Replicantes.

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España, 2009.

Sunset Boulevard

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El que Busca Encuentra

viernes, 29 de abril de 2011

4 Historias Negras sin Conclusión I: Dual

4 Historias Negras sin Conclusión I

Durante los últimos días me he ido encontrando viejos textos (proyectos) de hace un par de años que rozan un poco el genero negro. He decidido entonces que durante las próximas 4 semanas, empezando con esta, los colocaré aquí en esta nueva colección: 4 Historias Negras sin conclusión. He aquí la primera parte.


Dual.

A. Güiris V.

Al Sr. Larson se le apatecía una cerveza, o al menos eso indicaba el cartón pintado con faltas de ortografía que habían dejado los sicarios vistosamente colocado en la mesilla contigua al sillón donde se encontraba su cuerpo: “A este pendejo se le hantoja una cervesa.” Estaba pintado con la propia sangre del Sr. Larson, oscurecida con un poco de alcohol barato. Le faltaba el dedo pequeño del pié izquierdo y dos de la mano derecha, pero de esos ya se tenía fe en el cuerpo policial (les habían llegado separadamente, uno por uno –en los últimos meses– en sendas cajas de regalos envueltas en papel celofán azul). Lo único que en realidad sí resultaba un poco novedoso era su oreja derecha, la cual tampoco se encontraba en su lugar habitual sino dentro de su boca, entre sus dientes (amarillentos y cansados). Razones inexpugnables del rompecabezas del dolor.

Cuando Joseph entró a esa casa lujosa al norte de la ciudad no esperaba encontrarse con tal escenario, no recordaba haber visto algo asi o parecido en su vida. Quizá algo similar en la primera escena de “Manhunter” de “Michael Mann” cuando era niño -y había decidido entrar a la policia- pero de eso ya el olvido había hechado razón, o por lo menos lo había establecido hasta ese día, cuando el momento se lo recordó por instantes. Sobre todo al ver esas paredes blancas llenas de pintas con sangre; pero que ignorantes y faltos de cultura eran los criminales en la vida real, se pensó subitamente antes de ahogarse en el terror. En realidad ésta era su primera misión al frente de un grupo de investigación de tal nivel. Ésta era la primera vez que estaba frente a frente con una de las victimas de la banda del “Séptimo Libro”.

Los vecinos se regodeaban a las orillas de la clásica banda policial de color amarrillo, iluminando sus rostros por el brillo de la comidilla y el “chismorreo” local. En sus miradas se percibían las insinuaciones de interés; por una parte las de los posibles testigos reales, por otra las de los falsos sorprendidos por el sonido de tantas sirenas reunidas. Las canas de los mayores pintaban de azules y rojos sus años de calma y paz. Muchos de ellos, la gran mayoría, negaban con su cabeza a la vez que iban perdiendo en sus pupilas las esperanzas de una recta final rodeada de tranquilidad. Toda situación quedaba relegada al sonido de los radios policiales que no dejaban de insistir en más unidades de peritajes. Joseph salió a tomar un poco el aire después de oler la pestilencia que emanaba dentro de la sala de la casa, se fumó un cigarro y observó a detalle la cara de todos esos individuos que habían sabido desde siempre que el Sr. Larson había estado secuestrado en esa vivienda, en su barrio, pero dentro de los cuales, en su moral (o al menos así se lo pensaba en ese momento), nadie había tenido el valor de decirlo o mencionarlo. De soltarlo siquiera al aire como una hoja que cae en otoño.

En la acera de enfrente un puñado de lujosos carros hacía hilera hasta la esquina concebida por la mirada. Para Joseph todo aquello era una especie de barrera o muro, una maldita frontera social que ponía en entredicho todos los estigmas que salían a relucir si se pensaba en los diferentes estratos de vida. Indicativos hipocritas de que cosas así no podían suceder en lugares como éste, farfulló. Pero el mundo era distinto a como había sido trazado por la vox populi y enormes piscinas, con figuras exoticas, se iluminaban desde el cielo por parte de los helicopteros de los medios y la policía. La vida es un lujo que no cualquiera se puede dar, se dijó, y tiró su cigarro al suelo pisándolo con la punta de su zapato.

Stanley, su fiel compañero en los días de patrullaje, se acercó primero a la sombra y luego al cuerpo de Joseph, –cuya mirada aún se encontraba centrada en la de esos testigos mediocres y cobardes– para tocarle el hombro. Le pidió amablemente que volviese a la casa, que habían encontrado “ciertas cosas” que podrían parecerle interesantes. Ambos entraron descubriendo que el olor se acrecentaba a cada minuto. Incluso algunos en el exterior ya comenzaban a poder percibirlo; sus rostros tapados mediante sus manos en un claro signo de querer marcharse no daban tregua al morbo que los atrapaba mediante una pequeña puerta entreabierta. En realidad nadie se iría hasta después del Sr. Larson.

