Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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viernes, 20 de mayo de 2011

4 Historias Negras sin Conclusión IV: Nocturnal

4 Historias Negras sin Conclusión IV


Nocturnal.

A. Güiris V.

Fue hasta el kilómetro 14 que Vladimir rompió el silencio mediante un estornudo provocado –quizá– por su alergia a la incomodidad. Llevaban ya viajando alrededor de media hora y ninguno se había dirigido siquiera la mirada, no al menos desde que habían salido de aquel bar. Ana María suspiró cerca de la ventana, a la cual estaba casi recargada, con una severa carga de decepción; dejando el rastro de su vaho en el cristal como si su alma se tratase únicamente de una bocanada de aire. La carretera más que moverse bajo sus pies parecía detenerse, sujetar fuertemente con un par de muñones invisibles el curso de todo, incluso del tiempo mismo. Por un momento se sintió presa de esa etérea e intangible fuerza y le falló la respiración. Suspiró nuevamente en un par de ocasiones para calmar las ansias y trató de encontrar el rostro de Vladimir, siempre serio y dirigido hacía el camino, por el retrovisor.

–¿Recuerdas aquella escena donde John Barrymore conoce a Joan Crawford en el último piso de un hotel?, le preguntó.– Vladimir guardó silencio, como si no la hubiera escuchado, y tardó en contestar lo que un par de coches en sentido contrario le iluminaron el rostro.

–Creo que sí, es de aquella película donde ella se enamora de él pero después éste le dice que se ha enamorado de otra, de Greta Garbo me parece, ¿no es así?

–Así es, dijo Ana María afirmando tajantemente con un enfático movimiento de cabeza y manteniéndose quieta entre las sombras.– Así es, así es. ¿Recuerdas que era lo que se decían?

–No, tan sólo que al final él muere. Si bien no me falla le memoria es asesinado, contestó con un poco más de interés y valentía Vladimir.

–Al final todos mueren, ¿cierto?, le dijo Ana María con un breve pero notable nudo de temor en la garganta.

Vladimir, suavizando un poco la voz; tratando de comprender un poco el sentido de la discusión y sin perder de vista el camino, le respondió.

–Todos mueren, sí. Pero si te refieres un poco a lo que estamos a punto de hacer, créeme que te entiendo. Si quieres te puedo dejar a pasar en la siguiente estación de servicio. Hay una a un par de kilómetros.

–No, contestó Ana María, ¡No!, y bajó la mirada para ver como sus lagrimas se confundían con el brillo de la tela de su vestido fino. Se pensó entonces las causales a toda esa situación que los tenía en medio de aquella carretera desértica al filo de las 5 de la mañana. No supo a bien si remontarse a aquella ocasión primera –meses atrás– en que vio entrar a esa cafetería a Vladimir potentado con ese extraordinario traje azul marino, o si bien tan sólo a unas cuantas horas atrás, cuando le fue entregado aquella caja de regalo por medio de un mensajero que contenía el collar de diamantes que ahora colgaba de su cuello… Intentó, pues, disimular su llanto y su miedo, intentó mirar a Vladimir a la cara y decirle todo aquello que se resumía en un simple Te Quiero, pero no pudo, y el camino continuó acabándose.

Los faros del vehículo alumbraban irregularmente una pequeña zona del arado al que habían irrumpido tan sólo un par de minutos atrás. Apenas la suficiente como para moverse a un par de metros del coche, la oscuridad aún imperaba. Vladimir limpió un poco el parabrisas (eran los últimos días de noviembre) y bajó del vehículo. Sus zapatos recién boleados se vieron envueltos rápidamente de polvo. A través de la ventanilla le dijo a Ana María que esperase y encendió el radio a volumen bajo. Al ritmo de Someone to Watch Over Me de Stephane Grappelli revisó rápidamente las llantas con un par de puntapiés a cada una y se dirigió hacia la parte trasera del coche. Ana María lo siguió con la mirada pero a cada paso su respiración se aceleraba considerablemente. Cuando la silueta de Vladimir se encontró frente al porta equipaje era ya un manojo de nervios. Cerró los ojos con fuerza y escuchó como la llave giraba dentro de la cerradura, como se alzaba la estructura de metal y posteriormente los gemidos, los primeros improperios que soltaba Vladimir, las promesas de muerte y un par de disparos. Es todo, se dijo, y abrió poco a poco la mirada; borrosa su contemplación todavía cuando vio pasar la forma de un hombre herido a toda marcha por la ventanilla de Vladimir, un disparo más. Vladimir a paso firme por el mismo trazo. El hombre herido en la parte delantera del coche, Vladimir con la pistola apuntándole a la cabeza. El hombre rogando por piedad y asomando su pena al asiento de Ana María como si en ella se encontrara el perdón. Un intento de disparo más, Vladimir sin balas, el hombre que toma posición y comienza a correr. Vladimir que grita a Ana María y ésta que sin saber a ciencia cierta que hacer, abre la puerta golpeando al hombre… Con el hombre tirado en el suelo a unos centímetros de la puerta de Ana María, Vladimir se da el lujo de buscar lentamente en sus bolsillos un par de balas más, colocarlas en su revolver, martillar y acerarse al hombre. Primeramente una mirada a Ana María, un beso soltado al aire y después el estallido; la masa encefálica del hombre derramada por todo el arado.

…Te quiero, Ana, te quiero. Pero no creo que deba pedirte una disculpa mayor… Vladimir y Ana María se enfundaron entonces en un abrazo comenzado por él con el fin de taparle el espectáculo que se encontraba a su pies. Las manchas de sangre se mezclaban ahora con las lagrimas en la tela de su vestido fino. Ana María sollozó por un par de minutos y después se levantó, tomó aire y se dirigió a la parte trasera del coche. Vladimir la observó y no supo más que hacer. Se rascó la cabeza y se le hizo una buena idea continuar con lo planeado. Se agachó y comenzó a jalar el cuerpo hasta la parte delantera del carro.

–¿Te podría ayudar de alguna otra forma?, dijo ella volteando hacía Vladimir, que al levantar la mirada la perdió ante los destellos de los faros. Ella fumaba.

–Podrías traerme la pala que se encuentra en la cajuela, pero no te molestes.

Sin hacer cuenta de lo dicho, Ana María se dirigió hasta la cajuela. Sacó la pala y dándole la vuelta al coche llegó hasta Vladimir donde le ofreció lo necesitado, tomando cierta distancia. Vladimir agradecido hizo una pausa en su quehacer para hacerle una reverencia y comenzó a cavar. Silencio.

–¿Es tu primera vez?, preguntó Vladimir rompiendo la atroz sordina que se había formado entre ellos de nueva cuenta.

–¿Y la tuya?, respondió Ana María desafiante y dándole una profunda calada a su cigarro.

El silencio entre ambos volvió a reinar. El sol comenzaba a salir por el horizonte, lo mejor era que se apurasen. Les esperaba el día de sus vidas. La historia apenas comenzaba.

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