EL BOLSILLO IZQUIERDO
Observando como se ha ido manejando la vida social de este país, no tuve otro remedio que acordarme de aquella ocasión, la única, en que me deje llevar por el juego. Debo decir que eso fue en casa de un amigo y con sólo conocidos, no creo, de la misma manera, algún día recaer, o siquiera pensarlo en los nuevos locales donde los desconocidos ponen en riesgo sus mal habidas quincenas.
EL CATRÍN.
No me gusta jugar mucho a las cartas, podría decir incluso que no lo he hecho jamás, exceptuando aquella vez en que más que la presión social, la armonía había incurrido en un sentido de interés – por conocer uno más de los rituales de malversación – que perdí alrededor de unos cinco pesos al intentar presagiar cual de dos figuras, falsamente argumentativas, volvería aparecer para hacer valer la fatalidad o bien la suerte de asaltar o derramar – aunque bien pudieron haber sido diez (no más, lo recordaría).
Mí vida en el juego comenzó y acabo, pues, en aquella noche (una de tantas) en que vi desfilar la suerte a través de sucias paredes, manchadas de recuerdos antiquísimos, posiblemente algunas de las razones por las que ese juego se llevaba a cabo, la génesis de una tradición que no comprendía pero que me atendió por un momento. De vista había entendido la mecánica del juego, no así la lógica de la alevosía, de la prevariación con que mordazmente debía intuirse el azar de la práctica.
Debo admitir que desde algunas otras tantas noches pasadas, no más de un par, el encanto del “acaso” había ya estado formando parte de mi susceptibilidad. Quería saber el sentir de esa experiencia pero no quería jugar, pequeña conciencia la mía que debía de discernir sobre alguno de las dos emociones en juego. No falto mucho para poder saber la respuesta.
Las ganas me habían rebasado unos cuantos minutos atrás de haber encontrado en la bolsa de mí pantalón una moneda de baja denominación, lo que me hizo por completo aceptar el reto. Debo admitir que coloque mí apuesta en la carta menos solicitada, tal vez en un arranque de mando se me había venido a la mente la falsa figuración de creer que podría adivinar la suerte. En todo caso mí universo, ajeno al de los recurrentes perdigones del juego podría darme una ventaja, yo había visto desde meses atrás el aparato con una objetividad mayor que la de todos. La realidad es que el acercamiento es algo implícitamente relevante en este tipo de actividades, lejos de un posible estudio social acerca de ciertas actividades, un analista (que tomará en serio este rubro) no podría jamás sentir tal vez el fervor que sienten al retar su propio esfuerzo, o por lo menos eso fue mí segundo pensamiento, ahora en un arranque de decepción y fracaso, después de un par de cartas donde mí moneda fue a dar a la ganancia del más experto de todos (supe años después), si es que se le puede denominar experiencia al hecho de saberse todas las artimañas en una “diligencia lúdica” como aquella.
No puedo dejar de consentir a todos los que practican al azar como un energizante, acepto que el paso de esas dos cartas que me concibieron en uno más de los cíclicos perdedores de la noche fue trepidante, cientos de fantasías acerca de la posibilidad de ganar harto me pasaron por la cabeza. Me veía ya con un alto grado de cerrazón para con la realidad que me deje caer en la ironía cuando me vi envuelto en las frases y en las acciones que tanto había visto auto-relatarse día tras días (noche tras noche), había perdido mí apuesta. Las frases retadoras no se hicieron esperar, sabía bien que el lenguaje y el énfasis con que me esparcían era parte de la rutina, pero hasta ese momento conocí el verdadero color del llamamiento. No me sentí muy a gusto, ¿qué no se han dado cuenta que de esa manera no hacen que uno quiera seguir en la fullería sino escapar? Ese fue mi tercer pensamiento; cuando me di cuenta que ninguno de ellos había tenido un real sentido. Yo era el único re-negociante de la realidad. No obstante, aún sigo orgulloso de no dejarme llevar por algo que no incurriera realmente ante mis intereses. Creo es la única vez que lo he hecho.
No suelo jugar a las cartas, ahora puedo decir que nunca. En ocasiones me topo con apuestas, sí; políticas, deportivas, culturales, sociales incluso sexuales (o más bien las que empiezan como romances). No suelo jugar las cartas, ya hay demasiado azar afuera.