En el refrigerador envases de cerveza, todas ellas llenas de sangre, todas ellas ennegrecidas con alcohol barato. En el fondo de la nevera un mensaje: “Este inbecil no quizo segir beviendo”, en la sala los flashes a tope por parte de un par de fotográfos de la policía. El cuerpo del Sr. Larson aún no se movía de su ultima posición en vida. Se encontraba acostado en un sillón barato, de frente a un televisor sin volumen, donde alguien había dejado una pelicula pornográfica, tal vez para que la muerte del Sr. Larson no fuese tan incomoda como uno imagináse, o bien para que supiera poco a poco todo lo que se perdería en vida. Quizás era cierto todo eso de el Sr. Larson y su séquito de prostitución infatil, quizás era cierto que había violado a todos esos niños.

Joseph dió la orden de sacar el cuerpo después de que los expertos habían concluido su trabajo. Al moverlo se le encontró un hueco del tamaño de una moneda de diez pesos en la espalda baja, era el sitio de donde se le extraía la sangre para darsela a beber de nueva cuenta con un poco de ron barato. O por lo menos esa fue la hipotesis primera de uno de los peritos.

Las patrullas comenzaron a marcharse mientras el cuerpo cubierto por una sabana vieja se acercaba a la ambulancia. Al final, si a eso se le puede llamar un verdadero final, la única imagen que tuvieron todos los habitantes –y público de las televisoras que se encontraban ya sitiando el lugar– de ese hombre todopoderoso, y del cual siempre se dijeron tantas cosas, fueron las plantas de sus pies ensuciadas con el polvo de meses. El izquierdo, como la policía ya lo sabía, estaba incompleto.

El patrullaje y la ambulancía dejaron tranquila la calle y el barrio. Joseph dio un par de vueltas por el, tenía desde hace semanas problemas de insomnio. Eran las dos y medía de la mañana cuando salió de la zona y se dirigió al sur, en el camino decidió parar por unas cervezas y pensar un poco de que lado estaba en realidad su ética. Decidió que a la mañana siguiente iría a visitar a su padre al psiquiatrico.

sábado, 23 de abril de 2011

Biografias del Rockero Desconocido Vol. IV

Biografías del

Rockero Desconocido IV.


IV.- Pedro Gutiérrez Samaniego (1943 - )

Actualmente retirado de los escenarios, Pedro Gutiérrez Samaniego es considerado una de las más grandes leyendas en el mundo de las producciones independientes del rock-folk ochentero. Primeramente como letrista, posteriormente como músico y finalmente como productor, su legado se considera uno de los más importantes bajo un estilo que combinaba el humor y la calidad musical con cauteloso manejo. El camino que abrió su tardíamente empezada carrera fue seguido por gente como “Rodrigo Gonzáles, Jaime López, “El Personal”, “Botellita” y demás. Sus andanzas en el sector musical (antes lo había intentado con la pintura, la fotografía y la arquitectura,) dieron inició a sus 31, cuando junto a su colega Saúl Báez, “El Torniquete, creó el dueto “Marianos” y conjuntamente exploraron lo que posteriormente sería el sello particular en el estilo de “Pedro Samanó” (nombre con el que se presentó durante sus años en activo).

Basados en un espectáculo de lírica irreverente y música con tendencia al blues, el bolero y el ragtime llamado “Predio el Porvenir”, satirizaban la vida popular de la Ciudad de México a través de su gente acaudalada a la que llamaban “Los Cerezos”, así como de sus pobres, “Los Semillas”, que siempre entraban en conflicto por sus anhelos de una vida mejor en la que siempre, ya fuera con pleno uso de confianza o no, se estorbaban. Con mayor apego a la construcción de la obra, la ironía y la parodia, Pedro Samanó fue aprendiendo así el oficio de letrista. Faena que al separase “Marianos” por ver desgastada ya su formula, supo aprovechar y comenzar una sencilla pero prolífica carrera de solista que constó de 10 álbumes de estudio y un número similar en directo.

Apegado siempre a la critica y la comedia, sus producciones musicales se acercaban más al estilo del sainete musical. Incluso algunos grupos independientes de teatro aún representan parte de sus composiciones. Entre su discografía selecta podemos encontrar: “Crónicas de un Pueblo Anacrónico” (1979), “El Albañil del Futuro” (1984), “Profesiones Desempleadas” (1982) “Catalizador de Gobiernos” (1980), “Prisionero de Insurgentes: En vivo desde la Estación de Buenavista” (1985) “Mi Vida no es Reforma” (1981) y muchas más. Fue a partir de1986, a sus 43, que empezó a dejar de lado el mundo de la “construcción”, como él la nombraba, para dar paso a otra generación de músicos y bandas a las que apoyó con su productora “Jinete con Cabeza.” Entre las personalidades que podemos destacar en este rubro están: “Santiago A-go A-go”, “Televisor en Blanco y Muero”, “Oliva & Sus Olivias” y “Ladrón de Hogares”, los cuales –todos ellos– lograron tener un buen y calido recibimiento por un pequeño sector del aficionado capitalino en la década de los 80s. Siempre fiel a su estética y gracia, Pedro Samanó, en realidad Pedro Gutiérrez Samaniego, se retiró oficialmente en el año de 1994, dirigiendo su camino al estado de Hidalgo, lugar donde reside actualmente junto a su esposa y dos hijos.

