Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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El que Busca Encuentra

viernes, 13 de mayo de 2011

4 Historias Negras sin Conclusión III: Réquiem

4 Historias Negras sin Conclusión III


Réquiem.

A. Güiris V.

Después de contemplar por un par de minutos los cuerpos de Abigail y la Señora Wright, de enorgullecerse con su más reciente obra; los cuerpos con las cabezas giradas hacía las espaldas y mirándose uno a otro en medio de la sala, el asesino se colocó nuevamente su saco sin quitarse los guantes y salió sigiloso por la puerta trasera, saltó la barda hacía el solar contiguo y se encaminó hacía el norte, hacía la zona industrial. Ahí había estacionado y escondido el auto, que había robado un par de horas antes, con la ayuda de las sombras de una vieja construcción que nunca había sido terminada. Tomó la sexta avenida hasta el cruce de la vía y se detuvo para mirar a ambos lados. Se encontraba por completo en un estado de excitación; sudaba en gran cantidad en medio del silencio sepulcral del sitio. Se pensó entonces por un instante la posibilidad de ir hacía el sur, cruzar toda la ciudad, adentrarse a uno de esos bares de mala nota, tomar un par de cervezas, hacerse de una mujer, besarla por un par de minutos y luego asesinarla a golpes en su auto. Tirar su cuerpo destazado sobre el río y observar como se perdía en la caída de la presa... En realidad no habría habido mejor final para él en esa noche, pero el plan ya estaba trazado y tiempo era lo que menos le sobraba para llevar a cabo todo lo ya calculado. El tren no pasaría, se percató, y siguió adelante con todo y su creciente excitación.

En el cruce de la calle de San Pedro viró a la izquierda y siguió adelante hasta dar con la avenida de La Rosa. Continuaba sudando, sus manos escurrían tanto como el cuello de un tenista en el quinto set de una final de Grand Slam. Su velocidad era de 180 en una zona de 60 y ninguna señal de transito era lo suficientemente práctica como para hacerle detener o rebajar la diligencia... Empezó a concentrarse, a respirar hondo y pausadamente cuando la colonia Campesina comenzó a hacerse notar en la estructura de los edificios y las casas. Pensó en ser más cauteloso y frenar pero por una extraña razón aceleró habidamente cerca del cruce de la calle Guadalajara y el Boulevard. El impacto fue de tal magnitud que nunca logró en realidad percibir al otro carro; un Valiant blanco que al igual que el suyo, iba siendo manejado a una velocidad inmoderada.

Cuando despertó se encontró entre un montón de escombros sin forma ni sentido. Aún sostenía el volante con sus manos enguantadas pero éste se encontraba por completo doblado. El parabrisas estaba hecho añicos y toda la estructura que lo sostuvo alguna vez estaba totalmente arqueada. El dolor en sus costillas era fuerte pero el de su pierna izquierda era casi insoportable. Se la tentó con el mayor cuidado posible pero el dolor se acrecentó considerablemente. Hizo todo lo posible por no gritar. Se calmó, respiro más que hondo y miró su reloj –apenas habían pasado unos 20 minutos. Trató de estudiar el panorama en el exterior pero todas las ventanas estaban quebradas de tal forma que nada se observaba. Como pudo se estiró hacía la parte trasera hasta encontrar un pedazo de tela vieja que rompió en varios trozos de diferentes tamaños, el más pequeño lo hizo bola y se lo metió en la boca. Salió del auto y pudo por fin mirar el espectáculo: su vehiculo estaba casi en su totalidad retorcido y el otro se encontraba de cabeza y sumido en un poste de concreto con llamas crecientes. Mientras lo observaba todo, tomó otro trozo de tela y se apretó su pierna izquierda por donde más le dolía sin perder detalle. Acabado su remedio improvisado cojeó hasta el otro vehiculo. Al mirar por la ventana encontró a todos sus tripulantes –una familia (madre, padre y dos hijos)– muertos en su interior. Eran las 4 de la mañana y nadie se acercaba aún al accidente. Las sirenas aún se oían lejanas cuando se apuró a dejar la zona. Se adentró por la calle Sonora y cruzó el Callejón de los Buenos Aires. Al llegar al Parque de La Alegría se deshizo de la tela de su boca en un cesto de basura y dio vuelta al sur, tocó el número 24 de la calle Esperanza y esperó. La voz de Ricardo no tardó en hacerse escuchar.

–¿Quién?, preguntó con voz adormilada.

–Yo, contestó el asesino de forma irónica y Ricardo despertó súbitamente para observarle por la cámara del timbre y rápidamente enfurecer.

–¿No crees que se te ha hecho un poco tarde?

–Sólo por un par de minutos, contestó con un poco de humor el asesino.

–No te importa nada en realidad verdad, le reviró Ricardo.

