Tiempos Ajenos.
Ximena me confesó alguna vez que su relación con Gerardo había fracasado no debido a su diferencia de edad o criterio, no. Había fallado y encontrado su final simple y sencillamente porque los dos eran humanos; simples mortales con caminos que seguir en paralelo: “Debes entender, amigo mío, que si dos personas respiran el mismo aire y sentimiento por un largo tiempo –por un dilatado espacio– habrá cierto momento en que ambos se conviertan en el muro que tapa el horizonte del otro. Es la lógica del romance, que al igual que la vida, un día se debe de acabar.” Yo recuerdo aún que cuando todo terminó con Marianne, antes de las lagrimas, ella me abrazó con cierto rencor sobre los hombros diciendo: ”El amor, mi estimado acongojado, es un espejo: cierto día te levantas y mirándote a la cara te encuentras una arruga, grano o imperfección que debes extirpar a pesar de que eso en realidad forma parte de ti y de tu carne… De alguna forma sabes, al observarte en tú reflejo, que eso no debería de estar ahí. Que debe de arraigarse en un olvido cuasi instantáneo.” Si mal no recuerdo, era Jimmy quien decía que el querer enamorar y sentirse enamorado era como un duelo cobarde con balas de salva sobre un prado abandonado: “Te podrán herir hermano, pero jamás matarte. Es preferible, en esos casos, levantarte con las manos contra el pecho que quedarte sufriendo sobre el pasto.”
Era inteligente, bella y tenía una voz que podía maquilar la peor fechoría con un maravilloso tono de ternura. Si bien algún día hubiera llegado al bar para pedirnos matar al último hombre que la había lastimado, juro que más de uno habría hecho lo imposible por viajar en el tiempo y frenar aquel encuentro antes de que el conflicto se suscitará. Su eco, más que sonsacarnos hacía su deriva y objetivos, irónicamente hacía creernos un milagro. Supongo que su timbre de voz, cavernoso y sentimental, fue lo que Gerardo, un músico venido a menos desde hacía más de un lustro, encontró como el mejor instrumento para poder componer la sinfonía de su vida. Lo digo certeramente pues en la última línea de la carta que ella le escribió en su despedida se leía lo siguiente: “La partitura, cariño, se ha acabado. Las notas se han gastado, y si algo he aprendido de las hojas pautadas es que tanto en los principiantes como en los grandes maestros siempre hay un tiempo, durante los ensayos, que alguien más debe de darles la vuelta para continuar con la melodía”.
Por más extraño que parezca, me enamoré de ella dos años después de que falleciera. Sobre su lapida, un día de marzo, me di cuenta que de su muerte, fuera de lo natural que dijeron los doctores: lejos de lo justo que pensé (en su momento) había sido para con el dolor de la enfermedad, la suerte le había truncado en realidad el trazado de los sueños. Salvador Ramirez dijo alguna vez sobre ella: “No hay cosa más vil y maligna que una sonrisa con la dentadura perfecta”. Y lo menciono porque ese día comprendí que de Ximena, lo que había que recordar eran los espacios vacíos y sencillos más que los complejos y redondos: aquellos en que no hablaba y respiraba viendo hacía ese futuro que no tendría. Ese tiempo ajeno que quizá, por cosa del destino, nos tendría juntos ahora, lejos de las tragedias y los pormenores de una vida natural. La quise, claro, en un tiempo imposible. Justo como suele pasarle a los burócratas que miran hacía la oficina superior y no los vagabundos que se distraen con el horizonte. Mi cariño por ella no podría definirse en otra oración más que como lo que alguna vez dijo Misael de su difunta esposa en el cabo de año: “Es ella ahora una verdad que habrá de terminar por mencionarse al concluir esta sentencia, pero bien puede volverse a repetir en otro espacio o tiempo.”
Reconocí como un amor a Ximena en la nostalgia. Como una oportunidad que vi pasada la hora: como una moneda perdida en el airoso azar del volado, como un verbo mal conjugado o la respuesta a un insulto ya pasado el tiempo de respuesta. ¿Qué decir?, personas como yo vivimos entre nubes de alquitrán sin siquiera atrevernos a prender un cigarrillo; tenemos el destino pactado de manera impersonal y sobre la madera del ataúd que habrán de cargar manos desconocidas. Ximena se confesó conmigo un día de verano y yo con ella tres años después entre una extraña lluvia otoñal y hojarasca ya pasada la barrera de lo permeable. “Ha llegado el tiempo, amigo mío, ese maravilloso tiempo en que Gerardo y yo debemos comenzar a querernos cada uno por su lado. Cada uno por su cuenta. No me malinterpretes, no es que el amor se nos haya agotado, es sólo que el odio no ha llegado a tiempo como para vencernos ante un divorcio pactado.” Bien solía decir Manuel Barroso, supuesto abogado y estudioso de esas oscuras artes: “Las verdaderas leyes de la vida no se construyen sobre la conveniencia personal ni sobre el piso de la corrupción: son parte de una lógica que se aleja de toda razón pensada por un hombre errante.” Por casualidad ambos murieron el mismo día a varios kilómetros de distancia. Ella en una cama de hospital público y él en un accidente de auto sobre la autopista 36. En ocasiones los imaginó juntos, sí, enamorados y caminando de la mano sobre hojuelas de color y bajo un cielo repleto de planetas habitados. Otras veces, si soy sincero, sueño que cargan la bala en la pistola que algún día habrá de reunirme con ellos. Pero de eso no puedo estar seguro, pues no sé si en realidad esperan con ansías mi reencuentro o simplemente ya no existen. Como todo... como nada...
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