Al día de hoy, escribe una columna cultural/deportiva en un diario local y se ha apartado por completo del mundo de la música. No obstante, a pesar de su lejanía para con la industria, se le podrá ver en el documental “Cerilla de Nostalgia” del director Alejandro López, próximo a inaugurarse en el Festival Internacional de Cine de la Ciudad de México, donde aceptó se le entrevistara acerca de su carrera. Es la primera vez que accede a una petición de este tipo desde su retiro.

Debido a que planes a futuro están descartados –los rumores de un posible retorno han sido más que rechazados– un pequeño grupo de bandas nacionales que han decidido permanecer en el anonimato (hasta que las conversaciones por los derechos están más resueltas), planean un disco y concierto tributo a la trayectoria de esta gran figura del rock nacional. Asimismo, existe información poco certera de que Pedro Samanó escribe actualmente una novela con tintes autobiográficos. Asunto que hasta el día de hoy no se ha confirmado ni desmentido.

Apegado, pues, a una vida hogareña, Pedro Gutiérrez Samaniego puede presumir que logró la mayoría de las metas que se impuso en su carrera. Acaso el único proyecto, del que se tenga conocimiento no logró concluir, fue el de hacer una especia de Opereta-Rock-Folk basada en la novela “Pasos de Sangre” del autor Eugenio Aguirre.

Su vida privada actualmente es muy reservada pero se sabe que su salud es bastante estable. Se reúne cotidianamente con sus antiguos colegas, incluyendo Saúl Báez, también retirado de la farándula.

Artistas Favoritos: Emitt Rhodes, Eric Andersen & Tim Buckley

Canciones Favoritas: Once I Was & Violets Of Dawn

viernes, 15 de abril de 2011

Un Día

Vía Libre.


Un Día.

A. Güiris V.

Justo cuando las aspas del helicóptero en el que viajaba Susana empezaron a fallar, cuando los remaches comenzaron a ceder y el destino de sus tripulantes estaba echado a la suerte como una moneda sin cara, Alberto se levantó de ese sueño que recurrentemente había tenido un par de veces cada noche en los últimos quince días y que lejos de ir tomando fuerza, empezaba realmente a apenarlo. Aquella visión no era otra mas que la de su abuelo, muerto desde que él tenía seis, acercándosele en un prado enorme (gigantesco) que lentamente se iba convirtiendo en una ciudad por total desconocida, quizá el Londres de mediados de los 70s, para decirle, con acento de nostalgia, que cuidara a su familia, que hiciera y diera todo por ella. Que la amara. Al principio, sobra decir, Alberto sintió que la locura por fin le alcanzaba el tuétano de su inmaculada imaginación y que todo estaba echado en suerte, luego (por así decir), de un devenir de emociones trágicas donde predominaba el temor al propio deceso, la vergüenza, o algo parecido, le paso por la cabeza.

Se frotó los ojos, aún se sentía un poco ebrio –el olor a ron aún permeaba la habitación vacía que era su cuerpo– y encendió el televisor. Eran alrededor de las 8:30. Se preparó un café que a los dos sorbos tiró por el retrete (jamás le había tomado gusto a ese tipo de bebidas) e intentó dormir de nueva cuenta en el sofá blanco que acababa de comprar, no lo logró, subió nuevamente a su cuarto. Miró por la ventana a la ciudad y suspiró. Por un momento llegó a ver ese mismo cuadro en el que al final de su sueño, el abuelo desaparecía detrás de una neblina espesa. Buscó entre su ropa interior las botellas que guardaba para ocasiones como esa y se preparó una mezcla que había aprendido en Playa para curar la resaca. Dos tantos de ron, un tanto de tequila, otro igual de vodka, gaseosa y limón. No tenía hielos. Bajó por las escaleras de servicio con su trago en mano y cruzó el jardín hasta llegar a la cocina. Intentó comer algo pero todo le daba en demasía asco. Se paseó por la sala, vio desordenados todos sus acetatos y decidió escuchar algo. Últimamente había centrado su fuerzas en Gustav Holst y Mussorgsky (le habían encargado un par de guiones para una serie de ciencia ficción infantil,) así que prefirió algunos Blues. Encontró rápidamente sus viejos álbumes de Leadbelly, Lightning Hopkins (¡Por Dios!, cuanta le gustaba Lightning Hopkins cuando joven), Koko Taylor, Skip James y Memphis Slim, pero al final se decidió por aquel long play, ni tan viejo, donde James Cotton se juntaba al cuarteto de Charlie Haden. Estudió las canciones, asentó la cara B y puso aquella de “Sad Letter”. Se sentó en el suelo, recargó su nuca sobre la pared donde tenía esa pintura enorme que había conseguido en su último viaje a Rusia y se bebió apaciguadamente su trago hasta terminarlo. Vio el fondo del vas y un poco de tristeza le entró por las cuencas oculares. “Si el mundo guardara silencio”, se dijo, con los ojos cerrados y la cabeza hacía el techo, “podría oír como el fin se acerca. Como el fin no está tan lejos y nos tiene ya abrazada la vida.” Suspiró y la tristeza se esfumó en forma de vaho maloliente. Suspiró de nueva cuenta. Se levantó, se acercó al aparato y regresó la canción. Los ánimos le volvían, las ganas le nacían en el recién inaugurado día. Las ideas también comenzaban a llenarle la cabeza. Subió a la planta alta por las escaleras principales y se sirvió otro trago. El televisor continuaba encendido. Tomó el pasillo y se dirigió a su oficina, su recinto pulcro y sagrado de saciedad; lleno de ese olor a madera fina y tinta añeja por su extensa biblioteca. Apuntó dos que tres ideas para usar más adelante. Salió y dio un vistazo a los demás cuartos de la casa. El cuarto de juegos; que aún no tenía ningún juego, el cuarto de visita; virgen y sin cama, el espacio para la lectura; amplio y sin ventanas y el cuarto que había guardado para el hijo que algún día tendría con Susana. Pensó en ella.