–¿Me vas a dejar entrar o no?, contestó ya agitado el asesino ocultándole su estado.

La puerta automáticamente se abrió dejando al descubierto el pequeño palacio que Ricardo había construido con el paso de los años a través de la extorsión, la venta de droga y la prostitución. El asesino miró con repulsión el largo camino de adoquín que llevaba hasta la puerta principal por en medio de esculturas y fuentes por demás recargadas (y que siempre había considerado excesivo y banal) y se decidió por cruzar el jardín tratando de no dejar marcas de sangre en el crecido y descuidado pasto. Al arribar a la puerta, Ricardo lo recibió con sorpresa.

–¿Pero que demonios te ha pasado? ¿Ha salido algo mal?

–Nada, he chocado a unas diez cuadras de aquí, nada de cuidado. Me he deshice de las cosas antes de siquiera subirme al coche. Me conoces.

–Perfecto, pero… ¡Por Dios!, deja le llamó a algún doctor. Tengo algunos contactos de los que no hay que preocuparse.

El asesino agradeció abrazando a Ricardo, quien lo miró con cierta ternura y le dio primeramente un beso en la frente y luego uno más profundo en la boca.

–Te he extrañado, le dijo, y mucho. Me tenías muy preocupado, eso es todo. –Ambos cerraron los ojos.

–Podrías ponerme la bañera, propuso el asesino a la vez que se dejaba caer sobre la escalinata de la puerta principal como una actriz de los años 20, quisiera tomar un baño con agua caliente. ­­

–Por supuesto, replicó Ricardo y lo ayudó a entrar y sentarse en un taburete que le facilitó.

Con cierto interés el asesino le pidió a Ricardo, cariñosamente antes de que éste se marchará a preparar la bañera, que pusiera algo de música. Ricardo le preguntó si quería algo en especial, a lo que el asesino contestó que cualquier cosa de Eric Dolphy estaría bien. Ricardo buscó entre sus acetatos viejos y encontró su viejo álbum de Outward Bound de 1960. Lo colocó en la consola y subió rápidamente a alistar todo.

Mientras Ricardo preparaba el momento al que ya se había sumado sin preguntar –y que incluía también una costosa botella de vino. Con avidez y sigilo, aguantando el dolor, el asesino se levantó y se dirigió a la cocina, abrió la puerta trasera y se adentró en el cuarto de herramientas. Tomó una pequeña pala que conocía bien (a cuantos no había enterrado con ella) y subió cojeando con total calma a la segunda planta mientras el disco continuaba sonando. El pasillo para el baño era largo. La luz se encontraba encendida y con la puerta entre abierta se podía ver a Ricardo de espaldas echando el liquido para burbujas en la tina y midiendo la temperatura del agua con sumo cuidado. Al asesino esto le dio un pequeño esbozo de ternura y detuvo su andar, sonrió, pero a los pocos segundos recordó y el rostro le cambió a uno de odio, dolor y amargura. Cogió con mayor aprehensión la pala y continuó su andar cojeando hasta la puerta… Cuando estuvo a un par de pasos de ésta se percató que Ricardo también se encontraba intentando conectarse por teléfono con el doctor. Tratando de respirar lo menos posible, nuevamente detuvo toda acción hasta saber que Ricardo no hacía contacto. Después de unos segundos al teléfono nadie contesto y Ricardo colgó. El asesino respiró y se imaginó por un instante a Ricardo de la manera más bella, la más romántica que a él se le venía a la mente en ese momento: hablando con el médico y ocultando todos los datos de quien o quienes eran los accidentados, velándolo de todo proceder; como un último acto de amor. “Como un último acto de amor” se dijo en voz alta mientras abría de tajo la puerta haciendo voltear hacía él a Ricardo quien sin poder siquiera decir una palabra, recibió un fuerte golpe con la cara trasera de la pala en la sien que lo proyectó a la pared de la tina y luego al fondo de ésta dejando su cuerpo flotando en el agua que se iba poniendo cada vez más rojiza. Con toda cautela, el asesino miró que Ricardo no tuviera reacción alguna y después de unos segundos le dio otro par de golpes en la nuca para después hundirlo un par de minutos con el mango de la pala. Al final vertió el contenido de la botella de vino en la tina y se alejó con ella. Bajó a la primera planta, salió por la puerta principal, cruzó el jardín, abrió el zaguán y partió cojeando ayudándose con la pala hacía el Parque de la Alegría, ahí alegaría ser un indocumentado pobre y por ende borracho. Al menos ese era se plan. Al menos esa era la idea… Cuando se marchó de la casa de Ricardo el disco continuaba sonando… Esas canciones le seguirían por el poco tiempo de vida que le restaba a partir de ese momento... Si soy sincero, aún pienso que en realidad ya lo sabía y todo era en verdad parte de su enfermizo entramado.

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