Letras Perdidas.
Que más me gustaría decirte, cariño, que es cierto ese dicho popular de que a la gente buena le suceden siempre cosas buenas. Que si bien sigues andando por el mundo con esas manías tan tuyas de ser el hombre más afable con el que uno pueda cruzarse en medio del camino, habrás de encontrarte al final del recorrido –tu recorrido– la contraparte del molde con que fuiste hecho: ese amor de película europea del que siempre me hablabas pasados nuestros enojos sobre la cama destendida. Aquel que me describías con un cariño que a bien tuviste la cortesía de no darme nunca cuando sollozabas con alguna pieza de Chet Baker; ese al que “al menos podrías llegar a tiempo como para acariciarle las arrugas con el afecto de una lagrima doncella.” El que sería tú última imagen en vida: la esperanza y la luz antes del final del túnel… Pero a bien sabes que eso no es ni podrá ser de alguna manera cierto. Que invariablemente, hagas lo que hagas, te comportes como te comportes, acabarás hecho ceniza por el fuego (o por el tiempo), como yo, o un abogado, o un político, o un asesino serial. Que un día la música se apagará, la cinta llegará a sus créditos finales y no quedará otra cosa que el fondo del olvido: la agridulce mezcla de todo lo que no pudiste ser y hacer en este tiempo.
Si bien te comentó todo esto es a razón de que no hace mucho me he enterado, en una visita relámpago que hice a la ciudad por cuestiones de trabajo, que has tenido otra de tus tantas crisis. Que un día fuiste al restaurante, te sentaste en la barra y preguntaste por mí antes de contar nuestra historia fusionándola con la de tantas otras mujeres que también te han roto el corazón, y el sentimiento, mientras te bebías una cerveza de barril oscura lo suficientemente fría como para congelar el interés y la atención de todos los presentes. Si te soy sincera, no habría esperado otra cosa más de ti, eres uno de esos hombres al que no se le puede reprochar que no sepan cambiar una llanta; cuentas tan bien las historias y los chismes, que bien se puede esperar a que amanezca para poder ir al mecánico y no pagarle la tarifa nocturna. Siendo franca, es todo un halago que aún me recuerdes de cierta manera –la manera que a bien tengas por rememorar a tu gente– aunque a bien sé que sólo logras ver tu pasado como una amalgama gigantesca sin fronteras ni ardides de ninguna clase. No obstante, lo digo claramente, formar parte de ese imaginario tan tuyo no puede sino declinarse con el mismo orgullo y agradecimiento de un epígrafe en la edición menos vendida de un autor echado a menos.
No hice por preguntar los detalles, no quise ahondar en los pormenores de esos aprietos que muy en el fondo disfrutas como las anotaciones nostálgicas en las servilletas de los bares. Tan sólo me gustaría recordarte que de tus dilemas, la respuesta está siempre más cerca de tu espalda que de tus bajas pasiones. Si mal no recuerdo, fuiste tú quien me dijo en una de nuestras primeras citas, una bella velada caminando por los alrededores de la Plaza 2 de Mayo con cierta pena y temblores en las manos, la mirada baja: “¿Sabes?, me desbordas más la caries en las sonrisas que el orgullo que todo hombre tiende a presumir debajo de los pantalones.” Lo dijiste de una manera tan honrada que me hiciste sonreír. Aunque a mi tú sentido del humor nunca me pareció tan atrayente, esa noche me hiciste nacer una sonrisa, una que hasta ese entonces no me conocía: una silueta en la boca que cuando la encuentro, por ejemplo en la ventanilla de mi automóvil al bajarme para llegar a la oficina, me refiero a ti y los años que pasamos juntos. En realidad no es que te haya dejado de querer, es sólo que un día me percate que no iba a aceptar más las lagrimas virginales de un hombre cansino, y prefería los vicios de tu carcajada a pesar de todo. Perdonarás lo ocasionado, sin saber lo provocado, pero si en alguna ocasión has pensado que alejada de ti la vida me sonrió un poco más, déjame decirte que a nadie en realidad le sonríe esa dama. Piénsalo así, si a todos nos fuera bien en el transcurso de los días, si a todos nos cumpliera los caprichos la experiencia, habría menos ganas de salir adelante. No habría punto de comparación para saber que tan alejados estamos de los demás y pues entre uniformes, tu lo sabrás mejor que yo, no seríamos sino esclavos de la misma miseria pero sin darnos cuenta. Lo que sucedió conmigo, te lo digo abiertamente, fue lo mismo que cuando te diste cuenta que preferías más a Bennett que a Sinatra. No más que eso.
Deberás, entonces, reconocer que nuestro destino quedo pactado el mismo día en que nos conocimos, aquella calurosa tarde de mayo durante la firma del divorcio entre Mariana y Abelardo. Fue siendo testigos de una defunción que nos enamoramos sin más. Yo aún recuerdo las primeras palabras que oí de tu boca: “A esos dos se les murió el amor no tanto por las cosas que se hicieron sino por las que se dijeron.” ¿Tu recuerdas las primeras palabras que oíste a mi decirme? Me supongo que no, y es que en verdad las malas experiencias forman tanto parte de la vida como la mugre de las uñas. No te ofusques, siempre te me has hecho una persona lo suficientemente interesante como para no olvidarla, sólo que al igual que un buen libro, un buen álbum o una buena cinta, hay momentos que nos debemos a la obligación de dejarle descansar por años para reencarnarla un día y hacernos ver que en realidad no era para tanto. Misael Lozano me lo dijo un par de veces, ya borracho, durante la boda de su tercer hija: “Del amor no se tiene cura ni escapatoria. No hace falta huirle ni aterrarse de él. Basta con tan sólo esperar a que te agarre tan cansado para que o bien lo aceptes o bien lo engañes.”
Las certezas, cariño, no vienen etiquetadas en los frascos de consejos, son un bestiario colectivo que no lleva a nada y que sólo espanta, por instantes, a las malas conciencias. Eres un buen hombre, si es lo que buscas que alguien te diga, te lo digo aquí y ahora. Lo eres, pero eso no lleva a nada, tan sólo a perderte de frente sobre las calles nocturnas donde laboran los monstruos. No encontrarás mejores pericias por obligarte a no pecar. Si por mi fuera, preferiría saberte en la cárcel. Quizá ahí en realidad te habrías convertido en el gran artista que siempre buscaste ser. En el gran recuerdo, en el gran momento que a todos nos hubiera dolido al perderte. Sé que a bien dices que aún te duelo, pero sabes muy bien en el fondo que eso es una mentira. Lo único en que te afecto es el orgullo, y con eso, sí, he aprendido a vivir sin ninguna especie de dolo.
Ahora me despido, no sin un cierto dejo de cariño dejándote esta carta encima del retrete de unos de esos bares a los que sueles frecuentar. Sé a bien que no has cambiado de gustos pues tus crisis siguen teniendo el mismo aliento de ceniza. Confió que quien la encuentre sepa que eres tú el destinatario. ¿De quién más se podría tratar? No creo conozcan a otra persona a la que le sea tan fácil entrar en un conflicto como hacerse de una larga risotada. Y si bien puedo pedir un deseo, con todas mis ansías espero entiendas también quien de todas esas cicatrices que llevas en las canas es el remitente.
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