Cuando los bomberos llegaron había poco o nada que hacer. El trafico los había cercado y para cuando su arribo se dio, el fuego en si mismo se había controlado. El público era expectante, había dos que tres mujeres en pánico que no dejaban de llorar y un par de hombres con quemaduras o manchas negras conseguidas obviamente por tratar de acercarse a ayudar. Sobre el caos reinaba un poco el orden, nada más que el respeto que se tiene cuando la muerte se encuentra cerca y uno no quiere llamarle del todo la atención. Las mangueras comenzaron a cesar los retazos de calor que aún se negaban a desaparecer cuando los policías llegaron y con estos la ambulancia. Un par de hombres trajeados se acercaron por fin a los restos mientras algunos policías cercaban el sitio. Más gente comenzó a llegar. El cielo de la ciudad comenzaba a tornarse oscuro, a mimetizarse con el humo. Un anciano dijo que pronto llovería. Las mujeres no dejaban de llorar y uno de los hombres manchados con ceniza comenzó a hacerlo de igual manera. Sobre el concreto un brillo especial captó la atención de uno de los trajeados. Este se acercó y lo levantó con una pluma. Era parte de una pulsera.

“¿Qué será de ella?”, se dijo mientras contemplaba el cuarto. Mientras recordaba como imaginaron y escogieron juntos ese espacio, mucho, pero mucho antes del divorcio. Los dos querían tener un niño, hombre, varón. Se llamaría Luis y sería de espíritu aventurero. Una de las paredes habría sido pintada como el cielo (con varias formaciones de nubes pero sin el sol), otra como selva (con árboles frondosos y varios animales), la tercera con un enorme barco en medio de una estrepitosa tormenta y la última en blanco; un lienzo para el futuro artista de la casa. Alberto se imaginó por un momento esa vida, con su hijo en las rodillas pidiéndole que terminará de leerle el cuento. Él pidiéndole a Susana que lo atendiera mientras hacía una anotación en su oficina que recién le había llegado a la cabeza. ¿Habría hecho esa novela de humor negro sobre un club de mujeres divorciadas asesinas que tanto augurio le daba en sus años de universitario?, ¿habría sido más delgado, menos calvo, más abierto? ¿Habría sido Luis un niño sano? ¿Y Susana?, ¿habría sido feliz, muy feliz? ¿Habrían llegado juntos a ser viejos? Terminó su trago y de nuevo bajó a la sala. Quitó el disco de James Cotton y permaneció un largo rato en silencio. Apenas se escuchaba el televisor a la distancia. No le gustaba sentirse solo.

Los restos fueron llevados al Semefo para comenzar las arduas tareas de reconocimiento. El encargado dijo de primera mano, al verlos, que sería difícil. Que sería difícil esta vez. Eran 4 personas, los detalles –más bien– de 4 personas las que se encontraban en las planchas de acero frío teniendo como duro jurado a un par de detectives, un medico forense y tres de sus más experimentados asistentes. Uno de los presentes dijo que al menos un par de ellos no murieron en el impacto. Susana, sin que nadie en realidad se lo pensase, pudo haber sido uno de ellos. Era lógico; si al menos algún conocido hubiera podido escucharlo. No fue sino hasta la noche, empero, cuando tuvieron los 4 nombres confirmados, que las autoridades buscaron y hablaron a sus familiares. En el caso de Susana fue a su esposo, él cual al oír la noticia no pudo más que quedarse mudo, colgar, decírselo a su madre, que estaba de visita aquella noche y juntos subir al cuarto del pequeño Raúl para arroparlo. Hacía un poco de frío.


