Cruz 33.
De mis últimas ordenes en el bar recuerdo lo que un ladrón de los rostros y el pudor, lo que una moneda del azar y la suerte de mis hombros. Mi última aventura en el sitio fue tan fugaz como la veladora rota en el novenario de Esau, aquella que derramó su calor en el mantel ante el último rezo y gritos de desesperación por parte de sus familiares. Si bien no podría haber sabido a ciencia cierta que jamás regresaría a ese lugar, que ese día habría de ser la última vez que pisaba esos azulejos, confieso que aquella última asistencia fue entre una niebla veraniega y melodías de los Stones: “Under My Thumb”, “Honky Tonk Women” y una especie de versión engrandecida de “Buddy Guy” sobre “Miss You”. De las últimas gotas bebidas allí me quedan los labios resecos y ese pequeño dolor punzante en la parte baja de la espalda. Algunos, creo, le llaman a ese efecto: nostalgia.
Me retiré como solía hacerlo siempre, con el despido que saluda a todos de nueva cuenta al otro día. Como si el calendario no existiese, como si el orden de los soles no se sucediera y por fin fuéramos conscientes de que el tiempo no se puede definir ni capturar en una pequeña caja musical. Como si un pirata ciego pudiera navegar rozando las olas saladas desde su cama –sin dejar de soñar– subí la cuesta hacía mi casa tres cuartos de hora después sin saber que jamás habría de volver a ese rincón del mundo, sin saber que jamás habría de sentir y escuchar a los colegas nuevamente. A bien vestí mi camisola de gamuza favorita en aquella ocasión, la que nunca me abotonaba y todos me halagaban aunque me quedara un par de tallas más grande. En aquellos días, sí, la expiación de julio siempre me daba un poco de sudor sobre el talento, así que ajeno al calor usaba siempre manga larga. Recuerdo a bien que comenzó a llover después de que cerré la puerta de mi hogar; aquel que construí con cierto esfuerzo y que jamás volví a ver de igual manera… Sonreí –aún lo hago– las plantas que ahora son sólo una memoria perdida habrían de regarse solas y mi cansancio habría de salir ganando. Mis anhelos en esos días se centraban más en conquistar a una chica que dominar mis miedos de manejar sobre la carretera. ¿Qué puedo decir?, mi calzado no era más que la marca de un transeúnte perdido que siempre hallaba el camino a casa en medio de un mar de ideas e historias de borrachos.
Me dicen que después de dos años de fiel espera, de creencia devota, Javier García se decidió a escribir en su columna del periódico lo siguiente con respecto a mi partida: “La gente se va no porque encuentre una aventura nueva en la vida sino porque se ha convertido en un episodio pasado para los amigos y un epilogo marchito para uno de tantos amores no encontrados.” No hace mucho me enteré de ello y se lo agradecí tirando la ceniza de mi Marlboro rojo sobre su tumba en medio de saludos, lagrimas y un cariñoso revoltijo sobre la tierra que lo cubre de orilla a esquina. “He vuelto”, le dije, “he vuelto”, y tocando el crucifijo de la parte alta de su sepulcro cerré los ojos. Al abrirlos me sentí diez o quizá quince años más joven: él a mi lado –junto a su peculiar sonrisa sin los dientes frontales y los molares en lugar de los colmillos.
No es que me enorgullezca la cobardía, no (nunca), pero cuando hombres como yo deciden alejarse de la contienda no es porque el ring les haya quedado demasiado grande, sino a razón de que las cuerdas no se nos hicieron lo suficientemente fuertes como para sujetar el corazón de un hombre decidido. Jimmy, el más gangster de la familia, lo dijo alguna vez con su peculiar y empolvado estilo: “De los disparos quedan los casquillos señores, de las pasiones se conservan los recuerdos de una muerte adelantada.” Tenía razón, tanta que por ejemplo yo aún guardo en mi memoria el estado en que llegó a mi casa esa noche de verano con las balas que le mataron en la mano antes de escupir la vida en el retrete.
Los rumores son ciertos, sí, durante el exilio al que tuve que acostumbrarme a ver como un coloquio –en alguna ocasión– Pedro me envió una postal muy sentida desde el otro lado del mundo ilustrando su sentir con una foto de su azotea en una clásica tarde otoñal: “Querido amigo, debemos hacernos a la idea de nuestras afrentas. Nos acecha y acechará siempre la mala suerte. ¿Cuántas veces, mientras hemos subido la montaña para ver de cerca el atardecer, nos hemos cuidado tanto los pasos sobre la orilla que llegamos considerablemente tarde al ocaso y muy temprano para el amanecer? ¿Será acaso ese nuestro destino? ¿Será acaso ese nuestro final?” A lo que respondí, clara y velozmente detrás de la foto de un piano abandonado a la orilla de la playa: “Razones tienes para dejarte caer hermano, pero por favor, que no te pase como aquel que en la resaca soltaba la bilis en el baño y se quedaba con el enojo entre los dientes.”
