EL BOLSILLO IZQUIERDO
Debo ser por completo sincero, esta semana me vi un poco asqueado por el asunto de “Los Tambores de la Guerra” y decidí alejarme del todo de ese hedor de situación que más se me hace caricaturesco. Elegí escribir sobre un tema apasionante (para mí) como lo es la música y sus paisajes mentales. Si bien mí género favorito es el jazz, he aquí uno más de sus compañeros de árbol genealógico, el Blues.
DELTA.
Algunas de las cosas que más me atraen del Blues, alejado de sus condecoraciones musicales en sí, es el estereotipado paraje histórico creado alrededor de él. El caso no es incredulidad ante la posibilidad de que el ritmo de los hechos debieran suscitarse de alguna manera ya inculcada en el imaginario colectivo, pero el factor humano siempre pone en tela de juicio, o bien con un alto atributo de beneficio de duda, la tradición que permea al relato mismo. Dígase de otra manera, la historia siempre cuenta las cosas a su manera gracias a que su único hilo conductor es, mordazmente, un ente de la misma naturaleza del ejecutante; un ente social. Nada más vago que el hecho de recrear parajes de manera más bellas, negras, dramática o bien melodramáticas (siendo esta una de las favoritas) de lo que en realidad ocurrió, pero que a nuestra usanza, queda debajo del oscuro manto del pasado – siempre una relativa e instantánea forma de extinción.
La historia del Blues, pues, nos atrae a viajes largos en el río del Mississipi, a gente de color cantando en campos de algodón mientras sangra sus manos con la cosecha, realizando arduos trabajos en las minas de algunos de los metales más costeables del mundo, así como haciéndose cargo de los servicios más básicos que rigen la funcionalidad de una hacienda cuyo dueño es un hegemónico blanco. Esa es una de las cosas que me agrada de este género; el factor de recrearme en una balsa alrededor de este pudoroso torrente acuífero que cruza el sur de los estados unidos en compañía de toda esta gente que contaba su historia, su sentir y su devenir para con el futuro.
Debo conceder a la verdad y aceptar que cada que en mí hogar resuena un buen disco de Blues, me hago hacía esos tiempos contados a base de leyendas, fotografías, grabaciones mono y sobre todo, líricas que si bien describen el paraje ya antes citado, afronto como un punto de vista en particular. No obstante, eso es lo que más me parece bello del género; el poder traducir el mundo de cierta época bajo el brazo de quienes, en parte, lo vivieron y a la misma vez lo sobrevivieron. Nadie, en todo caso, puede decirme que el mundo no era verdaderamente así, entonces creo y navego en cierta balsa improvisada escuchando el canto de una generación no exigida a ser, que se reinventa a las orillas del paseo. Después, claro, la evolución. ¿Quién podía asegurar que los blancos no sufrían ni sufrirían también?
Hoy por hoy, el canto del Blues es más que una lágrima desaparecida en el llanto del río, más que la sangre y la muerte derramada en el Mississipi, es el hedor del tiempo en la tradición oral de su historia, es la reproducción de un pasado que si bien suena irónico, nos recuerda tiempos mejores. Lo instantáneo del género, pues, es el interminable dolor humano que en otras épocas bien pudo haberse disfrutado de belleza, de adornos ornamentales, de oro o de la gloria de conquistas y sacrificios – de los intermitentemente cambiantes discursos de la humanidad.
Blues, una sola palabra que indica cierto ritmo, cierta pausa, cierto resentimiento que se queda para ser heredado en el viento, un dolor que se transmite y que lleva de trasfondo una historia y la historia en sí como vil estereotipo al cual acudir para poder disfrutar más. Me gusta coquetear con esas armonías cuando estoy en equilibrio; en el fondo, al dejarme llevar por la sintonía de sus relatos, no sé si creer realmente en lo que me imagino, en el viaje que hago alrededor de alguna de sus búsquedas imposibles.
Podría, a ciencia cierta, haber un Blues para todo, pues una sonrisa, creo yo, esconde detrás, en alguna parte, un dolor que se apaga, que se muere y que requiere de un tributo. La alegría, pues, es también parte de un dolor, es una sensación humana que se quema y regenera – claro que al ser contada a través de los años poco quedara de esa verdadera impresión. ¿Quién cantara, entonces el Blues de las guerras? Me importa poco, es por eso que he decidido hablar del pasado y no de este funesto presente. Blues.