Pasadas las 7:30 de la noche Alberto se levantó de su silla, llevaba todo el día trabajando. Frente a él tenía terminados los borradores de ambos guiones que tenía de encargo. Le habló a un amigo, le habló a su representante y le habló, al final, al productor del programa. Le dijo que había terminado los borradores y que en ese mismo momento se los estaba enviando. Holst sonaba a todo volumen por la casa cuando bajó a prepararse un emparedado de jamón serrano, lechuga, mostaza y pan de centeno. Una pequeña pulsación le incomodaba en el corazón desde hace un par de horas. Pensó en hablarle al medico pero prefirió comer, tenía hambre. Mucha hambre. Al cabo de unas horas apagó la música y todas las luces de la planta baja. Se dio un baño y se dispuso a dormir. Programó el televisor y cerró los ojos mientras oía las noticias deportivas del día. Cayó en profundo sueño, soñó a su abuelo, soñó lo usual en los últimos días. Soñó entonces que su abuelo desaparecía por una espesa neblina pero en esta ocasión, por vez primera, y sin saber porque, se atrevía a seguirlo. Cruzó el muro de humo y se tardo en enfocar, en encontrar de nuevo siluetas conocidas con la mirada. Cuando lo logró, se encontró volando, sobre las nubes, sobre la gente, sobre la ciudad que era de un tamaño diminuto. El rotor sonaba a marchas forzadas mientras él continuaba elevándose. El mundo se convertía lentamente en un pequeño pedazo de arena sobre la inmensidad del universo. Sonrió, lo que veía era tan indescriptible como inesperado, se sentía en las mejores manos del mundo. Respirando el mejor aire del mundo. Cerro los ojos y jamás volvió a despertar.

viernes, 8 de abril de 2011

Una Pequeña Historia de Amor

Vía Libre.


Una Pequeña Historia de Amor.

A. Güiris V.

La verdad es que Rodrigo y Helena si tuvieron sus pequeños “enceres”. ¡¿Para qué negarlo?! Justo sería decirlo y no dejar que se desvanezca el amor y la ilusión que florece siempre en las caries del “Rodri” cuando se lava la boca en las mañanas de resaca. Por ejemplo, ¡y como principal símbolo de su unidad!, tienen esa foto donde aparecen casi juntos –a 5 cuerpos de distancia– en la 8va reunión de la nada apremiante generación 1986 – 1990 a la cual asistimos todos. La única a la que ha de asistir él (pues ha prometido ya no volver), curiosamente la única a la que ha asistido ella; anunciando su presencia con “bombo y platillo” con varios meses de antelación pues ya no vivía en el país cuando ésta se llevo a cabo. Guarda también –y con mucho recelo– ese amuleto en forma de moneda de diez pesos que su prometido le dejó como propina cuando fueron a tomar un par de cervezas al bar donde trabajó como mesero dos años, “Salón Lexico”, así como la anécdota, cuasi novela de aventuras, de cuando se los topó en la calle aquella misma tarde y lo saludaron, ¡le dio la mano!, y los invitó sin esperanza de que en realidad fueran a asistir. Tiene la imagen, en la pupila, en el iris, en la cornea (y aún jura que si lo miras detenidamente la puedes llegar incluso a describir) de cuando entraron por la puerta. Primero él, ¡bah!, no importa, un tipo cualesquiera (bofo y con corazón de marca) y detrás ella, ¡sí!, con ese vestido blanco con el que la ha soñado la mayor de las veces. Con el que practica su vals imaginario… Tiene el mismo sudor de ese día en las manos cuando se enfrenta al atardecer, tiene aún el temblor en las rodillas y las cenizas de los nervios acaecidos. Tiene la exacta versión (doble de lujo) de aquel disco, aún en su forro original, de Chet Baker que compró después de encontrársela con sus amigas en la tienda de discos y oírle decir que sería un bello regalo, una buena seña de que en realidad la conocían. Tiene la discografía completa de Baker bajó el colchón. Tiene una caja cerrada con el perfume que usaba nocturnamente los sábados, la casi notoria sensación de su olor en la mañana siguiente y una descripción detallada de su mascota escrita sobre una servilleta de papel. Tiene el recuerdo, sí, y la promesa de un café, de la broma malgastada que terminó en esperanza y sueño roto. Tiene aún la bondad de no usarla cuando sangra de la nariz en épocas de calor… Es más, aún se sienta en la banca del parque creyendo que ella lo cruzará entre las tres y cuarto y las cuatro y diez para llegar a su casa… Aún se imagina en las ramas de ese abeto, escondido, espiándola con binoculares y siendo ellos apenas unos niños inmersos en la década de los 50s: ella con crinolina y esas faldas bombachas, él –en su intento de ser un tanto más “macho”– con su camiseta blanca, su chamarra negra de cuero y sus gafas oscuras. Incluso aún se ríe al verse caer de aquel árbol enfrente de ella. Aún suspira al casi tocar su pelo mientras ella le cura las heridas después de llevarlo a su casa en la misma fantasía… Aún le lleva serenata, la más bella de todas, mientras se baña. Aún suele creer tener buena voz bajo el manto de la regadera. Aún conserva, sí, esa fotografía donde aparecen casi juntos, sólo a 5 cuerpos de distancia, donde él claramente la mira a ella, y ella posa para el lente.