Bibiano Uscanga, decano de la investigación social y la poesía, me dijo alguna vez en una reunión sindical realizada a razón del fin de año en la universidad: “Realmente pocas son las personas que entran a este mundo sin demasiadas pretensiones, muchacho. Hay incluso algunas que ya llevan el veredicto pactado sobre la urna que cargará sus cenizas. Yo, por ejemplo, cargo con los derechos de un amor vencido, eso me da cierto aire de experiencia e interés; obligación para asesinar las palabras y los sentimientos. Otros simplemente han de cargar con su belleza en el retrato hasta la cripta”. De las travesías en el devenir de aquellos días me quedo con las risas y ese tono del sol cansado sobre las calzadas de las amistades temporales, con sus secretos y edades perdidas en el canal de los anhelos mientras no olvidaba a los colegas de las bebidas locales. Mariano, Isabel, Patricio o Esau, que nunca pudo en realidad saber porque la lavadora escupía sangre cada que lavaba la ropa.
Si a bien me decidí volver no fue por alguna razón en especifico sino por todas en particular. Los ojeras me vencían los despertares y comenzaban a dominar mis aflicciones. Mi reflejo se entonaba mejor con las luces apagadas y como todo mundo bien sabe, las cervezas en otro lado del mundo, al igual que aquel que sólo se la pasa con amantes, terminan más por cansar que por sorprenderte. “Los recuerdos se hartan de ser contados y se deben de vivir de nuevo”, me dijo Raquel en aquella cena de despedida con el sol a cuestas “y tú, amigo, como los buenos vinos, eres de aquellos que te habrán de conservar en la cava por años guardando polvo hasta que se acuerden de ti y te consuman en una noche de celebración. Al menos eso, al menos eso”.
Sé a bien que habrá gente que nunca vuelva a ver o saber de ella, ese es el cacicazgo del camino: el ocaso del ruedo diario. A algunos olvidare, sí, por años y hasta que una afrenta me los recuerde. Sonreiré. A algunos más los llevaré siempre en la cartera como varios guardan en sus bolsillos las deudas y los créditos hipotecarios. Con algunos compartiré el pan y el vino y a otros habré de despedir bajo el silencio de un legado pactado: “Amigo, tu historia quizá no tuvo un buen final pero es que tuvo el mejor de los inicios.” Algunos de ellos, claro, habrán de despedirme a mi: sentados sobre un árbol y sembrando un manzano sobre los restos; aún recuerdo las palabras que Miguel Uscanaga prometió rezar en mi sepelio llegado el momento: “Fue uno de esos hombres que si bien siempre se mantuvo en forma, no fue por una milagrosa nula actividad física o alguna negligencia medica, no. Se mantuvo en forma a razón de que cuasi matemáticamente le agarraban las depresiones amorosas en el momento exacto. Lo digo en serio, a personas con sobrepeso les deberían implementar su corazón.
Las peleas se afrontan, las batallas se pierden; personas como yo servimos al elixir de los días para demostrar que aún hay sobrevivientes sobre el entablillado. Jimmy solía decir que de la pólvora, al igual que en el amor, lo que más duele no es el impacto sino el disparo. Cuando lo enterramos, por ejemplo, la policía le inscribió en su lápida la cuenta total de sus delitos. “Su cuerpo no es pecado, es su legado” dijo el de mayor rango antes de mandarnos a casa a buscar pruebas sobre sus diversos crímenes. Jacob Salome llego a la comisaría con las uñas de un hombre que supuestamente había nacido manco. Yo no encontré nada en mis reparos. Los recovecos de mis años perdidos y encontrados ya estaban entintados sobre las hojas secas de mis memorias. Me fui, sí –por años– pero volví y me he sentado a perpetuar. A inmortalizar a los inmorales de los colegas imaginarios y reales. Es una afrenta que se debe luchar y realizar sin saber a que pradera nos llevará el camino. Así lo decidí un caluroso día de Mayo, cuando nací ante el sol y la luna. Se lo mencioné en aquella ocasión a Saúl mientras veíamos con tristeza como demolían lo poco que quedaba ya del bar: “Amigo, sé que habré perdido la guerra cuando mis personajes se conviertan en unos viejos alegres en vez de unos tipos amargados que han disfrutado el curso de mi pluma.” A lo que me respondió con la mirada baja y dubitativa: “No creo que eso sea en verdad posible, amigo, no lo creo”… Luego ambos guardamos silencio con la cara en alto ante la destrucción y la despedida.
Mayo 2015.
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