PENAS.
Con Adeline me pasaba lo mismo que a Santiago cuando preparaba maritnis secos en la casa, cada que ponía la aceituna esperaba que una chica Bond apareciera por la entrada del jardín. Yo nunca aprendí realmente a preparar tales cocteles exóticos, ninguno de ellos, pero siempre imaginaba encontrármela al abrir los ojos después de la siesta de la comida. Pocos quizá pudieran llegar a entenderlo a mi manera, pero lo que ella logró conmigo sólo se puede explicar como uno de esos establecimientos que ya van por el quinto aniversario y aún mantienen la pancarta de inauguración.
Recuerdo que cerca de la casa donde viví de niño había una especie de bodega donde se daban clases de aerobics; era una época en la que la actividad física de las amas de casa aún se veía como una rebeldía social. Hoy, en tanto, frente al departamento donde trato de solventar la soledad a base de atajos literarios, existe un gimnasio que siempre me despierta a base de los gritos mezclados de una instructora de Crossfit y una especie de pieza musical acelerada a base de bocinas reventadas. La sátira con que se teje mi vida se inscribe plenamente en ese destino: de niño soñaba con ser carnicero para de grande acabar siendo el destajo.
“Al final de cuentas los sentimientos hacía una dama serán siempre un azar…” solía decir Quintano, una especie de dealer de poca monta que contaba más con un ronquido que con una voz, “…o llegas muy temprano como para poder enamorarla realmente, o llegas justo a tiempo para tener un divorcio de película.” Cuando Santiago, por ejemplo, descubrió finalmente que jamás tendría la vida de su espía favorito por más que se vistiera con trajes blancos y zapatos de diseñador, me mandó una postal desde Grecia con el siguiente mensaje: “¿Te has dado cuenta, amigo mío, que en una escuela de belleza hay tantas mujeres guapas como hombres interesantes en una librería municipal?”
De su decepción nadie se sorprendió, siempre supimos que terminaría como ese loco enamorado que murió un día antes de inventar la máquina del tiempo que lo llevaría a arribar a tiempo a su destino. Aquel que luchó toda una vida por conocer, en el momento exacto, a esa mujer de la cual nunca supimos el nombre pues siempre se quedaba en el suspiro cuando hablaba de ella. “Es la feria de las luces”, “el vaticinio final de la Perla”, gritaba Gabriel en sus noches de penar. Las noches en que amargamente recordaba su paso por la universidad y el fracaso de sólo lograr escribir esas frases, indistintamente, en la parte trasera de su boleta de primaria. Y eso, claro, sin saber a ciencia cierta que hacían una simple y llana referencia a aquella película mexicana de la época de oro redactada por Steinbeck.
Las cosas se sucedían, pues, de dicha manera en aquellos días, aquellos 15 días en que Adeline se convirtió en la boquilla de respiración del tanque del oxigeno que sostenía, y aún sostiene, mi vuelo hacía ese espacio que emprendí después de develarle la sonrisa un día cerca de la parada del camión. Un espacio sin alas en que se puede volar sin mirar a abajo. Un espacio y un momento que se convirtieron en eternidad: no a base de necedad sino de constancia… Aunque tal vez mejor sería decir que fue ella la chispa que se encendió en el momento exacto para que se me diera la vida. ¿Y saben una cosa? Aún sigo vivo.
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