Sabe que cuenta con sus palabras, con sus vertidas letras en aquella carta anónima que supo, en sus tiempos, le gustó, le gustó mucho, mucho y mucho. Sabe que al menos la guardo en su cajón privado (ese lugar secreto, cual corazón, que tienen las mujeres para las cosas que no deberían ser de naturaleza material) por lo menos un par de años. Sabe que lo buscó, que lo buscó y sabe, a ciencia cierta (y cruda), que nunca lo encontró. Que si lo hizo, fue dentro de un mejor empaque, con diferente nombre y un aliento más fresco… Sabe que ambos lloraron con esa misma película y en esa misma escena, aquella donde Clint Eastwood se le aparece a Meryl Streep en medio de la lluvia. Sabe que conoce la letra de un par de canciones que a él le agradan y que con el tiempo se han convertido en su favoritas. Sabe que en algún momento de su vida, estando un poco ebria, dijo que él le caía bien. Sabe que lo dijo, de varias fuentes. Lo sabe. Es lo único que sabe, y lo que le ha hecho vivir viendo hacía adelante.

No es que uno quiera levantar falsos o mirar las cosas a modo, no, esa teoría no nos concierne del todo aquí. No somos del todo tan optimistas como parece. En realidad, no es que Rodrigo, ahí, tirado a mitad de la calle después de ser atropellado por un taxista se preocupe por la vida y la verdad. Sabe en realidad que él y la “hermosa” (como le gustaba describirla) de Helena tuvieron sus “enceres”, sus asuntos. Aún los recuerda, conserva, guarda y suspira. Sí, suspira mientras los paramédicos le dan la mala noticia, a pregunta expresa suya, de que seguirá vivo, que aún se debe mantener un par de años, acaso un poco más, solventando el grandioso y magnifico esfuerzo de imaginarse una vida a lado de ella. Aún la piensa, sí, la ama y la extraña. Lo ha dicho, se lo ha dicho al cielo mientras lo levantan con la camilla para darle un nuevo reposo. Lo ha dicho, claro, “tuvimos lo nuestro, tu y yo. Lo tuvimos, Helena.” Y entonces se ha dormido y se ha puesto a soñar gritando.

viernes, 1 de abril de 2011

Todos los Fines del Mundo

Vía libre.


Todos los Fines del Mundo.

A. Güiris V.

“Ha fluido la sangre incansablemente en mis venas, yo he fluido a veces con cansancio en las venas de la vida.”

Edmundo Valades.

El pequeño Jacobo dejó de tenerle miedo al fin del mundo a los 28 años. Y no es que ahora, a sus 35, se le pueda describir como un tipo valiente, no, algunos incluso le continúan considerando como noble con tal de ocultarle su frágil carácter. Siempre ha sido un buen tipo. A sus 7 años, por ejemplo, no podía imaginarse otra cosa más que las consecuencias de esa hecatombe final (no el hecho en si), y en su inocencia –perdida en la virginidad de los actos humanos– nunca le fue permitido formar parte del suceso. Se veía fuera de la humanidad, como un único sobreviviente en un mundo que simple y llanamente se había quedado vacío de un día para otro. Se imaginaba pues, bajando a desayunar, solo, con una fuerte aprehensión que le calaba su recién inaugurado corazón por extrañar en demasía a su familia; a su madre y su sazón, a su padre y las “luchitas”, sus hermanos (y los juegos) y sus peluches (y sus abrazos). A los 9, en cambio, cuando ya formaba parte de la palomilla de la cuadra y era ya un ente rebosante de aventuras diurnas (¡como olvidar la cueva y la casa embrujada!) y se atrevía ya a deducir el hecho –que constaba de grandes y cuantiosas explosiones por el cielo cual guerra estadounidense, cual televisión– aún continuaba mirándose como un sobreviviente. El sobreviviente. Le gustaba verse, entonces, surcando las más impresionantes aventuras en solitario, reconquistando el mundo, volviéndose viejo ante las cenizas de todo lo que alguna vez. A sus 15, como todo, las cosas habían cambiado; la complejidad se había perdido en el camino y tan sólo le quedaba en las entrañas –al hacerse presente el pensamiento de ese acto final– el temor universal de morir. Simplemente de morir. A los 19, habiendo ya servido a ciertos pecados de origen, lo único a lo que temía era a no vivir lo suficiente.

Para los 25, cuando la vida le debía de cambiar; venir a menos, como bien le había dicho Raúl, su mejor amigo de la universidad, Jacobo no sentía las deudas que a muchos de sus contemporáneos afligían, que a muchos de sus compañeros y amigos les dolían. Había sobrevivido ya a tres llamados del Armageddon y fuera o no fuera por eso, fuera o no fuera por los consejos de Raúl, Cristián, Osvaldo u otros de sus colegas, Jacobo se había dedicado a vivir en los últimos 5 años rápida y efusivamente. Tanto así que cuando, ¡una vez más!, la moda del Apocalipsis tocó a la sociedad, este se dedicó a mirar por encima de los hombros a todos los temerosos y les espantaba golpeándoles bajo los codos y dejándoles en la conciencia mezclas erróneas de profecías antiguas, mitológicas y modernas para que creyesen que este sí, este sí sería el verdadero final. A cualquier desastre natural, cualquier noticia de mala fe o acto que se supiese negativo, le ponía sentido histórico y de predicción. Le divertía la paranoia social. Le divertía el color del miedo. Le divertía el mundo y la vida, le gustaba sentirse vivo, vivo para seguir viviendo… Al llegar a los 28, como ya se sabe y he dicho, la catástrofe final era una jugarreta más de mala gana para él que algo que en realidad podía tomarse en cuenta. ¿La razón? Digamos que para esa edad, se quiera o no se quiera creer, ya la había conocido. La había tenido de frente. Frente a frente. No obstante, no sería hasta más tarde que la entendería.