Observando como se ha ido manejando la vida social de este país, no tuve otro remedio que acordarme de aquella ocasión, la única, en que me deje llevar por el juego. Debo decir que eso fue en casa de un amigo y con sólo conocidos, no creo, de la misma manera, algún día recaer, o siquiera pensarlo en los nuevos locales donde los desconocidos ponen en riesgo sus mal habidas quincenas.
EL CATRÍN.
No me gusta jugar mucho a las cartas, podría decir incluso que no lo he hecho jamás, exceptuando aquella vez en que más que la presión social, la armonía había incurrido en un sentido de interés – por conocer uno más de los rituales de malversación – que perdí alrededor de unos cinco pesos al intentar presagiar cual de dos figuras, falsamente argumentativas, volvería aparecer para hacer valer la fatalidad o bien la suerte de asaltar o derramar – aunque bien pudieron haber sido diez (no más, lo recordaría).
Mí vida en el juego comenzó y acabo, pues, en aquella noche (una de tantas) en que vi desfilar la suerte a través de sucias paredes, manchadas de recuerdos antiquísimos, posiblemente algunas de las razones por las que ese juego se llevaba a cabo, la génesis de una tradición que no comprendía pero que me atendió por un momento. De vista había entendido la mecánica del juego, no así la lógica de la alevosía, de la prevariación con que mordazmente debía intuirse el azar de la práctica.
Debo admitir que desde algunas otras tantas noches pasadas, no más de un par, el encanto del “acaso” había ya estado formando parte de mi susceptibilidad. Quería saber el sentir de esa experiencia pero no quería jugar, pequeña conciencia la mía que debía de discernir sobre alguno de las dos emociones en juego. No falto mucho para poder saber la respuesta.
Las ganas me habían rebasado unos cuantos minutos atrás de haber encontrado en la bolsa de mí pantalón una moneda de baja denominación, lo que me hizo por completo aceptar el reto. Debo admitir que coloque mí apuesta en la carta menos solicitada, tal vez en un arranque de mando se me había venido a la mente la falsa figuración de creer que podría adivinar la suerte. En todo caso mí universo, ajeno al de los recurrentes perdigones del juego podría darme una ventaja, yo había visto desde meses atrás el aparato con una objetividad mayor que la de todos. La realidad es que el acercamiento es algo implícitamente relevante en este tipo de actividades, lejos de un posible estudio social acerca de ciertas actividades, un analista (que tomará en serio este rubro) no podría jamás sentir tal vez el fervor que sienten al retar su propio esfuerzo, o por lo menos eso fue mí segundo pensamiento, ahora en un arranque de decepción y fracaso, después de un par de cartas donde mí moneda fue a dar a la ganancia del más experto de todos (supe años después), si es que se le puede denominar experiencia al hecho de saberse todas las artimañas en una “diligencia lúdica” como aquella.
No puedo dejar de consentir a todos los que practican al azar como un energizante, acepto que el paso de esas dos cartas que me concibieron en uno más de los cíclicos perdedores de la noche fue trepidante, cientos de fantasías acerca de la posibilidad de ganar harto me pasaron por la cabeza. Me veía ya con un alto grado de cerrazón para con la realidad que me deje caer en la ironía cuando me vi envuelto en las frases y en las acciones que tanto había visto auto-relatarse día tras días (noche tras noche), había perdido mí apuesta. Las frases retadoras no se hicieron esperar, sabía bien que el lenguaje y el énfasis con que me esparcían era parte de la rutina, pero hasta ese momento conocí el verdadero color del llamamiento. No me sentí muy a gusto, ¿qué no se han dado cuenta que de esa manera no hacen que uno quiera seguir en la fullería sino escapar? Ese fue mi tercer pensamiento; cuando me di cuenta que ninguno de ellos había tenido un real sentido. Yo era el único re-negociante de la realidad. No obstante, aún sigo orgulloso de no dejarme llevar por algo que no incurriera realmente ante mis intereses. Creo es la única vez que lo he hecho.
No suelo jugar a las cartas, ahora puedo decir que nunca. En ocasiones me topo con apuestas, sí; políticas, deportivas, culturales, sociales incluso sexuales (o más bien las que empiezan como romances). No suelo jugar las cartas, ya hay demasiado azar afuera.
1 comentario:
"Caminando por la calle va el catrin, estampa de loteria gritada
en juego, traje a rayas, su bastón
y su bombín ese roto le gritan
a Don Ferruco"...ja! me vino a la mente esa canción... buen relato!!
¡Excelentes Líneas!
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