de nueva cuenta y corrió al baño a vomitar un poco de bilis. Se sentía cansado, nunca antes en su vida se había sentido tan agotado. No lloró o siquiera intento hacerlo. Ahogó sus gritos en un pequeño y último escupitajo que lanzó a la tasa del baño con un poco de odio y se marchó a la cama. No tardó mucho en dormirse.

En el sueño iba conduciendo un Ford Roadster 1937 descapotable blanco con detalles en negro por en medio del desierto. Sobre una carretera con vida, que mutaba el horizonte a cada parpadeo, y sin final; sin ganas de tenerlo. En la parte trasera del coche se encontraba una pequeña maleta donde sabía, se encontraban todas sus pertenencias. Sonreía, se podía ver sonriente bajo el reflejo del retrovisor central. En algún momento del trayecto cerró los ojos, alzó el rostro y se bañó del quemante sol mientras pisaba hasta el fondo el acelerador haciéndose sentir el viento sobre su cuello y barbilla. Era feliz. Se podía ver aún sonriendo aunque tuviera los ojos sesgados. Le dieron ganas de no volver a mirar nunca pero por alguna extraña razón le pareció absurdo el pensamiento. Abrió de nuevo la mirada y notó que en el horizonte una pequeña construcción se iba haciendo notar. Era una pequeña cafetería de paso. Le dio hambre. Se detuvo y entró en ella. No había nadie en su interior más que una mujer vestida de blanco que se encontraba sentada en uno de los bancos de la barra. No le costó mucho dar con ella. Era Aurora. Se sentó a su lado y ella le miró. Alberto sonrío y ella preguntó apenada por que había tardado tanto. No sabía porque pero el comentario le ruborizó, así que se disculpó y le ofreció pagar la cena. Aurora dijo que en realidad no tenía hambre, que prefería salir a tomar un paseo. Lo invitó. Alberto aceptó y al abrir la puerta de la cafetería se dio cuenta que el sitio se encontraba al filo de la montaña. Al principio le dio un poco de miedo pero Aurora le dijo que confiará en ella, que no pasaba nada, que cerrará los ojos y le diera la mano. Alberto lo dudo un poco pero al final le ofreció su palma mientras apagaba de nuevo su mirada. Ella rió y le dijo que no la abriera hasta que se lo pidiera. Habrán pasado unos cinco minutos de oscuridad hasta que le dio la orden de abrir los ojos. Alberto no tardó en obedecer y menos en sorprenderse al darse cuenta que se encontraba flotando en el aire junto a Aurora. Ella le dijo que no tuviera miedo y él le dijo que por más extraño que pareciera, no lo tenía. Aurora le sonrió tiernamente y tocándole el rostro cariñosamente le pidió, sin necesidad de la palabra ejecutada –tan sólo moviéndole los labios– que le hiciera el amor. El aceptó e hicieron el acto entre nubes y ráfagas de viento. Cuando el orgasmo llegó, el cuerpo de ella se soltó del suyo y empezó a caer. Alberto por más que lo intentó, no logró hacer nada. Era como si estuviera anclado al cielo. Aurora cayó, gritando por ayuda y Alberto no pudo más que ver su caída. Su mirada, oníricamente aumentada, le hizo observar todo como si se encontrará en todo momento a dos metros de ella. Cuando el impacto se hizo inminente, despertó.

Miró el reloj de la mesilla, habían pasado apenas un par de horas y se encontraba completamente sudado. Se limpió con la sabana y se sentó a la orilla de la cama. El olor a tabaco le llegó casi de inmediato, era el de un puro recién fumado. Lo reconoció, lo había olido en otra ocasión pero en ese momento no supo a ciencia cierta cuando. Se levantó cautelosamente de la cama y caminó con sigilo hacía la sala. El olor era aún más penetrante, trató de olfatearlo como un perro y seguir su rastro pero le fue muy difícil. La corriente de aire lo manifestaba por todo el lugar. Todas las ventanas estaban abiertas, no pudo recordar si las había dejado así antes de ir a dormirse. Pensó en prender las luces pero no se le hizo una buena idea. Continuó tratando de seguir el rastro. Estaba seguro que alguien había estado o aún estaba en el departamento. Fue a la cocina, el olor ahí parecía más fuerte que en otro lugar. Estaba a oscuras y se sirvió un vaso de agua fría del refrigerador. Fue entonces cuando lo vio, en la puerta. Un mensaje:

CALLE TORRES NO. 46

05 DE MARZO. 10:45.

LLEGA SOLO.

Cogió la nota y la llevó a su cuarto. Prendió las luces. Estudio el trozo de papel; la caligrafía era envidiable. No supo a bien que hacer y se quedó dormido nuevamente en el intentó por saber que significaría todo. Esta vez ya no soñó.

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