La vida, pues, para él, siempre debió ser un simple recuerdo, un simple recuerdo/muro construido por ladrillos de momentos. Momentos mágicos, terribles, andantes y cansinos. La vida se debía de gastar, hasta el más mínimo detalle y sin ahorrarse nada de ella. Se debía de dejar exhausta bajo la vía, bajo las piedras y sin adeudos. Sin cobranzas. Para los 30, entonces, podemos decir que Jacobo había cumplido la primera parte de su proeza; dejarle al fin del mundo los restos de algo que ya había sido consumado en su mayoría. “Para que morir de viejo” se decía, “si se puede morir cansado.” Para esos 30, pues, Jacobo ya había besado a más de 20 mujeres, algunas de ellas de mala fama, había malgastado miles de pesos en revistas, discos, películas y vicios. Había caminado por 3 continentes; viajado, se había perdido y primeramente sentido el miedo de lo desconocido para después enfriarlo con el calor de la adrenalina del explorador. Se había creído todopoderoso y había caído. Había sido arqueólogo, científico, abogado y policía, también luchador. Se había dormido en el desierto y en los bosques. Había nadado en ríos, mares y lagunas. Había sido mordido y había enfermado; incluyendo esos tres días en que no pudo caminar. Se había recuperado. Había olido la tierra mojada al despertarse. Había pescado y había dejado libre a su presa. Había salvado y matado. Había visto los más bellos horizontes; en la sierra, sobre el aire y al límite del océano. Le había visto todos los colores al cielo: verde, morado, azul, rojo, naranja, negro, etc. Había corrido después de romper un vidrio, un alma, una nariz. Había soñado con volar, con leones, con casas y causas perdidas en medio de la selva. Había robado. Había sido un cobarde y un valiente, había ganado y había perdido. Había servido y había sido servido. Había trabajado en un bar como mesero, en una escuela como maestro, en un edificio como conserje, en un viñedo como esclavo. Había tenido su banda de rock donde había sido cantante y guitarrista. Había intentado con el pop secretamente. Había compuesto canciones que nadie jamás escuchó y algunas otras que gustaron a un par de personas. Había dejado sangre en un terreno de futbol americano, de soccer, de baseball y de basquet. Gustaba de ver el Jai Alai y el Golf, ¡les entendía! Había dejado restos de si en las cantinas más pueriles y las discotecas más galantes. Se había drogado, reído sin sentido por más de media hora con sus amigos más cercanos. Había fumado y tragado el humo de la vid hasta sentirse mareado. Se había emocionado hasta las lagrimas con una película, una actuación, una novela, un concierto. Se había quedado sin voz más de cien veces. Había saltado por pozas y cascadas. Sentido frío y calor. Se había roto una pierna y un brazo, quizá también un poco la razón. Había escalado, sepultado y asesinado en pensamientos profundos de ira. Había hecho el amor con más de una mujer en sueños. Y había deseado ser rico y había vivido días u horas como tal. Había cantado e intentado cantar; jamás olvidará cuando lo corrieron de aquella cantina y salió tambaleante y ebrio mientras iba intentando entonar por las calles esa canción tradicional irlandesa que habla de una rosa roja a pesar de estar en un clásico pueblo del bajío. Había visto la vida y la suposición del romance. Había amado.

Había amado, sí, y amado como lo dicta la vida; una vez nada más y sin pedir nada a cambio. Había sido rechazado, rechazado porque la vida era así para él, un muro de momentos que uno construye y no deconstruye. La había conocido de la manera más especial en que se puede ver a una mujer por primera vez; no entre un lecho de rosas, encima de una nube o dentro de la galantería de un sueño hecho realidad, no, sino como una parte más de la vida, de la realidad existente que uno quiere y desea inmediatamente sumar a sus años. Como resorte del alma, como calambre en el cuerpo, como espina en el corazón. Como realidad hecho sueño y con el ojo y el corazón tan abierto como el cielo en un día despejado y hermoso. La había visto y no soltado jamás, su corazón le había prometido jamás abandonarla; no hasta este día al menos que se cuenta hacía el final, no hasta la muerte, no hasta que el mundo termínase. No hasta ese día último, el último día. No hasta que se tuviera que rendir cuentas, donde él entonces hablaría de ella y el mundo hablaría de ellos. Y es que no ha habido día en que no piense en ella a pesar de todo… Había amado, sí, y amado como la vida nos permite; negando y aceptando. La había negado y la había aceptado. La había escuchado, la había soñado, la había olvidado (como ilusión) y sobre todo, la había hecho reír y le había llorado. La había hecho emocionarse y la había decepcionado. Le había dicho que la quería, que la amaba y alguna vez, casi en sueños, le había dado un beso en la frente. Le había visto una noche, quizá la mejor noche de todas, y le había tocado las manos. La había visto feliz, a su lado y sin reparos, queriendo que el tiempo se detuviese y todo pudiese quedar en ese segundo, en ese instante… Alguna vez, acaso, le oyó decirle a ella cosas con cierto cariño hacía él, y él se había sentido fuerte, fuerte tan fuerte como un martillo para comenzar a crear todo de nuevo... Le había ofrecido, sin exigencias, la mayor parte de si mismo. La ocultó, sí, la ocultó como quien oculta la mejor parte del día para los amigos más queridos, como quien esconde el tesoro para la mejor parte de su vida; cuando se pueden por fin contar las riquezas… Pero el mundo y la vida habían escrito la historia de otra manera y con ella, a fin de cuentas, Jacobo se ganó su fin del mundo. Se ganó su valor para hacerle frente a los mitos. No lo entendió hasta ese momento, hasta ese momento en que dejó de tenerle miedo al fin del mundo a los 28. Cuando la dejó partir de su corazón.

