A. Güiris V.
Al Sr. Larson se le apatecía una cerveza, o al menos eso indicaba el cartón pintado con faltas de ortografía que habían dejado los sicarios vistosamente colocado en la mesilla contigua al sillón donde se encontraba su cuerpo: “A este pendejo se le hantoja una cervesa.” Estaba pintado con la propia sangre del Sr. Larson, oscurecida con un poco de alcohol barato. Le faltaba el dedo pequeño del pié izquierdo y dos de la mano derecha, pero de esos ya se tenía fe en el cuerpo policial (les habían llegado separadamente, uno por uno –en los últimos meses– en sendas cajas de regalos envueltas en papel celofán azul). Lo único que en realidad sí resultaba un poco novedoso era su oreja derecha, la cual tampoco se encontraba en su lugar habitual sino dentro de su boca, entre sus dientes (amarillentos y cansados). Razones inexpugnables del rompecabezas del dolor.
Cuando Joseph entró a esa casa lujosa al norte de la ciudad no esperaba encontrarse con tal escenario, no recordaba haber visto algo asi o parecido en su vida. Quizá algo similar en la primera escena de “Manhunter” de “Michael Mann” cuando era niño -y había decidido entrar a la policia- pero de eso ya el olvido había hechado razón, o por lo menos lo había establecido hasta ese día, cuando el momento se lo recordó por instantes. Sobre todo al ver esas paredes blancas llenas de pintas con sangre; pero que ignorantes y faltos de cultura eran los criminales en la vida real, se pensó subitamente antes de ahogarse en el terror. En realidad ésta era su primera misión al frente de un grupo de investigación de tal nivel. Ésta era la primera vez que estaba frente a frente con una de las victimas de la banda del “Séptimo Libro”.
Los vecinos se regodeaban a las orillas de la clásica banda policial de color amarrillo, iluminando sus rostros por el brillo de la comidilla y el “chismorreo” local. En sus miradas se percibían las insinuaciones de interés; por una parte las de los posibles testigos reales, por otra las de los falsos sorprendidos por el sonido de tantas sirenas reunidas. Las canas de los mayores pintaban de azules y rojos sus años de calma y paz. Muchos de ellos, la gran mayoría, negaban con su cabeza a la vez que iban perdiendo en sus pupilas las esperanzas de una recta final rodeada de tranquilidad. Toda situación quedaba relegada al sonido de los radios policiales que no dejaban de insistir en más unidades de peritajes. Joseph salió a tomar un poco el aire después de oler la pestilencia que emanaba dentro de la sala de la casa, se fumó un cigarro y observó a detalle la cara de todos esos individuos que habían sabido desde siempre que el Sr. Larson había estado secuestrado en esa vivienda, en su barrio, pero dentro de los cuales, en su moral (o al menos así se lo pensaba en ese momento), nadie había tenido el valor de decirlo o mencionarlo. De soltarlo siquiera al aire como una hoja que cae en otoño.
En la acera de enfrente un puñado de lujosos carros hacía hilera hasta la esquina concebida por la mirada. Para Joseph todo aquello era una especie de barrera o muro, una maldita frontera social que ponía en entredicho todos los estigmas que salían a relucir si se pensaba en los diferentes estratos de vida. Indicativos hipocritas de que cosas así no podían suceder en lugares como éste, farfulló. Pero el mundo era distinto a como había sido trazado por la vox populi y enormes piscinas, con figuras exoticas, se iluminaban desde el cielo por parte de los helicopteros de los medios y la policía. La vida es un lujo que no cualquiera se puede dar, se dijó, y tiró su cigarro al suelo pisándolo con la punta de su zapato.
Stanley, su fiel compañero en los días de patrullaje, se acercó primero a la sombra y luego al cuerpo de Joseph, –cuya mirada aún se encontraba centrada en la de esos testigos mediocres y cobardes– para tocarle el hombro. Le pidió amablemente que volviese a la casa, que habían encontrado “ciertas cosas” que podrían parecerle interesantes. Ambos entraron descubriendo que el olor se acrecentaba a cada minuto. Incluso algunos en el exterior ya comenzaban a poder percibirlo; sus rostros tapados mediante sus manos en un claro signo de querer marcharse no daban tregua al morbo que los atrapaba mediante una pequeña puerta entreabierta. En realidad nadie se iría hasta después del Sr. Larson.
En el refrigerador envases de cerveza, todas ellas llenas de sangre, todas ellas ennegrecidas con alcohol barato. En el fondo de la nevera un mensaje: “Este inbecil no quizo segir beviendo”, en la sala los flashes a tope por parte de un par de fotográfos de la policía. El cuerpo del Sr. Larson aún no se movía de su ultima posición en vida. Se encontraba acostado en un sillón barato, de frente a un televisor sin volumen, donde alguien había dejado una pelicula pornográfica, tal vez para que la muerte del Sr. Larson no fuese tan incomoda como uno imagináse, o bien para que supiera poco a poco todo lo que se perdería en vida. Quizás era cierto todo eso de el Sr. Larson y su séquito de prostitución infatil, quizás era cierto que había violado a todos esos niños.
Joseph dió la orden de sacar el cuerpo después de que los expertos habían concluido su trabajo. Al moverlo se le encontró un hueco del tamaño de una moneda de diez pesos en la espalda baja, era el sitio de donde se le extraía la sangre para darsela a beber de nueva cuenta con un poco de ron barato. O por lo menos esa fue la hipotesis primera de uno de los peritos.
Las patrullas comenzaron a marcharse mientras el cuerpo cubierto por una sabana vieja se acercaba a la ambulancia. Al final, si a eso se le puede llamar un verdadero final, la única imagen que tuvieron todos los habitantes –y público de las televisoras que se encontraban ya sitiando el lugar– de ese hombre todopoderoso, y del cual siempre se dijeron tantas cosas, fueron las plantas de sus pies ensuciadas con el polvo de meses. El izquierdo, como la policía ya lo sabía, estaba incompleto.
El patrullaje y la ambulancía dejaron tranquila la calle y el barrio. Joseph dio un par de vueltas por el, tenía desde hace semanas problemas de insomnio. Eran las dos y medía de la mañana cuando salió de la zona y se dirigió al sur, en el camino decidió parar por unas cervezas y pensar un poco de que lado estaba en realidad su ética. Decidió que a la mañana siguiente iría a visitar a su padre al psiquiatrico.
1 comentario:
Señor Güiris me he topado con su blog y he checado algunos textos en horas de trabajo jejejeje, no me arrepiento pues me he quedado con un muy buen sabor de boca.
Este texto me agradó imaginarlo como en novela gráfica muy a doc con flasheos y delirios de Sin City. Andaré fisgoneando estos lares con frecuencia. Saludos!
Publicar un comentario