Debo ser por completo sincero, esta semana me vi un poco asqueado por el asunto de “Los Tambores de la Guerra” y decidí alejarme del todo de ese hedor de situación que más se me hace caricaturesco. Elegí escribir sobre un tema apasionante (para mí) como lo es la música y sus paisajes mentales. Si bien mí género favorito es el jazz, he aquí uno más de sus compañeros de árbol genealógico, el Blues.
DELTA.
Algunas de las cosas que más me atraen del Blues, alejado de sus condecoraciones musicales en sí, es el estereotipado paraje histórico creado alrededor de él. El caso no es incredulidad ante la posibilidad de que el ritmo de los hechos debieran suscitarse de alguna manera ya inculcada en el imaginario colectivo, pero el factor humano siempre pone en tela de juicio, o bien con un alto atributo de beneficio de duda, la tradición que permea al relato mismo. Dígase de otra manera, la historia siempre cuenta las cosas a su manera gracias a que su único hilo conductor es, mordazmente, un ente de la misma naturaleza del ejecutante; un ente social. Nada más vago que el hecho de recrear parajes de manera más bellas, negras, dramática o bien melodramáticas (siendo esta una de las favoritas) de lo que en realidad ocurrió, pero que a nuestra usanza, queda debajo del oscuro manto del pasado – siempre una relativa e instantánea forma de extinción.
La historia del Blues, pues, nos atrae a viajes largos en el río del Mississipi, a gente de color cantando en campos de algodón mientras sangra sus manos con la cosecha, realizando arduos trabajos en las minas de algunos de los metales más costeables del mundo, así como haciéndose cargo de los servicios más básicos que rigen la funcionalidad de una hacienda cuyo dueño es un hegemónico blanco. Esa es una de las cosas que me agrada de este género; el factor de recrearme en una balsa alrededor de este pudoroso torrente acuífero que cruza el sur de los estados unidos en compañía de toda esta gente que contaba su historia, su sentir y su devenir para con el futuro.
Debo conceder a la verdad y aceptar que cada que en mí hogar resuena un buen disco de Blues, me hago hacía esos tiempos contados a base de leyendas, fotografías, grabaciones mono y sobre todo, líricas que si bien describen el paraje ya antes citado, afronto como un punto de vista en particular. No obstante, eso es lo que más me parece bello del género; el poder traducir el mundo de cierta época bajo el brazo de quienes, en parte, lo vivieron y a la misma vez lo sobrevivieron. Nadie, en todo caso, puede decirme que el mundo no era verdaderamente así, entonces creo y navego en cierta balsa improvisada escuchando el canto de una generación no exigida a ser, que se reinventa a las orillas del paseo. Después, claro, la evolución. ¿Quién podía asegurar que los blancos no sufrían ni sufrirían también?
Hoy por hoy, el canto del Blues es más que una lágrima desaparecida en el llanto del río, más que la sangre y la muerte derramada en el Mississipi, es el hedor del tiempo en la tradición oral de su historia, es la reproducción de un pasado que si bien suena irónico, nos recuerda tiempos mejores. Lo instantáneo del género, pues, es el interminable dolor humano que en otras épocas bien pudo haberse disfrutado de belleza, de adornos ornamentales, de oro o de la gloria de conquistas y sacrificios – de los intermitentemente cambiantes discursos de la humanidad.
Blues, una sola palabra que indica cierto ritmo, cierta pausa, cierto resentimiento que se queda para ser heredado en el viento, un dolor que se transmite y que lleva de trasfondo una historia y la historia en sí como vil estereotipo al cual acudir para poder disfrutar más. Me gusta coquetear con esas armonías cuando estoy en equilibrio; en el fondo, al dejarme llevar por la sintonía de sus relatos, no sé si creer realmente en lo que me imagino, en el viaje que hago alrededor de alguna de sus búsquedas imposibles.
Podría, a ciencia cierta, haber un Blues para todo, pues una sonrisa, creo yo, esconde detrás, en alguna parte, un dolor que se apaga, que se muere y que requiere de un tributo. La alegría, pues, es también parte de un dolor, es una sensación humana que se quema y regenera – claro que al ser contada a través de los años poco quedara de esa verdadera impresión. ¿Quién cantara, entonces el Blues de las guerras? Me importa poco, es por eso que he decidido hablar del pasado y no de este funesto presente. Blues.
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