“¿Cómo tenerle miedo a la muerte cuando la vida se me ha dado como una bella película sin final? ¿Cómo?” Se pregunta ahora, en estos años, cuando camina por las calles esperanzado a que un meteorito caiga por sobre el horizonte y todo acabe por fin. “¿Cómo sobrevivir sin tener ganas de ir a otro lugar a contar todo lo que hemos hecho aquí?, ¿cómo?”... No lo imagina, no lo concibe. Quizá no lo haga nunca. Nunca. Ahora bien, no podemos decir tampoco que Jacobo haya vivido ya, a sus 35, todo lo que un hombre pueda llegar a vivir en una larga vida como para llegar a esas conclusiones. Éstas, en todo caso, forman parte de esa otra historia que como muchas otras de corte amargo, reverdecen en ocasiones sin dejar de ser narrables… pero ya tendrá su tiempo; ”...todo a su tiempo”, como dice el buen Jacobo, “…todo a su tiempo… y hasta el fin del mundo”. Pero si bien somos honestos por otra parte, ha tachado ya más de los esencial en una lista que dista mucho de los reglamentos seculares, sociales y escolares. Más de los que muchos hombres a los 45 o 50 pueden presumir. Ha vivido, sí, y ha vivido bien. Tanto, que está preparado para sonreír en ese último segundo, en ese último instante en donde está seguro, todos buscarán a quien abrazarse con temor, con sudor frío y dolor; no para ver su vida pasar, sino por todo lo que dejaron de hacer.

Después de los 30, claro, le tomó cierto sentido profundo al sonreír. Y no ha habido otra cosa que lo haga más sonreír que recordar. Recordar e imaginar, imaginar que por fin Dios, o quien debiese ser, quizá la Madre Naturaleza, decida por fin darle gusto a los miedos del hombre y acabar con su creación, hacerlo poco a poco. Dejar que los despidos se presenten con nostalgia mientras una especie de mensajero da cuenta de los hechos de cada uno de los habitantes de esta tierra. Primero las plantas, luego los animales, después el cielo y el infierno y al último el hombre, ya inmerso en un vacío infinito para que por fin se percate de su rol en este mundo. A sus 35, claro, tiene muchas que contar, muchas más que inventar y unas cuantas anécdotas de las cuales apropiarse. Sabe que todo tiene un fin y que el mundo se termina a cada día. Sabe que todos los días se acaba el mundo, que el final no llegará sino hasta que nosotros ya no estemos aquí. Que no nos hemos ganado el derecho de contarlo. Sabe que hay que despertarse a cada día a construir el mundo a pesar de las explosiones, los extrañamientos, los temores a morir y las vidas ya hechas y gastadas. Sabe que todo tiene su fin, que a él se le ha acabado el mundo, que ha tenido su fin y que esa hecatombe tiene, para cada persona, nombre de mujer, de hombre, de premio, tarea o trofeo. Que el mundo es cruel. Que en su lecho de muerte, cuando por fin el mundo a través de él llegue a su final, el último final, su último final, verá primeramente todo eso que hizo y se sentirá cansado, muy cansado. Entonce reirá. Entonces verá todo eso que no hizo, todo eso que faltó, todo eso que es dolor y no lo es a la vez… La vera a ella, lo que nunca pudo hacer y ser. La verá, y su final del mundo habrá llegado de tal manera que nadie se la podrá quitar; será suya, suya para siempre y en memoria, sabe que se la llevará, se la llevará para siempre; para hablar de ella y seguir hablando de ella. Para contar todas sus historias como si hubieran estado siempre juntos… Será su final, su final del mundo, como todos los tienen a diario y en vida... Sí, Jacobo –el pequeño, el noble, el valiente, el frágil– hoy no le tiene miedo al fin del mundo, sabe que llegue como llegue, su destino está pactado para poder sonreírle a la belleza. Y así, sin más ni más, los miedos han quedado atrás. El fin del mundo, en realidad, para él, es muy poca cosa.